martes, 14 de agosto de 2012



Hasta que amanezca

El conocimiento – poco y equivocado – que se tiene de los rumanos en el mundo, incluso ahora, cuando están por doquier,  explica el escaso interés por sus valores espirituales, de modo especial, los de su literatura.
            En España, excepto los escritores exiliados de entre las dos guerras, que han adoptado el idioma del país de acogida, se conocen muy pocos nombres. De la misma generación, los exiliados dentro del país cuyas obras – no muchas – han sido vertidas bastante tarde en idiomas de circulación, no han beneficiado de  crítica pertinente y no han abierto caminos para otros más, sino más bien los han cerrado. Como también, involuntariamente, lo han hecho los primeros.      
Luego, un restringido contingente de nuevos exiliados, más exactamente fugados, huidos del desierto rojo que asolaba el país, no han alcanzado la consagración deseada, topándose, como todos, con varias barreras, algunas debidas a ellos mismos.
Por fin, una vez vuelto el país a lo que suele llamarse estado de derecho, democracia y libertad, se da por supuesto que no hay más telones, muros y barreras, para una comunicación fluida y, por ende, ni para nuestros valores del espíritu. Que tendrían que circular como cualquier producto, ya que los medios editoriales se han diversificado y la globalización les facilita más posibilidades. Y no es así. Este milagro no se haya dado y no hay señales - yo no las tengo - de que se produzca.
Existen, claro que sí, explicaciones. Incluso razones. Pero no me tientan ni las unas ni las otras. Porque nada cambiaría. Y quisiera que cambiase, pienso que es posible y lo puedo probar con lo que, modestamente, he hecho yo mismo, de toda mi vida.
Importa, para entendernos mejor, un alto para una mirada crítica retrospectiva. Empezando con los primeros exiliados: Panait Istrati, Tristan Tzara, Eugen Ionescu, Mircea Eliade, Emil Cioran, Vintilă Horia, Constantin Virgil Gheorghiu, Peter Neagoe.
El orden, aunque se insinúa el valor, es cronológico y no menciona todos los nombres.  De algún modo, el desgraciado más feliz, Panait Istrati, que encabeza la nómina, irrumpe en la arena (1925) con obras como El tío Anghel, Chira Chiralina o Los cardos de Bărăgan, y más allá del valor intrínseco – universo, contenido, estilo – su éxito se debe a varias circunstancias y amistades. Romain Rolland, que le considera un Gorky rumano, le corrige con mucho respeto su idioma francés -  hay más correctores –, salvando las construcciones de fuentes rumanas, de muchas, claras y frescas aguas.
Nikos Kazantzakis, el glorioso autor de Alexis Zorba, es el que le anima y le guía mucho. Viajan junto a Moscú, para conocer las conquistas socialistas de Stalin – engaño y desengaño, un libro que aborrecerá – y entrevistarse con Gorky – mal pero útil recibimiento, que acaba en un frugal almuerzo en dos, con pan, olivas negras y vino a la entrada del despacho lujoso del autor de obras como El asilo de noche y La madre.
En España, Panait Istrati ha tenido la suerte de buenos traductores y de un prologuista ideal, Vicente Blasco Ibáñez, cuya fama será un aval para otros editores, hasta en Hispanoamérica, leído y admirado por muchos escritores – Sábato, Carpentier, Márquez, Mutis – en las obras de últimos dos dejando algún que otro rastro confesado.
El segundo, Tristan Tzara, se reserva la gloria por ser el creador del dadaísmo, cuando el dadaísmo – en otra hipóstasis – ya existía en la vanguardia rumana. Me ahorro más consideraciones, que los interesados las encontrarán en mi libro, Tristan Tzara – Los primeros poemas – Prensas Universitarias de Zaragoza, 2002. 
No me es difícil ir comentando los demás nombres, pero no quiero hacer de diccionario enciclopédico. Quiero sí resaltar que todos ellos deben mucho a la literatura rumana que, a su vez, está endeudada con cada uno. Porque, aunque indirectamente, la han dado a conocer. Una reciprocidad tácita, que viene desde lejos, desde Martha Bibescu, Elena Văcărescu o Iulia Hasdeu, escritoras francesas  de origen rumano, como dicen las placas conmemorativas,. Y podríamos volver más atrás, hasta Nicolae Milescu o Dimitrie Cantemir, con obras leídas y releídas por Voltaire o Montesquieu.
Los exiliados dentro del país – al menos del mismo valor que sus colegas que no han regresado a casa – han cumplido sus obras con resignación creadora, arrimados al hombro de los de edades cercanas – Arghezi, Bacovia, Barbu, Voiculescu, Rebreanu, Galaction, Sebastián, Camil Petrescu, etc.- que han conseguido llevar una vida con libertad y sin vejaciones de toda clase. Me refiero a Lucian Blaga, perseguido por los ideólogos marxistas hasta muy tarde, y a Constantin Noica, perseguido hasta su muerte, en 1987. Un libro mío, Lucian Blaga – Antología general, publicado en 2006, por la misma editorial, Prensas Universitarias de Zaragoza, que, en 2008, editará Mircea Eliade – Bajo el signo de Zalmoxis – obra rescatada por mí.
Volviendo al principio, nos quedamos con los prófugos, temerarios en sus idas sin vueltas. Nombres que, por ser enrolados políticamente entre los adversarios del totalitarismo – y lo han sido –,  han beneficiado de bastante apoyo y popularidad.
No quiero hacer de juez, pero me asumo el  derecho de observar  que solamente en Rumania ha sido posible la creación de una institución con un objetivo, públicamente declarado  – divulgación de la cultura rumana en el mundo – y, de hecho, disponer de todos los medios económicos para hacer todo lo contrario: bloquear, obstaculizar e impedir por todos los caminos la difusión de los valores auténticos de esta cultura para abrir paso a los aspirantes a esta gloria.