sábado, 17 de abril de 2010

Ni La Mancha sin Don Quijote, ni Don Quijote sin España

Mientras estén girando las aspas - Bodegones de cuatro estrellas - Al caballo alquilado no hay que medirle los pasos - Sin sueños, la vida nunca es real - Cervantes y Shakespeare en la ciudad encantada - Caballeros sin caminos e inmigrantes sin papeles - De cómo querría morir Don Quijote.

En el cuadrigentésimo año de sus andanzas por el mundo, el ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, alias Alonso Quijano el Bueno o, quizá, Rodrigo de Pacheco, regresa a España, como es uso y costumbre de buenos caballeros andantes, sin cambiar un ápice de su compostura, teniendo siempre a su lado, pasos atrás, a Sancho Panza, su fiel escudero, a quien le ha encomendado “asentar para siempre el quijotismo sobre la tierra de los hombres”- dice Miguel de Unamuno-, privilegio bien y por entero cumplido.
Regresa para recordar y revivir con los lugareños sus muchas hazañas, dando pie a otras, sin fatiga ni descanso, porque por valiente que se le reconozca, nunca acabará en deshacer agravios, enderezar tuertos, y enmendar sin razones, al ser inagotables los manantiales de éstas. No por nada, al ponerse en el camino, detrás de Amadís, ha hecho suya la divisa de éste, cuando dice: “La razón de la sinrazón que en mí razón se hace.”
Bien es verdad que, al conocer mejor que nadie las fuentes de la maldad humana, su padre, Miguel de Cervantes Saavedra, por legítimo y bueno, al engendrarle en una cárcel, se ha declarado como padrastro. No para que se le exima de toda obligación, sino por entender que, actuando según libre albedrío, únicamente suyos le sean reconocidos méritos y faltas. Por el mucho cariño que le tenía, con el alma en su cuerpo, no se ha vendado los ojos, al saberlo bien cómo era, “seco, avellanado y antojadizo, lleno de pensamientos varios y nunca imaginados por otro alguno.” Se ha cuidado sí de que su primera salida ocurriera “sin que nadie lo viese, una mañana, antes del día, que era uno del caluroso mes de julio”, más exactamente un viernes, dejándole irse “por la puerta falsa del corral”,
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para protegerle del acoso y compaña de otros caballeros andantes, que salían sin ton ni son de la caterva de libros de su biblioteca y que, del tanto leer y del poco dormir, se le había secado el cerebro de manera que ha venido a perder el juicio.
Este mismo cuidado paternal - y otra razón que veremos en seguida - ha puesto en no decir el nombre del lugar de donde ha salido en sus increíbles y temerarias aventuras, siguiendo la sabiduría de un romance muy de aquellos tiempos. Contaba éste la tozudez de un tórtolo que, a los muchos palos que se le daban por calentar nido ajeno, más se empecinaba en no confesar de donde venía, poniendo en claro dos cosas a la vez. Primera, que siendo manchego, hubiera podido llegar de cualquier aldea, que es como sucedían más a menudo estas cosas, y no querría enaltecer ni ofender a ninguna. La segunda, porque, por extensa, profunda y entretenida que era y sigue siendo, la provincia de La Mancha tenía menos árboles que nidos abiertos a ser atendidos. Tanto era así que Don Quijote quedará siempre fiel a Dulcinea de Toboso, princesa y gran señora de sus pensamientos que, al no existir más que en estos sus pensamientos, como el día en la noche, no corría riesgo alguno de toparse con la deshonra como los demás. Nada en el amor podría ser más real que su amor soñado, en el cual creía más de lo que pudiera creerse, para poder llevar a cabo todo lo que habría que llevar. Que no es de maravillarse uno a ver como hasta a Sancho Panza, su fiel escudero, le ha sido muy fácil en hacérsela aparecer en dos ocasiones, como si fuera de verdad, a pesar de la malicia y ojeriza que le tenían unos aciagos y mal intencionados encantadores, privándole del contento de verla en su ser vivo, entera y por entero.

Sorprendido en demasía quedará Don Quijote, en ésta su resucitación, al descubrir que, entre buenas y menos buenas, no son pocas las nuevas que de sí mismo se han puesto en los libros por doquier, tanto que hasta en Hircania y Trapisonda se han fundado colegios
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e institutos que llevan el nombre de su buen padre, donde se enseña la lengua castellana y se aprenden las leyes de la caballería andante según historia de sus andanzas, las que hacen marchitar a las del valeroso Fleximarte o Tirante el Blanco, por no ser, las de éstos, obras del milagro y sueño, como las suyas, puesto que sin sueño la vida nunca es real.
¿A qué le ha servido, digamos, a Tirante el Blanco la conquista de de 372 ciudades, comarcas y castillos, más el cautiverio de 4300 enemigos, si es que hoy en día nadie se lo recuerda? Cada uno es artífice de su ventura, le dice Don Quijote a Sancho y le advierte que él sí lo ha sido de la suya, haciendo bien a todos y mal a ninguno. Que es así cómo, en vez de conquistar unas cuantas villas, las ha conquistado a todas que hay en el mundo y todas le recuerdan ahora, con admiración y para siempre.
Proezas que nunca se ganan a mandoble ni pólvora de arcabuces, sino con el sueño y la imaginación. Virtudes que su buen padre, al abrirle la puerta del corral y ponerle en el camino, se ha cuidado de que las tuviese de sobra, a sabiendas que eran las que más falta hacían en aquel entonces, cuando la gente iba tan aturdida por explicaciones y razones de la vida, que ya no había margen para ilusiones. Y sin éstas, sin haber sido antes soñadas, las cosas perdían peso y sentido, y era preciso volver a soñarlas para que vuelvan a existir y no desaparezcan más, mientras haya sueño e imaginación. Soñar para seguir soñando; dejar que el tiempo fluyera de una a otra orilla, y la vida vaya con sus ríos, “que van a dar en la mar.” Verdad llorada por un poeta palentino y soñada luego, con otras y mejores palabras, por el mismo Don Quijote, cuando partía hacia Barcelona: “- Yo, Sancho, nací para vivir muriendo…“. Lo decía con pesadumbre y las costillas quebradas por un tropel de lanceros y toros bravos y, como de costumbre, dejaba que Sancho dijera más tarde su propio parecer sobre el tema. Tarea que éste cumplirá, después de ser cariñosamente reprendido: “- Duerme tú, Sancho, que naciste para dormir; que yo nací para velar…”
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Estaban camino de regreso último a casa, y Sancho acierta: “Sola una cosa mala tiene el sueño, según he oído decir, y es que se parece a la muerte…” Lo que, en nuestro entender, querrá decir que el que está soñando tiene que ser mucho más fuerte que el sueño. Porque de otro modo, está muy en peligro, y puede volverse loco, todo sueños siendo una lucha. No contra lo visto y conocido, sino contra las quimeras. Que es donde mejor muestra el hombre su valor y su valentía y hace que lo real exista y perdure.
La Mancha misma, sin ir más lejos, por extensa, profunda y entretenida que era, hubiera dejado de existir, antes que las tierras de los chichimecas, si no hubiese sido reinventada por los sueños del ingenioso y asendereado hidalgo y la agudeza de su fiel escudero, tan enraizado en el cielo de los refranes. Ni tan siquiera los molinos de viento hubieran sido molinos, sin haber sido también desaforados gigantes, hermanos y primos de Briareo, que le han molido sin piedad, dejándole maltrecho, rodando por los suelos.
Motivos suficientes para que la gente, en tanto que está viendo girar las aspas de los molinos, siga creyendo que, resucitado, Don Quijote se está plantando de nuevo delante de éstas, bien cubierto de su rodela y con la lanza en el ristre. Incluso- según Unamuno- “hay quien cree que no ha muerto, que el muerto, y bien muerto, es Cervantes, que quiso matarle, y no Don Quijote. Hay también quien cree que resucitó al tercer día, y volverá a la tierra en carne mortal para hacer de las suyas.”
Juicios exagerados, los dos, e injustos - en cuanto a su padre, según veremos más en adelante -, pero nada equivocados. Porque Unamuno creía en ellos, creía en lo que decía, y sabía que La Mancha no existiría sin Don Quijote, ni Don Quijote sin España.
Tanto es así que, nada más enterarse, por la voz del bachiller Sansón Carrasco, que Don Quijote está volviendo a casa, todo el mundo se sosiega, al saberse bajo buen cobijo, amparado en sus sueños, soñados o por soñar.
(Fragmento del libro El Reloj de Don Quijote)