sábado, 17 de abril de 2010

Rumanía, veinte años después

Egeo está soñando con velas blancas...
Hechos y cifras a la vista justifican la opinión de los que consideran que, veinte años después haberse librado de la dictadura comunista, optando por una sociedad de bienestar económico y social, basada en los derechos universales del hombre y los valores consagrados de la democracia, Rumanía es el segundo país más pobre de la UE y el más corrupto que todos los demás, según los baremos al día.
Así las cosas – y así están, incluso mucho peor – sin mirar, de momento, los patios vecinos, cabe preguntarse uno: ¿por qué y cómo se había llegado, en tan poco tiempo, a tan desastrosa, alarmante situación? No antes de observar que tanto la pobreza como la corrupción son un producto genuino, fabricado durante estos veinte años de libertad sin muros, total y desparramada, tras los casi cincuenta de totalitarismo rojo, amurallado y reciclado - en su segunda mitad – en una de la más férreas dictaduras del Este europeo. La única derrocada por una sublevación espontánea del pueblo, que soñaba con volver a su tiempo historia y a su tierra patria.
Sublevación legitimada luego como revolución y, así consagrada y retransmitida en directo por todas las televisiones del mundo. La primera, en toda la historia de la humanidad, que se daba en directo. Que es así como la había visto, incrédula y estremecida, con la respiración entrecortada, subconscientemente asumiéndola. Incorporándose al enfrentamiento y al sacrificio, esperando y anhelando la victoria y prorrumpiendo, al final, en aplausos, saltando de sus sillas, abriendo las ventanas y saliendo a la calle para celebrar el triunfo como si fuera suyo propio.
...Nuestra revolución en vivo, con todo lo que ello supone, como en las películas, mas en vivo, consumida en aquellos mismísimos instantes, con las cámaras de televisión a quemarropa, enfocadas sobre edificios de verdad y no de cartón piedra; sobre cuerpos que se morían de verdad, no como en los filmes; cuerpos bajo los últimos estertores, brazos cortados por las orugas de los tanques, cual barcos sin remos. Adolescentes que, apenas arrimados, se salían de la vida; jóvenes plantados en la vida, derechos cual velas en los abetos navideños, encendidas e, imprevisiblemente, apagadas por el soplo de las balas; gente a mitad del camino, caída al lado de escombros, con las banderas rasgadas en las manos; nieves sucias, árboles astillados, con las coronas segadas por las ráfagas de las ametralladoras. Sangre, oriflamas recogidas en las arterias congeladas por el frío de diciembre y la muerte violenta sin estaciones.
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Luego, el silencio tras la tempestad. Espacio huérfano de tiempo. Y los rumanos cuidando la victoria en el azul celeste de la esperanza. Y ahora, a veinte años de aquellas orillas, las señas negras de la desventura, ondeando en los mástiles rotos de la esperanza naufragada. Un cuarto de la población activa del país, fuera de sus fronteras. Cuatro millones de emigrantes rumanos enrolados en los regimientos del proletariado errante; la nueva clase social del tercer milenio, formada para sacar de apuros el capitalismo. Más: la mitad de los restantes – nueve millones de rumanos – bajo el umbral de la pobreza más negra que un cuervo. Y yo, recordando la primera pregunta, para plantear la segunda: ¿se conoce, hasta ahora, en la historia de la humanidad, un pueblo que se haya sublevado para vivir peor de cómo vivía? Más en concreto: ¿habría, en este mundo, un ser humano, en la plenitud de sus facultades, que no tiene donde caerse muerto, dispuesto a sacrificarse para disfrutar de mas infortunios?
Ignorando el contenido real de los acontecimientos de aquel diciembre de 1989 y de los siguientes años, toda explicación de la pobreza y la corrupción rumanas resulta incompleta. Porque, por exactas que sean, las dos negras valoraciones no expresan toda la verdad. Hay más verdades, determinantes para los males que nos acosan, que no se sopesan cuando se trata de asuntos así, donde importan las explicaciones, pero más las soluciones para las dos lacras. Que no son las únicas malas hierbas, ni podrán ser erradicadas con brujerías, puesto que, bien profundas, sus raíces están cuidadas con mucho apego por los políticos de hoy, los peores conocidos por Rumanía jamás.
La Maga Corrupción comienza con ellos y la Suprema Pobreza, abatida sobre los rumanos, es fruto de sus desalmadas actuaciones, impulsadas y sostenidas por los que han saqueado el país como si de una colonia se tratara, arruinándole. Una rapiña a cielo abierto, vergüenza de un capitalismo desmedido, reasentado en el Este europeo como economía de mercado libre. Un disfraz para su indecencia moral y política, puesto que, al agotarse sus incuestionables méritos, recurre a todas las artimañas para erguirse en policía, fiscal, juez, banquero y, al mismo tiempo, defensor de todo el globo terrestre.
La conspiración de los endriagos
Todo el quid de la tragedia de Rumanía reside en la honradez de reconocer y aceptar que la revolución de diciembre no ha sido tal; tal y como se haya dado en directo, sino la sublevación en sí, sincera y espontánea, más una conspiración tramada e instrumentada allende sus fronteras, en los edificios sin ventanas del espionaje mundial y en los salones de lujo, acorazados cual submarinos, de las grandes finanzas.
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Una conspiración ideada por los endriagos de la nueva ideología financiera, respaldada y abastecida desde dentro por una cuadrilla de insatisfechos, hipócritas de profesión, falsos disidentes, vende-patrias, fracasados por vocación, chanchulleros políticos, tramperos, trepadores sociales y malandrines de toda clase.
Sé que para muchos, esta afirmación representa, al menos un extravío y un gran disparate. Sé que los políticos y los que viven bien, mejor que nunca, felices e inconcientes, me saldrán al paso, indignados; preparados para liquidarme, como lo han intentado varias veces. Sé que, de entre los protagonistas y participantes directos en aquellos eventos, algunos me van a decir que defiendo una aberración, la misma, y la última, sostenida por Ceausescu antes de desaparecer en una tumba, que no sabemos hasta hoy dónde se encuentra. Y no serán pocos los que me advertirán que me contradigo, acusándome de traidor de la causa. Son los únicos que me preocupan. Porque sé que no es nada fácil vivir cultivando un mito que se te desmorona en el momento menos pensado. Peor todavía, puesto que, implícitamente, descubres que has actuado por una causa ajena a la tuya, a tu cultura, y totalmente adversa a tu ideal, que no podría ser otro que el de tu pueblo.
Sí confieso que, al principio, yo también he cultivado este mito, y así lo he dicho en los editoriales que venía publicando, día a día, en un periódico de cuyo nombre no quiero acordarme, pero me acuerdo que tenía 2.300.000 copias y unos 7 millones de lectores diarios. No me arrepiento. En aquel interlunio, cuando la gente trataba de volver a su vida, a conciencia de que será diferente a la que había vivido, necesitaba saber que iba bien y que el sacrificio no había sido inútil. Y yo sentía que podría decirle hacia dónde y cómo caminar. Cautivado por la irrepetible cohesión nacional – nunca se repetirá algo así – y por la insospechada solidaridad humana. Avalanchas de trenes que llegaban de toda Europa cargados con alimentos, fármacos, ropa y equipos médicos.
Más allá de sincera, en los nuevos comienzos, considero que mi equivocación ha sido benéfica y fértil. Luego, al darme cuenta que no todo era como había creído, sino peor de lo que podría uno imaginarse, he reconocido públicamente mi desacierto, evitando que se convirtiera en un error, sin posibilidad ninguna de enderezarlo.
Mi decisión de abandonar ese camino, no ha sido una a lo ligera. Sabía que me hallaba en una encrucijada, última para mí; pero no sabía que habrá de ser, definitiva también, para el mundo que me había tocado vivir. Ni barruntaba siquiera que Rumanía había sido el país elegido para abrir la zanja.
(Fragmento)