toda la noche, el cual hizo retroceder el mar y lo dejó seco Y se dividieron las aguas.
(Éxodo, 14,21)
Siempre cuando me entero de un nuevo delito cometido por los inmigrantes rumanos en España – u otros países -, me fijo en los pormenores menos valorados por los periodistas, pero que, en mi opinión, son imprescindibles para el retrato de los sujetos, presuntos autores de algún que otro suceso fuera de la ley y buena convivencia.
Últimamente, tales indeseados eventos abarcan más lugares y, todavía peor, el modus operandi se ha diversificado tanto que, mientras las pesquisas policiales siguen navegando sin brújula en un mar de asombros, yo llegaré a conocer el nombre de los más recónditos asentamientos chabolistas y de las más apartadas pedanías.
Reacción lógica, pareja a la inseguridad ciudadana, ha saltado la alarma social, el rechazo y las protestas contra los merodeadores foráneos, con manifestaciones en la calle, pancartas xenófobas y pasquines racistas colgados en Internet por niños precoces, temerosos que se les va a reventar la hucha de las ilusiones equivocadas.
Equivocado también, un sentimiento antirrumano aviva las brasas frías de la intolerancia y deja que un inmigrante dudoso se queme a lo bonzo, sin que nadie le quitase la botella de gasolina o las cerillas. Degradante espectáculo presenciado, en Castellón, por guardias de seguridad, foto-reporteros, cámaras de televisión, más los transeúntes ocasionales, los papahuevos de siempre. Noticia de primera para varios diarios locales y nacionales, ampliada en las páginas interiores y acogida con prontitud por otros periódicos europeos, aficionados a semejantes “fiestas”, sobre todo cuando se trata de inmigrantes, de manera especial de inmigrantes rumanos. Y eso, porque desde hace algún tiempo, dicen, los rumanos andan por doquier, y, según esta prensa color del interesado, cometen a ritmo apretado toda clase de infracciones y delitos.
Intrépidos e imaginativos, cuando La Unión Europea ha recibido a Rumanía entre sus socios, ellos ya estaban dentro, abriendo por sí solos las Puertas de Schengen, entre estas las de España; menos resistentes a las pateras de ruedas que siguen cruzando los Pirineos como si fueran los valles acogedores de los Cárpatos.
Pueblo de pastores, de un tiempo sin historia (1), y ahora, con historia pero sin el ganado ovejuno, vueltos por los caminos de sus ancestros, como rebaños ellos mismos, cambiando las llanuras por las estepas de asfalto y la trashumancia por la inmigración. Pastores todos jóvenes. Porque las nuevas cañadas son largas, de muchas aduanas, y los de más edad se quedan en casa, con sus soledades, cuidando la ausencia de los que parten, empujados por la miseria material y moral que se ha adueñado del país.
Pueblo vigoroso y temerario, puesto que, salvadas las colinas dináricas, a los puestos en camino no les ha parado el paso ni los Alpes, ni los Apeninos, ni las peñas cantábricas; muchos de ellos asentándose en las campiñas italianas y las mesetas ibéricas, engañados por el espejismo de revivir, bajo otros cielos, los horizontes primigenios. Ilusiones; baladas pastorales pulverizadas en los cuatro vientos por los saqueadores del patrimonio económico del país. Autóctonos y advenedizos, bendecidos por organismos internacionales, y emulados por las finanzas mundiales y compañías multinacionales. Los quebrantahuesos que adoran el tuétano y saben cómo encontrarlo.
La mirada aciaga de la globalización
Existe – y sé que no me equivoco -, en el comportamiento de los rumanos, una actitud reservada, de no incomodar a nadie y de ser oportunos sin ostentar méritos. Rescoldo de la trashumancia que perdura. Tal la he vivido siempre, sin saberlo, y la he reconocido luego, durante cinco años, cuando como Embajador de Rumanía en España -1992-1997 -, me encontraba con situaciones que reclamaban mi presencia oficial.
A la altura de aquellos años, en España había unos 4 mil rumanos, pero muchos otros forzaban las fronteras, preocupando a las autoridades que no sabían cómo actuar.
Y he sido yo quien ha negociado y suscrito, en 1994, El Acuerdo de Readmisión como medida de prevención e instrumento bilateral para eventuales expulsiones.
No podía imaginarme que llegará – y ha llegado – un tiempo cuando, viviendo mi propia “trashumancia”, me encontraré a diario con noticias sobre la mala conducta de mis inmigrantes; ni pensaba que veré desfilando por las calles pancartas - ¡Fuera los rumanos! ¡No al incivismo! ¡No somos racistas! - hipócritamente democráticas. Tampoco creía que las escopetas españolas tuviesen tal puntería que, incluso caídas al suelo y a oscuras, siguen descargando plomo certero en las vértebras de los rumanos (2).
Ni por asomo pensaba que el Acuerdo de readmisión serviría también para la expulsión de los 16 muertos en la masacre terrorista de Atocha. Todos irregulares, devueltos al país con papeles en regla. Como los 96 heridos, que así han conseguido – no todos - documentos de residencia. Aunque todos madrugaban para llegar a Madrid a trabajar, mientras los que se dedican a robos y atracos suelen dormir a las horas del alba.
Explicaciones – nunca motivaciones – para los malhechores existen: en España, según la estadística siempre movediza, hay 670.000 rumanos (3), llegados en busca de una vida mejor y, entre éstos, no faltan los que se la encuentran por los caminos de la deshonra. Descarriados de toda clase, cuyos actos delictivos trituran la confianza en la buena conducta de los demás y mancillan la imagen de todo un pueblo.
Hablo de la imagen real y verdadera, que tiene poco que ver con la que circula allende los confines, desfigurada por el desconocimiento - que es mucho -, o retocada a conciencia interesada, que no es poca. Hablo de la imagen que siento como mi propio rostro que, bajo bocetos del tiempo, conserva sin alterar los trazos originales.
Más allá de la fomentada por ellos mismos, la mala fama de los rumanos viene precedida por la falsa imagen del país, la cual tiene más manantiales que los ríos de la mitología griega. Entre estos - hay que decirlo de una vez por todas - los de más caudal brotan de la dictadura comunista – que no ha sido nuestra voluntad – y, paradoja e injusticia de la historia, de su derrocamiento – que sí lo hemos logrado. Venéreos que ponen en peligro el futuro del país, donde la emigración es consecuencia inmediata, pero no última de las que nos azotan bajo la mirada aciaga de la globalización.
(extracto del libro con el mismo título)