domingo, 26 de junio de 2011






Fanus Neagu

Dincolo de nisipuri

Miguel Ángel Asturias

Más alla de las arenas

Corría el año de la terrible sequía de 1946... Desde hacía cuatro días, Sustero no tenía ni una pizca de ta­baco. .. hasta que una tarde, desesperado por fumar, arrancó un puñado de hojas de hiedra, de las ramas rese­cas que revestían el muro de la casa, las aplastó entre los dedos y llenó con ellas su pipa. Tenía los ojos hin­chados de sueño porque aunque era más de mediodía, acababa de salir de la cama.

"¡Demonios!" pensó, "se pierde uno la noche en un velorio y después se necesitan dos días para recuperarse".

Ni su mujer, ni su suegra, ni sus hijos estaban en la casa. "Deben haber ido a buscar algo que comer, pensó, y andarán dispersos por la aldea." Salió al camino, flaco, bajito, con la camisa colgándole fuera de los pantalones. Sentía unos deseos locos de comerse una planta de lechuga ... mientras dormía soñó que su huerta había rever­decido como en los buenos años. Después hacía ya dos veranos que duraba esa terrible sequía y nunca se des­pertaba sin que se le repitiera ese deseo... un deseo de comer algo inalcanzable...

"Se diría que los sueños nacen en el estómago, pensaba, y que suben a morir a nuestra boca. Casi sería mejor que el hombre no soñara..."

-¡Eh, tú, Sustero, déjame echar una pitada, una sola! Era el chantre de la aldea, quien lo interpelaba. La gente decía que el hambre lo había trastornado. Se pasaba el día entero al borde de un foso, con los pies doblados, mascando cuando podía un pedazo de acedera, contemplando el cielo sin nubes, repitiendo invariablemente las mismas palabras de un libro de oraciones: "Oh, tu Señor que “duermes en un bosque de laureles..."

—¡Ve viejo, no es tabaco! le contestó Sustero, es una mala hierba y rasca el gaznate. Y se quedó mirando a lo lejos sobre el camino.. . Una mujer frente a la alcal­día recogía boñigas en una carretilla, para adobar la te­rraza de tierra removida de la casa. Bajo la acacia cerca del puente blanqueado de cal, un perro se sacudía las pulgas. En la casa del herrero estaban herrando un ca­ballo. El viento traía un olor de cascos quemados.

Sustero se dirigió lentamente hacia el rincón del cer­cado y empezó a descender hacia el río. Se detuvo frente a las hondonadas, por las que en el pasado bajaba el agua hasta su huerta. Ahora estaban resecas. Hasta el fango que había en el fondo se había secado y la tierra se veía cuarteada. Todo el lecho del río se extendía a lo lejos como una gigantesca oruga grisácea. Sólo la are­na y las manchas amarillentas de la gleba endurecida brillaban bajo el sol. Raíces podridas colgaban del pa­redón pedregoso del lecho del río que daba sobre la aldea. En la ribera opuesta, hacia la pradera, el euforbio se veía enroscado y seco por el calor.

Sobre un montículo de tierra, cerca de un matorral espinoso y negro, saltó una marmota.

A lo lejos, sobre la cima lejana, se veía un hombre a caballo.

Arañando la tierra con el pie, Sustero marcó una cruz, la observó un rato y se puso a reír.. . Cuando era niño, creía que donde uno grababa una cruz sobre la tierra, debajo borboteaba una fuente... ¡Tonterías de juventud! Todos los años en la primera semana de primavera iba a los prados con una azada para arrancar narcisos de las nieves. Ahora le parecía verlos: blancos entre sus hojitas, como dos gotas de leche derramadas de un jarro, y él precipitándose para cogerlos todos. Su madre le decía cuando lo veía partir: "Cuantos narcisos de las nieves recojas, tantos serán nuestra pollada...." Y él lo creía. ..

El jinete que apercibió a lo lejos sobre la colina se acercaba a la aldea en desenfrenado galope. "Está loco, pensó Sustero, haciéndole señas con las manos, si sigue en ese tren va a matar al caballo antes de llegar al puente."

Pero el jinete, al verlo, dirigió su cabalgadura hacia él y haciéndole señas hacia atrás con los brazos le gritó que el arroyo bajaba.. .

—Llovió en la montaña y el río baja... ¡El Buzău está bajando!. .

Sustero sintió por un instante que había perdido la razón, no alcanzaba a comprender las palabras que es­cuchaba y tardó unos minutos en volver en sí, mientras el otro ya estaba bien lejos, perdiéndose entre las arca­das del puente pintado de rojo y desapareciendo en la lejanía como un fantasma, entre el chisporroteo del agua de los muertos.

Sustero se sentó, examinó un largo rato, con la mirada afiebrada el alto lecho del río a lo largo de la ribera que subía y le pareció sentir el frescor del agua que bajaba de la montaña y que le golpeaba la cara. Recién enton­ces saltó la hondonada y fue a toda carrera hacia el puen­te, trepando hasta lo alto, con la respiración en un hilo. Una manga de su camisa, empapada de sudor, colgaba arrancada de su hombro, suspendida a su puño como un vendaje deshecho. La arrancó y la tiró lejos. En ese momento el chantre se le acercó, defendiéndose de las moscas con una rama de acacia.

—¡Oye, chantre, le gritó Sustero, el río está bajando! Voy a poner la barca en el agua y a limpiar las hondo­nadas. ¡Dentro de una semana comeremos lechugas!

Media hora después, Sustero había sacado la barca del cobertizo y la arrastraba sobre el polvo de la callejuela, hasta la otra ribera del arroyo. En ese tiempo las cam­panas de la iglesia se pusieron a sonar. ¡Din! ¡Don! ¡Din! ¡Don!, hace la pequeña, ¡Ban! ¡Ban!, hace la gran­de... ¡No era que llamaran al Ángelus! Sólo sonaban el Ángelus cuando había gran asamblea religiosa. Toda la aldea corrió al borde del río cuando las campanas se echaron a sonar. Los hombres se lanzaban sobre los montones de tierra que tapaban la entrada de las fosas y hondonadas y con picos y palas las deshacían.

Las mujeres no bajan... Ellas se han reunido en un bosquecillo oscuro sobre la ladera, rodeadas de sus hijos, porque las aguas en su violenta crecida podrían arrastrarlos para siempre. Se tiene esa creencia que el agua cuando se arranca de la montaña y desciende hacia el valle, va empujada por un viento maligno como ese que hiela la tierra, y los hombres se espantan de antemano, como bestias indefensas cuando sienten que el pesado invierno se acerca. Dos de entre ellas han hecho rodar una gran piedra, grande como un tronco, para que esté en la orilla donde lavaran la ropa. Más lejos, un viejo tiende sus anzuelos con largas cuerdas y los ata a un poste que se halla al borde del río. De cada anzuelo queda colgando un gusano de tierra, como cebo. En otra parte, una muchacha se peina, deshechos sus cabellos castaños bajo la luz del sol, y entona una melancó­lica canción, triste como un lamento. Los hombres no se detienen un momento, mientras trabajan se recogen los pantalones por encima de sus rodillas, para no mojar­los cuando el agua llegue. Es todo lo que poseen; esas ropas con que están vestidos, sus otros harapos ya los han cambiado tiempo ha, por un poco de harina de maíz, a los kulaks y a los molineros de las aldeas de la mon­taña alta.

Cuando ha terminado de limpiar su fosa, Sustero va a casa de su vecino a pedirle un poco de tabaco. Le dieron tanto que tenía con que llenar dos veces por lo menos su pipa. Detrás de él estaba el chantre. Sustero le dejó echar unas pitadas, después se alejó, caminando sobre el borde del lecho del río, tirando de su camisa para cu­brirse el brazo desnudo quemado por el sol. Cuando vio al viejo que ponía sus anzuelos, rojo de cólera le gritó que los quitara, sólo conseguiría asustar a los peces, el primer día.

—¡Basta, ya entendí, no grites tanto!, le dijo tranquila­mente el viejo. En vez de vociferar piensa que los peces vienen sólo con la creciente. El río tendrá que llegar has­ta el Siret y recién después los peces vendrán por aquí.

—Tienes razón, se excusó Sustero, lo había olvidado, puedes dejar tus anzuelos.

—Sí, los dejo, agregó el viejo, quien sabe, puede que algún tonto caiga. En este foso pesqué una vez un silu­ro tan grande como un cerdo.

—Bueno, ponte al trabajo y sácalos, volvió a replicar Sustero, de nuevo exaltado. ¡Basta de discusiones!

Empezaba a anochecer. El sol desaparecía en el hori­zonte. Las gentes, siempre al borde del río, esperaban, pero empezaban a impacientarse. En algunos lugares las mujeres habían encendido fogatas. Anochecía. Los hom­bres interrogaron a Sustero:

—¿Por qué no baja el río? ¿Por qué no vemos el agua?

—No la vemos, dijo Sustero, sentado en el borde de su barca, pero podemos oírla. ¡Peguen la oreja a la tie­rra y escuchen!

Cinco hombres se tendieron enseguida sobre el suelo. Sustero ordenó a las mujeres que callaran, su charla im­pedía oír, y se tiró junto a los cinco. Nada... La tierra, profundamente reseca, permanecía silenciosa. Las gran­des piedras no tienen voz. Los que estaban de pie espe­raban rígidos, inmóviles, los ojos brillantes, parecían salírseles de las órbitas. Sus barbas azuladas por el frío, como una mermelada de ciruelas, les daba un aspecto temible. Sustero se incorporó lentamente.

—Hace un rato se oía, murmuró. Era como un gruñido que venía de lejos... De pronto una idea le pasó por la mente. Esperen, dijo, quien sabe si los molineros de las aldeas del norte no nos hayan cortado el agua. Esos ladrones de molineros se habrán reunido para cavar gran­des fosas y el agua debe correr ahora en sus estanques. No llegará aquí con nosotros ni dentro de una semana, si no vamos a exigírsela.

Los hombres se observaban uno a otro en silencio. Sus­tero parecía tener razón. Recordaron que los molineros les habían creado cada año dificultades con el agua.

—Nos compraron nuestras ropas viejas por nada, nos dejaron desnudos, dijo Sustero, y ahora nos cortan el agua.

Abandonaron las herramientas que habían traído con ellos y se precipitaron a tomar sus caballos. Debían ha­cer bajar el agua, que si no iban todos a perecer.

En menos de un cuarto de hora se formó una caravana de veinte jinetes. Los que quedaron sobre las riberas, les gritaron que llevaran con ellos hachas y picas. Imagina­ban que iban a tener que pelear. Sustero apresuró el caballo espoleándolo y la caravana montada se puso en marcha, dispersos al principio, y después apretándose como una unidad de caballería en espera de la señal de ataque. El camino era difícil. Los cascos se hundían en la arena. Un caballo tropezó y relinchó. Su jinete le dio un golpe en la cabeza. Frente a ellos la luna se alzaba, ama­rillenta y arrugada como la cara de una vieja mujer. La arena de tan seca echaba chispas. El camino, blanqueado como de nácar, parecía terminar en la luna. O tal vez era la luna la que bajaba a hundirse en el fondo del lecho seco del arroyo. Sustero seguía a la cabeza de la cara­vana. Las aldeas situadas al norte estaban muy lejanas. Para llegar a la más próxima, aun yendo directamente, so precisaba una hora. Los jinetes no se apartaban de la ribera, siguiendo un camino lleno de vueltas. No llevaban recorrida la mitad de la distancia, cuando dos caballos, agotados de fatiga, debilitados por el hambre, cayeron y cerraron los ojos para siempre. Los jinetes se detuvieron y los arrastraron hasta depositarlos en la orilla.

- Quítenles el cuero aquí mismo, dijo Sustero a sus dueños pero no dejen caer sus carroñas abajo, para no ensuciar el agua que va a venir.

La tropa menos numerosa avanzó lentamente bajo el alto e implacable cielo azul, llevando frente a ellos, sobre la cresta de una colina desnuda, la cara de la luna.

A derecha e izquierda no se veía ninguna luz. La lla­nura exhalaba un aliento cálido, después del ardiente calor de la hoguera del día, que hacía transpirar a los caballos a tal punto que podía recogerse la espuma de sus ancas, con la palma de la mano. Los jinetes los espolea­ban persistentemente, a veces, además, les golpeaban sua­vemente sobre el hocico, otras los azuzaban con gruñi­dos, sin faltar los que les azotaban las ancas con los cabos de las picas.

Llegaren al primer molino, construido sobre una pe­queña colina desierta. El estanque cavado frente a él estaba vacío. Continuaron su camino. Pensaron que el agua había sido cortada más arriba. Algunos de ellos, unos siete, descabalgaron y se echaron a caminar a pie al lado de sus caballos. Los que marchaban adelante, al darse cuenta que los habían perdido, empezaron a trotar hasta llegar a un rincón de la costa del río, donde empe­zaba un bosque de álamos extendido en una estrecha lengua de tierra. Más lejos Sustero detuvo bruscamente su caballo, pequeño y peludo, y empezó a echar cuentas. Junto a él estaba la mitad del grupo y hasta la aldea vecina, según sus cálculos, debían cabalgar todavía una hora, sino más.

Poco antes de medianoche, el grupo de jinetes llegó al segundo molino. Lo divisaron desde lejos. Estaba oculto entre viejos sauces, con su techo puntiagudo cubierto de tejas.

A un lado, sobre un talud, una casa con falsas ventanas. Una multitud de patos cruzó por encima de ellos chillando y se perdió en la llanura.

—Vienen del estanque, gritó Sustero, se han estado bañando allí hasta ahora.

Los hombres colocaron sus caballos uno junto a otro y apretaron las hachas sobre sus pechos. El lecho del río torcía bruscamente hacia la derecha, para regresar, un-i centena de pasos más lejos, hacia la izquierda, atrave­sando la pradera. Todos echaron sus caballos al galopo sobre la ribera abrupta hasta llegar a la exclusa donde se apearon.

El estanque, como el anterior, estaba vacío, y las ace­quias llenas de tierra hasta la mitad. Ni una gota de agua alrededor. Ellos no podían dar crédito a sus ojos. Vacilan­tes, atravesaron el puente que llevaba al molino. Un ternero, acostado sobre el sendero, balaba dormido. Un perro ladró desde la casa del molino. Oyeron también una tos seca, ahogada. Y el ruido de los cerrojos. El dueño de casa se había asustado. Los tomaba por ladrones. Volvie­ron a montar sus caballos, sin pronunciar una sola pa­labra.

Sustero fue el primero en romper el silencio:

—No son éstos los que han cortado el agua, dijo. Si no más arriba, en los otros molinos. Es allí que hay que ir.

Cuatro jinetes jóvenes se destacaron del grupo y se detuvieron en la parte baja de la desembocadura. Sus hachas les colgaban de la cintura.

Los otros acompañaron a Sustero, hasta un lugar en que el lecho del río se extendía recto hacia adelante, como una lengua de tiza que no tenía fin. Estos también al lle­gar aquí lo abandonaron. Sustero no los llamó. Miraba la luna que se iba perdiendo detrás de la cresta de la misma colina, levantó el brazo desnudo y golpeó con las bridas el pescuezo del caballo. Seguía oliendo frente a él, cada vez más arriba, la frescura del agua.