martes, 5 de julio de 2011






GALA GALACTION






GALA GALACTION nació en Didesti-Teleorman, el 16 de abril de 1879. Cursó la primaria en su pueblo y el bachillerato en el famoso liceo «Sfintul Sava» de Bucarest, donde traba amistad con Tudor Arghezi y N. D. Cocea. Para quedarse todo el tiempo al lado del primero, Galaction dejó perder un curso escolar, ya que Arghezi era un año menor.

Estudió letras y filosofía solamente un año (1898), pues al pasar por una gran crisis espiritual ingresó como estudiante de la Facultad de Teología. En 1903 termina los estudios y prepara su doctorado en teología en la ciudad de Cernăuţi-Moldavia.

Mientras tanto publica sus primeros trabajos literarios, elogiados por la crítica de aquel entonces y por algunos escritores amigos. La amistad con Arghezi, Cocea y otros le lleva hacia los primeros círculos políticos socialistas. En todo su desarrollo su obra quedará marcada desde ahora por una aguda observación social de acento crítico y por el esfuerzo de encontrar la salvación del alma a través de la paz cristiana. Sus primeros cuentos y relatosDesde nosotros a Cladova, En el bosque de Cotoşmeana, Gloria Constantini, Junto al agua de Vodislavasiguen la línea tradicional de la narrativa rural y se destacan por la densidad de hechos y costumbres, muchos de ellos de una clara fuente mítica. Catedrático (1926) de la Facultad de Teología (Exégesis del Nuevo Testamento y enseñanza del idioma hebraico), Gala Galaction es el traductor de la Biblia y las Sagradas escrituras. Muere en 1961.
Libros principales:
A las orillas del mar (1916), Otoños de otrora (1924), Roxana (1930), Las babuchas de Mahumd (1932), Encricijada de los siglos (1935)

Reproduzco ahí uno de sus cuentos, tal como figura en mi libro Narrativa rumana contemporánea, publicado por Alianza Editorial- Madrid,1974.


En el bosque de Cotosmeana


La feria de Râureni había sido rica, aquel año, como no lo era desde hacía mucho, pues todos los frutos del país se habían agotado y seguían en gran aprecio. Conque, los mercaderes de allende y aquende el río Olt, después de haber cargado multitud de carros, tirados por seis y hasta por diez caballos, habían tomado el camino de Râureni. Todo el mes de agosto, por los caminos polvo­rientos corrieron los carros altos y rellenos hasta el toldo, de modo que los dueños de Bucarest, Craiova, Slatina o Pites ti, sentados precisamente encima de todas las mer­cancías y que asomaban las cabezas por la boca del cobertizo, parecían criaturas de animalejos, en la boca de aquellos nidos cavados en los muros peñascosos de los barrancos escarpados. Que no sólo de nuestras tierras, sino también de allende las fronteras, de los huecos hún­garos y alemanes, salieron los mercaderes tan dados al oro y tan atrevidos. Y en las orillas del Olt, desde el río del Vado hasta Râureni, chirriaron, día tras día, los carros alemanes llenos de ropa, calzado, objetos caseros, diversos v diestros utensilios de artesanía, como tan sólo los ale­manes podían hacer. Hay que recordar que, en aquel entonces, las tierras rumanas seguían siempre con el ador­no de la medialuna, amarrado con cintas de acero en la frente, y por tanto, de las ciudades de Turnu Măgurele, de Giurgiu y de Calafat había llegado también multi­tud de mercachifles turcos. Eran éstos usureros, sobre todo, o vendían nada más que fruslerías muy caras, rosa­rios de ámbar y resina de ciprés, sortijas, pulseras, pen­dientes, chibuquíes, puñales y pistolas... y llegaban con sólo dos o tres caballos y la mercancía en alforjas. Claro que no se les podía echar de menos a los servios o a los búlgaros, ni tampoco al judío o al armenio. ¿Y los griegos...? Ah, los griegos se habían apoderado del país entero, y todos los advenedizos que había en la feria, por más que habían venido a vender limones o buñuelos, estaban ahora de servicio y se pavoneaban cual señores de toda la concurrencia, ostentando por aquí y por allí el yatagán de la autoridad, sin haberse quitado todavía el delantal manchado de aceite.

Todas estas gentes, de razas diversas y lenguas aún más diversas, acudieron para reunirse allí, a la orilla del Olt, y como en una caldera hirvieron todos los 25 días que abarca esta feria. Se vendió mucho y todo a buen precio: ganado y mieses, cualquier mercancía. Los mercaderes agotaron tejidos, menudencias, herramientas y latonería. Los del Vâlcea y de las comarcas lindantes vendieron lo que les sobraba en mieses y ganado. Los de riñón más fo­rrado atesoraron oro, mieles, mantequillas, mieses, da­majuanas de aguardiente y tonelillos de vino de Drăgăşani. Los taberneros y mercaderes (de los valles del Olt, el Olteţ, el Amaradia y el Jiu), hormigas del comercio, se azacanearon, se molieron y trajinaron durante los 25 días, bulto a bulto, en los caminos de este y al otro lado del Olt, todos aquellos carros vistosos, rellenos hasta el pico del toldo, sólo dejando la madera del carro, lo mismo que las hormigas cuando les cae preso uno que otro ciervo vo­lante, del que sólo dejan la piel después de haberle va­ciado las entrañas. Así permanecían huecos, en medio de la feria, estos grandes carros como animalejos roídos por las hormigas. Los de Vâlcea iban de regreso hacia sus po­blaciones, apretujadas unas en hondos valles, colgadas las otras en crestas de alcores, llevándose consigo las yuntas y los caballos comprados en la feria, los flamantes cintos con bolsillos portadores de puñales, con flautas, calderas, tajaderas y arados, también cosas sobrantes y abultadas, que habían empezado ya a tentar la vista y los sesos del buen cristiano.

Era a eso de finalizar la feria, pues los negocios habían culminado hacía ya tiempo. Sólo seguían vendiendo los taberneros, y por ser aquél el último día de la feria, la vida, que tanto tiempo había palpitado en Râureni, había vuelto a recogerse encarnizada y estaba espumajeando en las canciones, las juergas y los gritos, en las tabernas que no se habían dado por vencidas aún. En una de estas ta­bernas juergueábanse con tonadilleros unos diez merca­deres, que habían vendido todas las bebidas, los sayales y las pellizas, todos oriundos del valle de Olteţ o del Cerna. Tenían que irse dentro de una hora, compañeros hasta más allá del maldito bosque de Cotoşmana, y querían vol­ver a brindar una vez más, allá, debajo del cobertizo del Roşca, donde habían concluido felizmente tantos tratos ventajosos y habían empinado el codo en honor de unas compras tremendas sólo señaladas. Habían vendido toda la mercancía y cada uno había comprado lo que su oficio requería, para sustentarse todo un año hasta que se vol­viese a celebrar la feria de Râureni. Era a eso del medio­día y aunque el carro del otoño estaba a punto de entrar bajo los arcos turbios y lluviosos del cielo de octubre, el día resplandecía como si fuera uno de primavera y las riberas del Olt confundían en diestra mezcolanza lo verde y lo amarillo con lo rojo (de las cerezas). El sol caía lán­guido y dulce, alargando su mirada por encima del recin­to apacible ya de la feria y por entre los cobertores de las parras que despedían alegría y chillido de laúd, infun­diendo tristeza y pesares. ¡Era el postrero día de la feria y muchos de los que estaban brindando, augurándose salud y que vuelvan a encontrarse felizmente con motivo de la feria del año venidero, no habrán de alcanzarlo! Pero de los diez compañeros que estaban brindando en la taberna del Roşca, uno solamente pudo darse cuenta de la belleza y, sobre todo, de la tristeza del sol otoñal.

Era éste el más joven de ellos, el mozo Mantu Miu, te­jedor de estameña de Lădeşti del Cerna. Estaba triste, no bebía ni comía, desde antesdeayer le atormentaba un do­lor de cabeza, más o menos vivo, pero siempre cogido a sus sesos como un pulpo. Sospechaba padecer aojo y es­taba esperando sobre ascuas que terminara la juerga de los compañeros para enganchar los caballos y volver a la casa de su madre —muy mañosa en eso del desaojar. ¡Qué largo el camino de Lădeşti!, pues de Râureni hasta la desembocadura del Luncavăţ hay una posta, y de allá has­ta Lădeşti hay otra mayor. Habrá de estar en casa a eso de la medianoche, pero como los compañeros siguen brin­dando y demorándose, se va a alejar tanto Lădeşti que en­loquecerá él antes de alcanzarla. Es por eso que Mantu Miu estaba desabrido, la cabeza hinchada y el corazón pesaroso. El vaso seguía tan lleno como cuando se lo pusieron delante, y de la comida apenas si probó algo. Y tampoco los tonadilleros le resultaban tan buenos. Eran los mismos que hasta entonces, pero siempre que le duele a uno la cabeza ya no tiene ganas de oír tonadilleros.

—¡Eh, gitano, ven acá a cantarnos más! ¡Qué nos can­tamos el romance del Jianu, pues somos viajeros y esta­mos por dejar Râureni!

El famoso bandolero y sus hazañas andaban ahora en el violín y su romance hacía resonar todos los oteros de Oltenia. El príncipe le había concedido su perdón, hacía tiempo que Jianu había dejado de vivir como bandolero, quizá hubiese muerto, pero su nombre y su fantasma re­sucitaban —por las veredas que surcan los bosques— de cada hoja temblorosa en el viento. Cantaban el romance todos los hombres de pelo en pecho, lo deshilvanaban las cuerdas de todos los tonadilleros y lo escuchaba cariño­samente todo rumano. Sin embargo, cuando llegaba aque­llo de:

Y cada anochecer

despoja un mercader,

no alcanzan feria ilesos

los de bolsillos gruesos,

si era uno mercader y tenía que ir o marchar de Râureni, con el carro cargado de mercancía o la bolsa llena de oro, por más rumano que fuera y por mejor que supiera que Iancu ya es viejo y ha abandonado los disparates, casi sin quererlo recordaba por cuántos bosques había de pasar y decía para sus adentros: «Jianu dejó el bandolerismo, pero hay todavía mozos poco sesudos que no desaparecie­ron de los bosques, porque muda el lobo los dientes, y no las mientes...» Pero los compañeros de Mantu Miu eran tan bandoleros como mercaderes (salvo unos pocos que estaban o habían estado más entrenados en el bandoleris­mo que en la mercadería) y eran bastante numerosos y consumados en los negocios de mosquete, como para es­tremecerse al oír tales versos. Sólo Mantu Miu, como más joven y menos consumado, se acordaba vagamente en el vaho de su dolor de cabeza, del bosque de Cotoşmona, de unos hechos más antiguos, pasados en sus tinieblas.

Después de terminar los tonadilleros el romance del Jianu, otro compañero se levantó y les pidió que les can­taran el de «Toma Alimoş», y después de cantarles este también, otros dos pidieron a gritos que les cantaran el de «Kira Kiralina»,

/

tan garbosa y lozana //Kira, cara de manzana.

Cuando sólo faltaba un par de horas para la misa ves­pertina, los diez mercaderes recordaron los carros y man­daron a los criados y a los oficiales que engancharan y concluyeron la juerga, bañando en vino a los tonadilleros. Subieron a los carros y salieron, el uno arrojado sobre la mercancía, el otro más gallardo y más recto, según había bebido cada uno más o menos tragos y le permitían sus fuerzas. Tenían la suerte de que el cuidado de la mercan­cía, los carros y su conducción pesaba ahora sólo sobre los hombros de los criados y oficiales, puesto que por parte de los amos no era de esperarse. Mantu Miu, en la entereza de sus juicios, molido por el maldito dolor, encabezaba la ringlera de los carros, sentado en el suyo, a espaldas de su hermano, que estaba dando azotes y gritos.

El camino estaba lleno de carros y postillones, bestias y hombres, y el polvo se elevaba tan alto como los gritos y las canciones. Por un lado corría el Olt, entre las vegas allanadas y pardas, por el otro, en el crepúsculo de oro y llamaradas, culebreaban las viñas y los vergeles de ci­ruelos. Viajaron en sus carros los diez compañeros hasta la desembocadura del Luncavăţ, y de ahí tomaron el ca­mino de Dăeşti, cuesta arriba. Pero la noche no tardó en llegar y el bosque de Cotoşmana tampoco tardó en volver la suya aún más peligrosa.

Los amos despertaron entre las alforjas con abarcas, tabaco, algodones teñidos y adornos recamados... y de carro y carro tomaron la decisión de hacer alto en el bos­que. Mejor fuera hacerlo en Daeşti, pero lo mismo da el bosque de Cotoşmana, siempre que se lo sepa uno al dedillo y la noche se muestre benévola. Ahora bien, es verdad que el crepúsculo empezaba a engendrar allá arri­ba, entre las estrellas, unos bultos oscuros, pero no había ninguna señal que presagiase lluvia y la luna estaba en el último cuarto.

Florea Frâncu llamado «Espantapájaros», mesonero y bandolero del Olteţ, que conocía el bosque de Cotoşmana como la palma de su mano, escogió el sitio del alto y lo arregló. Lleváronse todos los carros a un claro y los ata­ron entre sí. Echaron trabas a los caballos y los soltaron a pacer, vigilados por los criados, en la vega de un ria­chuelo. Por los tres costados, el área del lugar estaba ro­deada por zarzales y matorrales, entretejidos hasta im­pedir franquearlos ni siquiera a un zorro. El único lado arriesgado era el que iba hacia la loma y el corazón del bosque, y allí fue donde Florea Frâncu, llamado «Espanta­pájaros», encendió un fuego que sus compañeros se apre­suraron a rodear. Los mozos tomaron algo para comer y se marcharon deprisa tras los caballos. Las llamas se levantaron violentas, hasta las ramas cargadas de hojas de la vieja encina en torno a la cual habían acampado; todo un carnero, hecho cecina, empezó a crepitar en la brasa. Vino y pan por fanegas, pues acababan de llegar de Râureni. Tampoco esta vez Mantu Miu pudo gozar de nada. El dolor de cabeza le había apretado y el pobre joven estaba despatarrado al pie del árbol y miraba sin apetito hacia sus compañeros que estaban engullendo con hambre canina.

Pero esta vez los compañeros ya no daban tantos gritos, ni tanto homenaje a la cuba. Cada uno, fusil en mano, co­mía sin derramar palabras, echando miradas, sospechosas, hacia los troncos sangrantes y mal agoreros. Solamente Florea Frâncu «Espantapájaros», viejo amigo del bosque de Cotoşmana, seguía cotorreando vivamente, como deba­jo del cobertizo del Rosca. Parecía hacer alto no en el bosque de Cotoşmana, sino en la casa de una manceba suya, de sus mocedades y valentías. Era a Mantu Miu a quien le resultaba más temible y malvado el bosque de Cotoşmana. El dolor de cabeza le llevaba de la cabeza el recuerdo de una noche, que siguió al sábado de difuntos, cuando, niño todavía, había acompañado a su madre al cementerio. El fuego, que las mujeres de la aldea habían encendido al pie del humilladero, para proporcionarse las ascuas que necesitaban cuando se incensaran los muertos, parecía ser la lumbre de esta noche, el de debajo de este árbol. Y las cruces que estaban sangrando en el cemen­terio, al amor de la pira encendida al lado del humillade­ro, eran espejos de estos troncos de encina, que daban fantasmadas y apagones, hasta lejos, muy lejos, en las sombras trémulas y llenas de espantos.

«¡Lo que nos acecharán las brujas y los ladrones más allá de la flor de la luz...!»

—¡Vaya un sitio para hacer alto, compadre Florea! Mejor fuera que no nos quedáramos entre estas cruces y sólo ver camino delante...

—¡Vaya, Mantu, que estás con la barriga hueca y el juicio aojado y por más que hicieras alto en los jardines del Turco, igual me vinieras con este antojo tuyo de los fantasmas! Oye, chico, todos estos robles y los carneros negros que acabas de ver dándose de cabezadas detrás de los troncos, me conocen hace cinco lustros.

¿Verdad, carneritos míos? ¡Beee! ¡Beee!...

«¡Beee!...», que le contestaban los carneros del bos­que; pero no se le podía ocurrir a «Espantapájaros» que precisamente allá, arribito, en la cumbre del bosque, detrás de los carneros, se estaba alargando los oídos un lobo forastero, errando a la buena de Dios por los mon­tes y las selvas del Vâlcea. Encendió «Espantapájaros» la pipa, imitáronle sus compañeros y Mantu Miu se quedó a solas con sus fantasmas y su jaqueca. «Espantapájaros» dio en contar unas historias graciosas, con mesoneras to­das encanto y amor y a Mantu Miu empezó a entrarle sueño. Con toda la historia de «Espantapájaros» el sueño no se pegó a los sesos de Mantu Miu como no se pega el agua al hierro rojo. En esto empezó a darle sueño a los demás. «Espantapájaros» se encargo de la vigilia. Los ocho se hicieron buenas camas alrededor del fuego y se durmieron a pierna suelta. A Mantu Miu, ¿qué se le an­tojó?, que encontraría mejor la llave del sueño si se le­vantaba de al lado del árbol y se acostaba en el carro, la cabeza en las traseras. Pero de dormir, ni hablar.

Florea Frâncu, «Espantapájaros», hundido en la belleza de sus recuerdos, y a solas en el corazón de Cotoşmana, a solas como en la terraza de su casa, se le adormeció la pipa en sus narices. Sólo seguían abiertos los ojos encen­didos por la fiebre de Mantu Miu y los cada vez más so­ñolientos de las ascuas. Al dar los gallos salvajes la media noche del bosque, la luna brotó de una nube y alumbró, con su luz de candil de cementerio, por encima de los carros del claro y los bosques arcanamente petrificados, Mantu Miu estaba de bruces, la frente en las cadenas frías de la trasera, la escopeta a su lado. Estaba de bruces pues parecíale que de este modo le apretaba menos la jaqueca y oía los zumbidos del bosque. Lo que oía no era más que prueba de su descanso entero. Unos cuantos gri­llos poetas tocaban a la luna subidos en los toldos. Unos cuantos pájaros, que sobrellevaban la maldición de dor­mirse de día y lamentarse de noche, se respondían de tanto en tanto por las bóvedas del bosque. El único ruido descomunal que alcanzaba los oídos de Miu, y sólo de vez en cuando, era el estrépito metálico de las trabas de los caballos que pacían en el valle...

Por fin, rendido él también por el poder del desmesu­rado silencio que señoreaba el antiguo bosque, encubrié­ronle por un trecho sus ojos todavía abiertos el todopo­deroso entumecimiento y olvido del sueño... Pero estremeciese y clavó los ojos en el tronco de la encina en que se había apoyado hace una hora.

Una alimaña con piel de zorro y tronco humano salía de la sombra del árbol, o sea de la mismísima encina... ¡Era un hombre! Aunque no se le veía muy bien la cabeza entre las ramas, brillaba, sin embargo, las cachas de unas pistolas que parecían cre­cerle de la piel y la escopeta de la mano izquierda —trai­cionados por las ascuas— siendo por lo tanto prueba sa­tisfactoria. Con la derecha incesaba y más incensaba, con un garrote nudoso y negro... ¡Despedía el incienso por encima de los compañeros adormecidos, desde allá arriba donde estaba! Mantu Miu preparó la escopeta por la tra­sera, tomó por blanco el pecho de la alimaña y disparó una carga para lobos. El bosque retumbó y bulló como el jarro que se quiebra en la brasa... Cuando el retumbe y el humo se desvanecieron, Mantu Miu vio las ascuas ba­rridas en dos haces y la alimaña con las piernas estiradas en el lugar mismo donde antes había estado la brasa. Ha­bía caído boca abajo, pasando con las narices por las bra­sas echándolas a ambos lados hasta parar en una zarza, mientras las piernas habían suplido a las ascuas. Era hom­bre, pues tenía gorro, que le había saltado muy lejos de la cabeza, pero era gorro hecho también de pieles de zorro y puntiagudo como la cabeza de un lucio: gorro de brujo. Los mozos del valle empezaron a ulular y dar voces: «¡jujú!, ¿qué clase de caza hubo...?»

Mantu se tiró del carro y se inclinó sobre sus compa­ñeros. «¿Se despertó el bosque entero y ellos ni se mue­ven...?» Pero los compañeros permanecían en su sueño de muerte. Sacudió a Florea «Espantapájaros». «¡Óyeme, compadre, levántate...!» Le movió, le sacudió, le dio un culatazo. ¡Ni por esas! Dirigióse hacia los demás, les em­pujó con la escopeta, con el pie, les pegó en las manos, en las espaldas. Todo era en balde. Todos permanecían como troncos, pero se veía muy bien que no estaban muertos sino dormidos —sueño encantado y envuelto en la red de un hechizo. Mantu Miu volvió hacia el bulto acribillado, que había pasado de bruces por entre los com­pañeros hasta pararse en las zarzas. La luna se derretía sobre el claro y el lindero del bosque en una luz insegura y atormentada, pues nube tras nube la alcanzaban y la envolvían en velos cada vez más negros. Pero en un mo­mento de luz clara Mantu pudo ver los brazos del bulto, saliendo de las zarzas, y advirtió que la mano derecha que hace poco estaba incensando, apretaba en vez de lo que le había parecido a él un garrote, una mano de muerto, negra, seca, con los dedos engarriados. Entonces Mantu Miu sintió erizársele debajo del gorro la piel y como un loco cogió una de las escopetas que yacían en el suelo para disparar contra las dos manos espeluznantes, como dos quimeras, muertas en el preciso momento de juntarse. Pero acababan ya de irrumpir en el claro los oficiales y los gañanes. Sin recobrar la palabra Mantu les señaló lo que no les podía decir. ¡La garra del pavor les apretó a todos en el corazón!

Había entre ellos uno que era más listo, picaro y bus­cón, sin par en toda la feria de Râureni. Después de oír éste todo lo ocurrido, le pidió a Mantu Miu, a la lumbre vuelta a encender, que actuase tal como lo había hecho el brujo. Miu se subió en el montón de ramas secas y se puso a incensar tal como había incensado el otro.

—¡Pon cuidado, tío Mantu! ¿Cómo hacía el otro los círculos, de la derecha a la izquierda, o de la izquierda a la derecha?

—¡De la izquierda a la derecha!

—¿Te has fijado bien? ¿Acaso no te equivocas?

—¡Cómo que me equivoco, Cotelichito! Casi lo veo: es así como giraba la mano.

—Quietos y fijaos...

Cotelici se fue hacia el brujo, le quitó la mano de muer­to y se subió en las raíces de la encina. «Tengo que po­nerme también el gorro del brujo», pensó el sutil Cotelici. El gorro en la cabeza, la mano de muerto en su mano de­recha, se incorporó pensativo en el lugar dicho. Debajo de la copa de la encina, a los pies de Cotelici, yacían y roncaban los nueve mercaderes más el brujo.

—¿Decías que de la izquierda a la derecha? Y ¿cuán­tas veces te pareció que incensaba?

—No sé cabalmente. Quizá haya dado unas treinta vueltas.

—Bueno.

Cotelici era el blanco de todas las miradas —misterioso y diabólico como verdadero brujo. Levantó la mano de­recha sobre los encantados conservando el gesto horro­roso, y empezó a incensar pausadamente desde la derecha hacia la izquierda, para deshilvanar del carrete hechizado el hilo del sueño infernal. Al cumplir unos veinte círculos, el hechizo empezó a desvanecerse. Los nueve adormecidos empezaron a dar manotazos y patadas a la vista de Mantu Miu, y los demás que les miraban con ojos saltones. Al to­car los treinta, Florea Frâncu, «Espantapájaros», se apoyó en los codos y miró aturdido a su alrededor. Al concluir los cuarenta, resucitaron todos los mercaderes. Cotelici dio un salto entre ellos, el gorro de zorro en mano iz­quierda, y la mano de muerto en su derecha, y gritó agu­damente:

—¡Ea, levantad, señores míos y dadle unas perras gordas a Cotelici! ¡Qué a no ser por él no habrían de embo­rracharse en la futura feria de Râureni!

Pero los mercaderes le dieron más, pues le regalaron la mitad del oro que encontraron en los bolsillos del cinto dei brujo.

El que más se admiró y se santiguó de todos fue Flo­rea Frincu, «Espantapájaros», al ver a la luz del día la alimaña matada por Mantu.

—¡Cosa del Malo! ¿Cuándo pariera Cotoşmana tal animal?

«Espantapájaros» tenía razón, pues Cotoşmana no po­día parir tal bestia. El animal era advenedizo por estos bosques y no se le podía conocer la tierra natal. Parecía ser húngaro o servio. Por debajo del sayal de piel de zorro que vestía, llevaba una ropa vieja como no había ninguna en aquel entonces en nuestro país. Más tarde se encontró por el bosque una aljaba; había en ella una botella de aguardiente extranjero, un poco de jamón y un cuaderno lleno con una letra que ningún pope de todo el valle del Cerna pudo leer. En resumen, parece que aquel desgra­ciado brujo había llegado a este bosque por casualidad o, quizás, engatusado por la fama de la feria de Râureni.

Ya se ve que sus hados habían querido que se le pudra la osamenta en el bosque de Cotoşmana, entre los dos riachuelos, que surcan presurosos cual serpientes el ca­mino y se pierden en valles y vegas bajo las copas en­tremezcladas de abedules y alisos, que mudaron varias veces hasta hoy. Le enterraron junto con la mano de muerto que le ayudaba a cuajar los hechizos, pero poco después irrumpió del sepulcro dejando en el suelo como un agujero ahuecado por serpiente. Los que estaban de paso lo vieron todo comprendieron, santiguándose, que la mano de muerto había cavado la tierra huyendo cual araña del infierno.

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