lunes, 18 de julio de 2011








CARTA DE BENITO JUÁREZ

A MAXIMILIANO

Respetable Señor,

Usted me envió, en forma privada, una carta fechada el 2 de las corrientes a bordo de ' 'La Novara " y mi carácter de persona cortés y respetable me impone la obligación de contestarle, aunque con precipitación y sin meditación (previa), ya, que, como muy justamente supone Usted, el importante y delicado cargo de presidente de la República absorbe todo mi tiempo, y a veces ni siquiera me deja disfrutar del descanso nocturno.
El charlatanismo francés trata de minar y destruir nuestra nacionalidad y yo que, por mis principios y mis jura­mentos, estoy llamado a sostener la integridad de la nación, su poder y su independencia, tengo que trabajar mucho y multiplicar mis esfuerzos para cumplir con la misión sagrada que la nación, en la plenitud de sus derechos, me ha encomendado. Sin embargo, me propongo contestar, bien que con brevedad, a los principales puntos de su carta.
Usted me dice que “renunciando a la sucesión de un trono en Europa, abandonando a su familia, a sus ami­go a sus propiedades, y lo que el hombre tiene de más entrañable, a su país, se vino con su esposa, Doña Carlota, a tierras lejanas y desconoci­das para obedecer a la «llamada es­pontánea» de una nación que cuenta con Usted para la prosperidad de su porvenir".
Admiro hasta cierto punto toda su generosidad, pero estoy muy sorpren­dido de encontrar en su carta este pasaje sobre la "llamada espontá­nea" porque habría creído que, cuando los traidores de mi país se presentaron bajo su propio riesgo en Miramar para ofrecerle la corona de México, con la adhesión de nueve o diez ciudades de la República, habría creído, digo, que Usted habrá vislum­brado en su conducta una farsa ridícula, indigna de la atención seria de un hombre honorable y distinguido. Como respuesta a tal absurdo, Usted exigió que el sufragio universal le hiciese co­nocer la libre expresión de la voluntad nacional. Esto significaba pedir lo im­posible; pero tal debía ser la petición de todo hombre honorable. ¡Cuál ha sido mi asombro al verle alcanzar el suelo mexicano sin que ninguna de las condiciones planteadas se hayan cumplido! ¿Cómo podría no extrañarme al verle aceptar la propia farsa de los traidores, adoptar su len­gua, condecorar y tomar a su servicio a bandidos tales como Márquez y Herrán y rodear a su persona esta peligrosa clase de la sociedad mexica­na?
Francamente hablando, me he equivocado totalmente porque creía y esperaba ver en Usted a Uno de estos organismos puros que la ambición no sabría corromper.
Me invita cordialmente a ir a México a donde va Usted también a que cele­bremos allí una conferencia en la cual deben tomar parte otros dirigentes mexicanos, hoy armados, cuyas fuer­zas se ocuparían de la segundad de nuestro viaje; me ofrece, como garan­tía, su fe conocida, su palabra y su honor. Me resulta imposible, señor, acceder a sus instancias; mis ocupa­ciones oficiales no me lo permiten. Pero ¿podría, incluso ejerciendo mis funciones públicas, aceptar tal invitación? No consideraría como una garantía suficiente la fe conocida, la palabra de honor de un agente de Napoleón, el perjuro; de un hombre cuya guarda está encomendada a los trai­dores mexicanos, de un hombre, en fin, que representa la causa de uno de los signatarios del Tratado de La Sole­dad. Conocemos ya, en América, el valor de esta fe pública, de esta pala­bra y de este honor; el pueblo francés conoce, asimismo, igual de bien, lo que valen los juramentos y las prome­sas de Napoleón..
Usted no duda, según me dice, de que de esta conferencia, en el caso de que la aceptase, deba resultar la paz y, junto con la paz, la felicidad de la nación mexicana; que el Imperio, al adquirir una categoría distinguida, tendrá derecho a contar, más tarde, con mis talentos y mi patriotismo para lograr el bien genera! Hay un hecho incontestable, señor, y es que la his­toria de nuestros días registrará el nombre de los grandes traidores que no cumplieron sus juramentos, sus palabras y sus promesas; que han traicionado a su propio partido, a sus principios e incluso a sus antecedentes y a todo lo que es más sagrado para el hombre de honor.
También es cierto que en estos diferentes casos de traición, el traidor se ha dejado guiar por la vil ambición de un poder cualquiera, y por el miserable deseo de satisfacer sus pasiones y sus vicios. Pero un hombre a quien se le encomienda el peso del cargo de Pre­sidente de la República, y que sale, como yo, de la oscuridad del pueblo, sucumbirá si la cordura de la provi­dencia lo ha decidido, pero cumpliendo con su deber hasta el último momento, respondiendo a las esperanzas de la nación y obedeciendo a las inspiracio­nes de su propia conciencia.
La falta de tiempo me obliga a aca­bar y añadiré una sola observación. Le está permitido al hombre, en ciertos momentos, atacar los derechos de su prójimo, apoderarse de sus bienes, amenazar la existencia de los que de­fienden a su patria, hacer parecer las virtudes de los otros como crímenes, hacer brillar sus propios crímenes como si fuesen virtudes, pero hay una cosa que no está al alcance de los hombres falsos y perversos y esta cosa es la terrible sentencia de la historia. Ella nos juzgará.

Traducción Darie Novãceanu, revisada por Jaime Labastida

Ilustración: Castillo de Chapultepec - Mural de Orozco; Benito Juárez;

Maximiliano; Napoleón III

R. Reservados los derechos