jueves, 31 de mayo de 2012

PAPELES CONTRA EL OLVIDO


Pedro Altares

A principios del diciembre de 2010 – si acaso os acordáis - , por entre el alboroto de los controladores del cielo, que habían dejado en tierra más de medio millón de pasajeros, y la revelación de papeles secretos que dejaba al desnudo la diplomacia estadounidense, democrática y globalizadora, los amigos de siempre han encontrado un hueco en la prensa del día para Pedro Altares que, justo un año antes, el 6 de diciembre de 2009, había dejado la Ribera de Manzanares, donde tenía su casa siempre abierta, cruzando las orillas oscuras del Aqueronte.
 Una partida en el amanecer – aunque no tenía prisa alguna -, cuando la luz acrecienta la esperanza. Y una ausencia que para, algunos – cuando las horas veloces – habrá de ser lo que es el olvido, y para otros presencia viva, insustituible. Por todo lo que ha sido y hecho, no solamente como excelso periodista de la Transición – época difícil, contradictoria, según él -, sino también como institución cultural e ideológica.
Verdad es que el día 3 de aquel diciembre, El Consejo de Ministros le había concedido La Medalla de la Orden del Mérito Constitucional, a título póstumo y, en esta ocasión, los amigos de siempre habían organizado un acto conmemorativo en El Circulo de Bellas Artes, donde Ana Belén, con su don mágico, ha desatado los manantiales de la nostalgia, los de la España camisa blanca.
Una manifestación de gratitud para sus labores vistas y menos vistas, que eran las más agobiantes. Pienso en sus Escritos en el aire y, sobre todo, en Cuadernos para el Diálogo, la revista que, desde su fundación – octubre de 1966 –, se había convertido en plataforma principal de debate intelectual y pensamiento político. Empresa donde, como secretario de redacción, al lado de Joaquín Ruiz Jiménez, abriendo ventanas hacia un futuro que se demoraba en llegar, Pedro Altares ha sabido encontrar un territorio común, integrador, para las más diferentes opciones políticas.
            Es así como se ha desenvuelto en la vida, sin tener enemigos, ni adversarios desleales. Algo impensable para la mayoría de los humanos, pero no para él, exigente  consigo mismo, comprensivo con los demás. La amistad, la bondad, la modestia y la sinceridad han sido los puntos cardinales de una existencia llevada a cabo sin sobresaltos, con ahínco y paciencia.
            Es así como le he conocido, sabiendo que, a partir de aquel instante, podré apoyarme como en un árbol que, bien plantado, disfrutaba del fluir del tiempo, siempre cuando lograba aprovecharle bien.
            Ha sido en Valencia, en el verano de 1987, cuando el Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que, evocando al Primero, habrá de convertirse, repentinamente, desde la ceremonia inaugural, en tribuna anticomunista a secas. Opción promovida, entre otros, por Jorge Semprún, vengativo con su propio pasado, y otros nombres más que prefiero no recordar.
            Único participante del Este – al tanto del asunto, los otros países hermanos habían declinado la invitación -, tenía que aguantar la tormenta que, en más de una intervención, iba dirigida a Rumanía y de modo expreso a Ceausescu, el futuro “sátrapa de los Cárpatos”, añorado hoy en día, al menos, por la mitad del pueblo rumano.
Tanto que los que me conocían – Octavio Paz, Carlos Barral, Manuel Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa, Francisco Brines, Antonio Senillosa Cross, etc. -  me miraban con un aire de compasión cómplice. Sobre todo, Ricardo Muñoz Suay, uno de los organizadores del evento. Buen conocedor del marxismo y su vertiente totalitarista, trataba de aliviarme las rachas frías: no te aflijas tanto. Tú no tienes culpa alguna. Más bien, podríamos decir que la culpa es de los que están hablando ahora de este modo. Han dormido en una cama y se han despertado en otra... Palabras que reconstruyo, recordándome su despacho en La Cinemateca, donde su aporte ha sido determinante.
            En tales circunstancias, se me ha acercado una azafata para decirme que me estaba buscando el señor Pedro Altares, de la Radio Nacional. Y allí estaba, en una mesa, al aire libre, bajo unos cuantos árboles, al borde del cauce seco del Turia, con una grabadora en función, conversando con una persona que yo había conocido años atrás, en Santiago de Chile. Eso sí, durante otro congreso de escritores – Neruda, Rulfo, Marechal, Onetti, Mario Monteforte, Llosa, Garmendia, Ángel Ramas, Marta Traba, etc. – mucho mejor que el de ahora. Gente de oficio, abierta a toda novedad, donde me había tocado  hablar sobre el realismo socialista, cuando Stalin aplastaba las estepas caucáseas y la hierba reverdecía bajo sus botas. Una provocación amistosa que venía de parte de Enrique Lhin. Estábamos en agosto de 1969, un año después de la invasión de Checoslovaquia por los blindados soviéticos y la mayoría de los comunistas chilenos – como Francisco Coloane – eran muy pro rusos, mientras nosotros los rumanos, que no habíamos ido a Praga, con nuestros soldados, como todos del “campo socialista”, recibíamos a Nixón en Bucarest, con medio millón de banderitas americanas.
            No he vacilado en contar lo que sabía y sentía – al estar Santiago de Chile tan lejos de Bucarest, creía que nadie se va a enterar de mi opinión... – he concluido con: es por ello, que yo, en lugar del realismo socialista prefiero un socialismo realista.
 Y ahora, en Valencia, Pedro Altares, como sí nos hubiésemos conocido de toda la vida: - Darío, me ha contado Jorge (era Jorge Edwards) lo del realismo socialista en Rumanía. ¿Cómo están las cosas ahora? Sé que has detestado el realismo socialista, defendiendo un socialismo realista. ¿Sigues en ello?
            Reconstruyo el diálogo, conservando los términos exactos: - Sí, soy partidario de lo imposible para quitarme de encima el peso de lo insoportable...
            Más que diálogo, ha sido una charla muy entretenida, ya que al terminar su programa en directo, Pedro ha apagado la grabadora y hemos hablado sin micrófonos. Todas las orillas eran suyas y remaba contento, con una naturaleza que he encontrado en muy poca gente. Conocía mejor que yo los libros de Cioran y Eliade – prohibidos en Rumanía -, al inevitable Drácula, el verdadero, y sabía mucho de dictaduras. Estaba interesado en el periodismo rumano, muy extrañado por las dos únicas horas diarias de la Televisión, dedicadas en gran parte a enaltecer la figura de Ceauşescu y su omnímoda esposa, Elena. No, no sintonizamos las televisiones vecinas. Solamente los que viven cerca de las fronteras disfrutan de ello. A Bucarest apenas llega la Televisión búlgara, pero muy mal, como una nevada espesa en las pantallas. Y esto con unas antenas  japonesas, con una varilla muy larga, de 24 elementos, difícil de anclar.
En esto, mirando a Jorge Edwards, Pedro quería saber si después de Valencia pasaré por Madrid. No dejes de buscarme para vernos con más tiempo.
Es así como he ido a su casa, en Ribera de Manzanares, donde todo era periodismo, el de la biblioteca – Quevedo, Jovellanos, Feijoo, Lara, Ortega y Gasset, Azorin, Unamuno, etc. – y el de día a día, un montón de nombres y renombres, amigos suyos con los cuales se comunicaba más a menudo. Más las videocasetes y discos de música a los cuales he añadido algunos de música rumana, descrubiendo que no eran los primeros, siendo un gran devorador de libros, películas y música, no sólo clásica. Más algún que otro objeto decorativo – recuerdos de sus viajes, como en México, durante Portillo – y juguetes raros, muñecos mecánicos o con música, con los cuales se divertía igual que Juan y Guillermo, sus dos hijos, fuertes, altos y buenos como los robles. En esto, el niño que llevaba dentro se revelaba a sus anchas, alegre y feliz.
Es así como, después de pasar por Torrecaballeros, su noble residencia rústica – era el día de San Pedro - he salido para Bucarest con tres amplificadores Televés, de diferentes frecuencias, más instrucciones, conexiones y enchufes de toda categoría. Algo totalmente desconocido en aquel entonces, en el mercado electrónico de Rumanía. Que es como sí he conseguido sintonizar la Televisión búlgara y durante la noche, con nubes propicias, hasta las de Grecia y Turquía.
Nada extraño: las primeras imágenes que prologaban la caída de Ceauşescu las hemos visto a través de las emisoras vecinas. Lo que habrá de alegrarle sobremanera a Pedro, cuando se lo había contado. Cerveza por medio y su cuento del 23 F. Alguien se acordará, recordándolo yo. Pedro se hallaba en el hemiciclo de los diputados, cubriendo la información al día. Y de pronto, los pistoletazos y ¡todos abajo! Y luego, en la Cafetería, donde uno de los camareros ha ofrecido café para todos... Apoyado en la barra, Pedro estaba tranquilo pero otros no, entre ellos un periodista del Mundo Obrero, muy preocupado por su vida, ya que su credencial lo delataba como de los comunistas. – Yo tenía dos  y así se le he dicho, invitándole a sentarse a mi lado. He sacado una, la había metido en la cajetilla de tabaco, bajo sus miradas, ofreciéndola para que cogiera un pitillo. El tonto ha tomado la cajetilla, la había mirado por las dos partes y me la había devuelto: - No, yo no fumo rubio...


No era fácil viajar a España. Una vez cada dos años, con invitación personal – el anfitrión cubría la estancia – y el comprobante de que tenías como mínimo 200 dólares. Más las excepciones, que he aprovechado siempre. Carlos Barral me había invitado para publicar Poesía rumana contemporánea, en su editorial (1972), Jaime Salinas para la antología Narrativa rumana contemporánea (Alianza Editorial, 1974). Además, y esto ha sido lo más importante, La Dirección General de Relaciones Culturales del MAAEE me ha concedido becas de estudio en tres ocasiones, la última de un trimestre entero.
En situaciones así, la Dirección de Pasaportes no ponía pegas. Contaba el papel con membrete, firma fecha y sello. A veces me lo inventaba: con el apoyo de José María Merino, Director General del Libro, he organizado una exposición del libro español en Rumanía. Por lo cual había hecho dos viajes. Uno en el otoño del 1988, cuando he traído unos 240 títulos de autores españoles vertidos al rumano, desde 1835 hasta la fecha. Y uno otro en febrero del siguiente, para cuidar el catálogo y montar la exposición en los Salones de la Biblioteca Nacional.
Pero esta vez el asunto habrá de complicarse: subiendo por Arenal hacia El  Sol, alguien me ha puesto una zancadilla con disculpas, casi abrazándome, y en el Metro, ya no tenía la cartera... Ni el pasaporte, ni otros documentos, ni los 200 dólares, que nunca los gastaba para tenerlos en una otra ocasión. Desesperado, he ido a ver a Pedro y éste, al llevarme a casa – me alojaba donde mi amigo poeta, Pío Serrano, en Escalinata -  y en el camino me ha entregado 200 dólares. De nada ha servido mi negativa. Me los ha metido a fuerza en el bolsillo, con las palabras apropiadas: Para que puedas volver...

Esto no lo hubiera hecho casi nadie de entre mis amigos españoles. Jamás y de ninguna manera, J. M. Caballero Bonald - pongo el ejemplo más significativo por miserable -, cuya amistad había cultivado desde el primer encuentro en Cuba (1968), a quien le había proporcionado un viaje a Rumania, a través de la Unión de Escritores, y le había acompañado a lo ancho y a lo largo del país, después de haber traducido y colocado en la mejor editorial nuestra, Eminescu, su novela Ágata ojo de gato (1978). Todo ello, cuando se nos vigilaba todo contacto con extranjeros, e incluso a él le estaba vedado viajar a  “Rusia y países satélites”. Por lo cual, había ido primero a Roma, y desde allí – diligencias mías -, sólo con un volante emitido por el cónsul rumano, había entrado en el país de Drácula, con todo pagado: viaje, estancia de un mes, regalos, más gastos ocasionales.
Esto ha sido posible gracias, por un lado, a una cierta apertura – las había muy raras veces – hacia el Occidente y, por el otro, debido a mi excelente relación con el gran poeta y novelista,  Zaharia Stancu, a la sazón Presidente de la Unión de Escritores. Coyunturas que me han servido para invitar también a Carlos Barral con Ivonne, a Félix Grande y Gerardo Diego, mas no a Luís Rosales, que venía en la lista, puesto que la ventanilla se había, repentinamente, cerrado cual guillotina, sobre nuestras libertades.
No hago todo el cuento. Los curiosos pueden leerlo, con toda su miseria, en sus, en mi caso, desmemoriadas memorias, publicadas en La costumbre de vivir, título subrepticiamente prestado del diario póstumo de Pavese, El oficio de vivir.  
Cuidadoso con su futuro, Caballero Bonald  empieza su viaje a Rumanía desde Rótterdam, donde conoce a una “escritora rumana” que intenta llevársela a la cama y la “hispanista a ratos perdidos” se comporta según la trata, exigiéndole el pago de sus servicios por adelantado. Se equivocaba: no era Charro, ni Marizápalos...
Por contrapartida, nada más volver de Holanda, para resarcirse del “mal sabor rumano” del sexo, recibe una invitación del departamento de filología hispánica de la universidad de Bucarest - ¡donde la hispanista acosada en Rótterdam era catedrática!-, “para hablarles a los alumnos de mi obra y de paso conocer el país.” Frío: la invitación era de la Unión de Escritores. Pero, para su biografía, Unión era muy soviético... Frío otra vez: dicho departamento hispánico no disponía de dinero para invertir en huéspedes, mas nuestro gremio, gracias a Zaharia Stancu, que había conseguido personalmente  de Ceausescu, un sello literario – título/tirada – se permitía el lujo de invitar gente como Pasolini, Moravia, Alain Resnais, Miguel Ángel Asturias, Carpentier, Juan Bosch, Rafael Alberti y María Teresa León. Mientras Ceausescu recibía a Yaser Arafat, Golda Meier, Sadam Husein, Gaddafi, hasta a De Gaulle o Richard Nixón.
Así pues, siendo este su primer viaje al campo socialista, la invitación le había brindado la ocasión de suplantar durante el viaje al mismísimo Sherlock Holmes, inventándose toda clase de intrigas y misterios que, capacitado, los resuelve uno tras otro. Así, recorre Rumanía, no en Oriente Express, sino en vagones “deficientes”, destartalados y sin champan; cruza Dobrudja, con sus inmensos campos despoblados (Bărăgan, el sagrado espacio narrativo de Panait Istrati), y se detiene en las orillas del Mar Negro, para entretenerse un rato con la estatua de Ovidio y darle cuenta de sus “perseverantes devociones por la poesía latina”. Luego, a ver la playa, donde mete el índice en la arena y lo mira como si fuese un termómetro: 20 grados bajo cero. ¿Hará más frío en el Delta? Digo que sí y decide “volver a mi hotel capitolino”. Aunque en el programa figuraba esta visita y había hecho ya las reservas hoteleras. Luego, en sus desmemorias, apunta que la excursión había sido suspendida por mí.
Porque, nada extraño para Sherlock Holmes Segundo: “me empezó a intrigar la conducta de Novãceanu, hablaba mucho por teléfono y se había puesto muy caviloso”. Más: en Bucarest descubre que alguien le había registrado “sin el menor disimulo” el equipaje, buscando planos, armas o explosivos para algún que otro sabotaje.
Desde Bucarest a Transilvania que, por su historia y cultura, ha sido y es nuestro estado de vigilia. Empezando con la ciudad medieval de Sibiu (el antiguo Cibinium), donde han vivido Lucian Blaga, Octavian Goga, Emil Cioran, etc., o han pasado personas como Mihai Eminescu. Nada, el viajante jerezano, sigue con sus peripecias, algunas imaginarias, otras reales pero olvidadas. Ni palabra, pongo un ejemplo, sobre La Capilla de la Cruz, donde tenemos un Jesús crucificado entre María y Juan,  talla de 1417, obra de  Petrus Lantregen, de valor singular para nuestro arte gótico. Nada sobre nada. Memadas y nimiedades.
Porque al viajante le quedan para resolver algunas incógnitas: “¿de qué vivía realmente Novăceanu, cuya economía particular parecía bastante holgada mientras su país atravesaba por una gravísima crisis?” Más aún: en Cuba, llevaba unos cuatro meses de estancia (¿cómo y por qué?). Luego aparecía frecuentemente por Madrid y había descubierto que “tenía una cierta influencia en los círculos superiores de la cultura oficial rumana y un manifiesto prestigio intelectual”. Eso le era lo más difícil de entender pero ata cabos, rastrea, pesa, mide, husmea, sugiere y deja bien insinuado: Novãceanu es un espía, agente de...
Pedro, Pelí y el Embajador
Un acierto que ni Sherlock Holmes no lo hubiera logrado mejor, pero él sí. Con datos y documentos. Vigilar y perseguir a Luís de Góngora y Argote por toda Córdoba, en la Plaza del Potro y en la de la Corredera, en la Catedral, donde fingía ser racionero; investigar en la biblioteca y en manuscritos, ojear los papeles de Cristóbal de Heredia para ver cuántos ducados le adeudaba y dar parte de ello a la Central. Seguirle los pasos a Salamanca (encuentro con Lope de Vega), Valladolid (encuentro con Quevedo), Madrid y Aranjuez (cómplice de Juan Tassis Peralta, apodado conde de Villamediana, para secuestrar a la Reina) e informar oportunamente a la misma Agencia de Bucarest. Conseguir huellas dactilares y alguna muestra  ADN y enviar todo a los laboratorios de la policía política de Ceausescu a ver si era su mano o de Polifemo y averiguar si era verdad lo de la limpieza de sangre o era judío limpio.
Todo este material recogido en un informe general titulado Góngora: 1,5 kilos papel impreso que pesa más que el papel blanco; 750 páginas - 16,7 x 23,7 centímetros - letra pequeña; estudio introductorio, traducciones, notas, comentarios. Total, 8 años de trabajo, más otros tantos para perseguir a Lorca, Juan Ramón Jiménez, Machado, etc., etc. También unos tres meses para recorrer las marismas barrocas de Argónida y ver a qué se dedicaba Ágata ojo de gato...
Así lo pone el señor en su Costumbre de vivir, antes de irse a Doñana para superar la “seria avería psicológica” adquirida en Rumanía. Todo bien atado con la prueba fehaciente de mi secreta profesión: mi nombramiento por Petrus (¡es Petre!) Roman, como Embajador de Rumanía en España. Frío, muy mucho frío – mi amistad con don Pedro se había apagado antes de nacer -, y también muy caliente: como invitado, el señor Caballero Bonald disponía de una dieta de viaje de, exactamente, 140 lei, mientras la mía era tan sólo de 40 lei. Para cada céntimo, tenía que presentar documentos, con sello, firma y fecha. Nos sentábamos en la misma mesa, pero la cuenta tenía que venir por separado. Cuando me pasaba con un café auténtico, tenía que pagarlo de mi bolsillo o pedir permiso al servicio de protocolo de la Unión. Lo mismo, con las reservas del hotel, cuando tenía que establecer por teléfono día y hora. Para ser tratado a cuerpo de rey, ya que el nuestro, al entregar el país a los rusos, los comunistas le han dejado refugiarse en Suiza, con todo un tesoro de arte (¡hasta un El Greco!...) y bienes; que nada era suyo, sino de la Corona.
Atento a la bolsa de valores culturales – lo he advertido mientras tanto -, siempre cuando nota una caída de su prestigio, el señor Caballero aprovecha el viento de popa o lo provoca, preparando una que otra entrevista, para enderezar la flecha de su gloria, impactando con juicios absolutos. Así para él, la tan difícil Transición española no ha sido lo que han dicho muchos, entre ellos Pedro Altares, sino “un pacto entre el secretario general del Partido Comunista y el secretario general del Movimiento, o sea, entre Carillo y Suárez”. Por lo cual “el franquismo nos sobrevuela, disfrazado de democracia”. Cito de una entrevista con Juan Cruz (El País Semanal), donde insiste también en el valor testimonial de sus memorias, amargado  porque “hay dos personas que me retiraron el saludo por lo que digo de ellas”. Solamente dos. Una soy yo, tal como se lo he dicho, sin tapujos. Cosa por la cual no me arrepiento.
Lo malo es que mis amigos, confiados en su testimonio, una vez que he dejado el cargo de Embajador y me he instalado en Madrid, me  han retirado también el saludo, me han colgado los teléfonos y han impedido, según relaciones de capillas – que son muchas – cualquier intento de volver a lo mío, a la literatura y periodismo.
Termino – hay más -, puesto que deploro a los vivos de alma muerta y vuelvo a Pedro Altares, que en febrero de 1989, me ha dejado 200 dólares para poder volver a España, sin que supiéramos, ninguno de los dos, que ya no me harán falta.
     
En el diciembre de aquel año – asunto de otro costal - había caído Ceausescu. Y lo primero que había hecho yo, ha sido fundar un periódico sobre los cimientos de Scânteia, órgano central del partido comunista. Así, desde el fin del diciembre de 1989, hasta marzo de 1991, he hecho periodismo, llegando a más de 3 millones ejemplares. Una tirada que no se dará jamás en Rumanía. Más que del hambre, los rumanos tenían sed de comunicarse entre sí, libremente, tener noticias e informaciones verdaderas. Que no por casualidad, la cabecera del diario habrá de ser Adevărul (La Verdad). El cambio de rumbo había sido violento y repentino, sin vuelta atrás, que es como lo he vivido.
En aquel interlunio, cuando la gente trataba de volver a su vida, a conciencia de que será diferente, necesitaba saber que iba bien y que el sacrificio – 1104 muertos durante la insurrección - no había sido inútil. Y yo sentía que podría decirle hacia dónde y cómo caminar. Pensaba en las labores de Pedro Altares – nuestras charlas sobre ello  
habían sido siempre largas – y quería hacer lo mismo: periodismo para la Transición.
Conocía bien su trabajo, todavía tengo en Bucarest ejemplares de Cuadernos para el diálogo, Triunfo Cambio 16, donde incluso había colaborado. Una razón de más, en los primeros meses se hablaba mucho de la transición española como modelo por seguir. Me lo creía, descubriendo, poco a poco, que no era posible.
En el pasar de una sociedad desde el totalitarismo rojo a la democracia no hay arquetipos por seguir. Invocada por muchos, la transición española ha sido modélica sin ser un modelo. Se trata de la participación determinante de las fuerzas de izquierda, la implicación activa de las del centro y la expectación no contraria de las de derecha. Todo bajo la voluntad de La Corona y la actuación sabia y directa del Rey, quien ha llevado el timón de la restauración y salvaguarda de la democracia. Se trata también de una sociedad “bien atada”, pero no arrodillada, donde la propiedad privada tenía cierto margen de libertades. Puedo equivocarme en parte u olvidarme algunos factores (los Pactos de la Moncloa) o más componentes comprometidos con el aperturismo democrático, pero así veo y así entiendo la transición española. Así veo y entiendo la actuación de Pedro Altares y otros periodistas, en un proceso singular, dentro de un contexto internacional muy favorable al cambio.

Nada de todo esto se ha dado en Rumanía. Nuestra revolución no ha sido tal, tal y como la había visto todo el planeta, la primera revolución en la historia de la humanidad retransmitida en directo, sino una sublevación real, sincera y espontánea, más una conspiración ideada e instrumentada allende las fronteras, en los edificios sin ventanas del espionaje mundial y en los salones de lujo, acorazados cual submarinos, de las grandes finanzas. Todo con el patrocinio de una Trinidad efímera Bush, Gorbachov y Mitterrand – y acólitos, más el respaldo interior de una cuadrilla de insatisfechos, hipócritas de profesión, falsos disidentes, vende-patrias, fracasados por vocación, chanchulleros políticos, trepadores sociales y malandrines de toda clase.
Además, el contexto internacional era totalmente otro que el de la Transición española. En nuestro regreso a la libertad y democracia hemos sido acompañados, cual minusválidos, desde el principio, por el piadoso capitalismo, reasentado en el Este europeo como economía de mercado libre. Un disfraz para la nueva ideología financiera globalizadora, que ha saqueado el país como si de una colonia se tratara, arruinándole.

Todo esto lo he comprendido también poco a poco, sobre la marcha, al descubrir los primeros brotes de una corrupción desalmada, tratando de hacerle frente de uno solo. Abriendo, en la primera página, un serial – Corupţia -, con los casos más flagrantes, descubiertos por tres redactores capacitados para ello, tal vez los primeros periodistas de investigación. Así, día tras día de revelaciones, y también, día tras día de felicitaciones protestas, teléfonos, amenazas y visitas a la redacción de algunos corruptos que posaban en corderos y pedían reparaciones morales y materiales como para alimentar una manada de búfalos que aseguraba con leche y queso a los policías y jueces, tan útiles en estos menesteres. Un desastre nacional que funciona hasta hoy en día, estupendamente.

Muy pocos periódicos me habían acompañado en la contienda, muchas veces  como abogados de “la parte perjudicada”. Hasta el mes de marzo de 1991, cuando la Magna Corrupción se ha a preparado con lo justo y necesario y, en un descuido mío, se ha apoderado del periódico, en el nombre de...la libertad de expresión y el de la imprescindible privatización (robo legal) de los bienes del estado, que era el tema y la fiebre al día. No era lo mismo con privatizar un combinado siderúrgico a precio de ganga más comisiones en los bancos suizos. Era mucho más, era un combinado de opinión pública, codiciado para manipularle y aprovecharle como trampolín hacia el poder. Y lo ha conseguido. Desde dentro - siempre hay un caballo de Troya – y con una fuerza convincente y decisiva: dos sobres cuidadosamente cerrados, uno en mi despacho de director del periódico y otro pegado a la puerta de mi casa, cada uno con el mismo mensaje claro: dos balas de pistola, calibre 7,65, envueltos en tela roja, como de bandera. Era el día del equinoccio de primavera y he decidido vivir más equinoccios.

Más allá del reconocimiento de  mí obra literaria – de la cual he vivido no holgadamente, como Caballero Bonald, de sus muchas prebendas, fundaciones y presidente de jurados literarios de premios amañados -, algunos han considerado que mi llegada a España, en noviembre de aquel año, como Embajador de Rumanía, era una recompensa de los nuevos gobernantes del país por haberles ayudado en llegar al poder.
Ni lo uno, ni lo otro, sino...todo lo contrario. He reconocido sí como buenas y oportunas – cuando lo eran – algunas medidas del primero gobierno, forzosamente provisorio, y también del siguiente, salido de las primeras urnas, verdaderamente libres.
No he hecho lo mismo respecto a las actuaciones de la “oposición”, por juzgarlas como contraproducentes para aquel periodo y para el cambio político del país. Actuaciones que, por excluyentes, vengativas y violentas, no llevaban ni pizca de democracia. Con razón y muchas sinrazones. Disueltos, luego prohibidos y perseguidos por el partido único – por algo era el único -, los así llamados partidos históricos volvían a la vida política tras cuarenta años de ausencia total, tanto que el retorno era más bien una resurrección furtiva, desde lápidas sepulcrales. Con muy pocos líderes vivos y en vida, con muchos años de cárcel o de exilio, que – sean de derecha o del centro, ya que la izquierda no interesaba - no habían elegido mejor camino para afirmarse y definirse que la violencia y la venganza.
De ahí, los continuos desfiles y mítines en contra del Frente de Salvación Nacional (FSN) que, al principio no se ha declarado como partido, pero habrá de actuar como tal, vacilante o prepotente. De donde la adversidad de los demás, que sí eran partidos (o habían sido), pero con pocos militantes auténticos y poco margen para reclutar fuerzas nuevas y hacerse con un electorado fuerte y de suficiente peso.
Tampoco el FSN ha manifestado mucho interés para un diálogo adecuado a las circunstancias. Siendo lo que era, un aglomerado con tendencias más bien centrífugas  que centrípetas, se ha comportado con soberbia, llegando a las primeras elecciones con una ventaja vergonzosa, aplastante. Si se hubiese alargado el periodo preelectoral, estoy seguro que se hubiera desmoronado cual castillo de naipes.

En mis conversaciones seguidas con Pedro Altares – durante los primeros meses del 1990, he venido tres veces a Madrid – hemos discutido mucho sobre este asunto y sobre la dificultad de la democracia en afirmarse plenamente. Su modo de actuar en pro de la Transición española, ha sido el idóneo. Y no por casualidad, en su último artículo, publicado un día después de su muerte (El País, 7 de diciembre de 2009), diagnosticando El fin del milagro español, evoca y reivindica “una palabra, ahora maldita”, el consenso, el que ha hecho que, por una vez, derecha, izquierda y nacionalistas, aparquen las diferencias y participen en una tarea común: la Constitución.

Esto, en Rumanía, no era factible: para aparcar, hay que tener qué aparcar. Y no lo había. Tanto que lo que los ganadores (ya corruptos) llaman transición rumana a la democracia y mercado libre, ha sido un periodo no tanto de vacío político, sino de provisorato caótico y, si se me apura, muy agresivo, con consecuencias nefastas y secuelas sociales y morales, permanentes.
Todos aquellos meses de manifestaciones fuera de la ley, incluidas las llegadas ilegales de los mineros a Bucarest (maniobra del FSN) o el mitin ilegal de 54 días  (maniobra de los partidos históricos), prorrogado casi un mes después de las elecciones y retransmitido en directo por todas las televisiones del mundo, como la manipulada revolución – los 63.000 muertos, deseados por necesarios para desfigurar el retrato del pueblo, cuando la cifra real ha sido de 1104 – ilustran suficientemente un panorama político nada esperanzador.
Sin olvidar la tentativa de mi linchamiento, durante un mitin del Partido Nacional Campesino Cristiano y Democrático, en la Plaza de los Aviadores (Domingo de Ramos, de 1990), por una manada de borregos que luego se trasladaran a la Plaza de la Universidad para balar, contra pago diario, dinero al contado. Los 54 días seguidos; de promiscuidad y desahogo errabundo
No, no he podido elogiar en mis editoriales semejantes actos de vandalismo. Tampoco me he metido en la palestra como gladiador desesperado. Lo único que les he dicho, con todo el respeto, casi implorándoles, a los partidos históricos, ha sido la invitación de tomar el país desde donde lo han encontrado y no desde donde lo habían dejado cuarenta años atrás, puesto que durante estos años, nosotros también hemos sufrido. Militantes con o sin carné del partido único. No me han hecho caso. De ahí la tentativa de mi linchamiento. De ahí, el regreso a sus difuntas glorias, pisoteando lo que habíamos construido – y era mucho - sin ellos. Tal han sido las cosas, que la más importante contribución de esta gente a la democracia ha sido el desprestigio de la palabra comunista transformada en blasfemia e injuria. El único país del mundo donde decir comunista significa 4 millones de diablos, el total general de los rumanos con carné de militantes.
En cuanto a los instalados en el poder, de manera expresa los que presumían de ser un partido monolítico y no un aglomerado de intereses contrarios, tras el triunfo electoral les había advertido, que era oportuno fundar un partido de verdad, e inventarse una oposición real. ¡Pamplinas! Somos un partido, me ha replicado don Pedro. Y se han desmoronado. Primero el partido, luego su liderazgo y, al final (septiembre de 1991), su gobierno. Antes de mi llegada (diciembre del mismo año) a Madrid, como embajador.
En las vísperas de las primeras elecciones libres (20 de mayo de 1990), Manuel Leguineche me ha encontrado en mi despacho, con las galeradas de la próxima edición sobre la mesa y no podía creérselo: la primera página de Adevărul venía ¡totalmente en blanco!... 
La algarabía política, la pugna entre un centenar de partidos “de bolsillo” y los tres principales, que habían logrado imponer sus candidatos, era tan de otro mundo, que había decidido no involucrarme de ningún modo.
Como Leguinece seguía sin creerlo, hemos bajado a la sala de máquinas, donde la rotativa echaba a la cadena el primer millón de ejemplares, con la portada blanca.

A mis amigos, los que me quedaban tras la “limpieza” psíquico-sanitaria de Caballero Bonald, no les he dicho nada de mi elección entre balas y destierro.
Pero sí a Pedro. Siempre al tanto de mis quehaceres – Juan, su hijo, había recorrido Europa en coche y había llegado a Bucarest para verme -, muy extrañado por todo y sin poder dar crédito al retorcido camino de nuestra malograda transición. - ¿Por qué te has metido solo en la boca del lobo?, me ha preguntado un  día. Para explicarme en otra ocasión: - Batallas así nunca se ganan en solitario.
Luego, con el pasar del tiempo, me he dado cuenta que Pedro nunca estaba solo, incluso cuando estaba a solas, frente al papel o a la máquina de escribir, destilando en sus palabras pensamientos de su grupo de amigos, un ser colectivo, buscando el lenguaje adecuado para las circunstancias del momento. Tan certero en sus juicios, que,  leyendo más veces su último artículo, El fin del milagro español, todo se ilumina: “Y empezó el milagro, esta vez el económico, ayudado en parte por la llegada masiva, que no es lo mismo con “invasiva”, por tierra, mar y aire, de más de cinco millones de emigrantes. Y seguidamente: Confío que alguien cuente en el futuro la epopeya de pateras y cayucos (...) España no hubiera llegado donde estaba antes de la crisis sin la emigración.” Sé que esta observación ha molestado a muchos, pero la realidad del “ladrillazo” estaba por doquier y Pedro miraba atrás, hacia un pasado ya asumido, tratando de alejarle de un futuro de contornos bastante dudosos. No presumía de virtudes premonitorias, pero desde las colinas verdes de este pasado, veía como “las baronías se han convertido en “virreinatos” con mención de honor a Valencia y su Educación para la Ciudadanía en inglés. Y una medalla especial para la Virreina de Madrid, la condesa descalza y su afán para cambiar las leyes cuando no se ajustan a sus intereses y por acabar con la educación pública y la sanidad, que, como todo el mundo lo sabe, son cosas de pobres. Vislumbres, brotes que apenas levantaban las puntas y ahora son todo un bosque con apariencia de secular. Pero Pedro, y no por precavido,  no subía más allá de las primeras colinas, evitando un tópico casi siempre vigente: en este mundo, cuando no es bastante tarde, es demasiado temprano.
            Cuando he comprendido esta multiplicidad de Pedro, lo de uno en todos y de todos en uno, ya figuraba en su particular Libro de familia,  pasando juntos, en Ribera de Manzanares, muchas Nochebuenas, con su familia verdadera, tíos, tías, primos y sobrinos, suyos o de Pelí. La llave de su alma, que nos hacía sentar a la mesa, apretaditos, los que no cabían – habitualmente los hijos, y la gente joven – haciéndolo al lado, contiguos a la alegría de la fiesta. 
Torrecaballeros
Juntos también, en fiestas aleatorias, en Torrecaballeros, que era el lugar que más me evocaba el paraíso de mi lejana infancia, en las faldas de los Cárpatos, y Pedro tenía el buen cuidado de no tratarme como huésped, sino como uno de la casa. Con obligado derecho a guadañar la hierba, podar las rosas, esquejar un geranio o colgar un cuadro, habitualmente un paisaje con figuras, ya que sin figura el paisaje no te dice nada.
Esperando a Pedro
            Luego, lo imprevisible, con la salud mermada, Pedro ha tenido que pasar más veces por el quirófano, regresando a casa con los huesos consolidados por varillas de acero o con unos centímetros menos de intestinos. Siempre de buen humor y ganas de vivir, que es como lo había encontrado siempre, cuando iba a visitarle, en un salón que perdía el ambiente del clínico, repleto de libros, revistas, una radio con auriculares, hasta un muñeco y una antesala, donde esperábamos nuestro turno para verle.
            Y después, el desenlace, cuando yo, muy lejos de Ribera de Manzanares, no he podido llegar para despedirme y él había aprovechado el amanecer para cruzar las orillas oscuras del Aqueronte.
             Muchas veces, desde entonces, desde mi casa de Ferráz, suelo bajar el último tramo de Urquijo, me paro en el Balcón de los Rosales, ubico la Floridita y cruzo con la mirada, a la derecha del Puente de los Franceses, donde una columna sin destino. Detrás está su casa.
Madrid, 30 de mayo de 2012
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El mérito de un poeta legítimo resulta ser siempre mayor de lo que él mismo pueda ima­ginarse y representa mucho más de lo que dicen los eruditos de su época. En primer térmi­no, por la sencillísima razón de que una persona de semejante alcurnia, hoy en vía de extin­ción, nos comunica en su obra algo más de lo que sabe. Es el ser humano con derecho a profecía e incluso al vaticinio. En lo segundo, porque los eruditos dominan menos el futuro; ellos son dueños de lo pasado y ese «algo más» transmitido por el poeta es cosa de mañana, de muchas mañanas. Con el pasar del tiempo y de la gente, la obra poética se abre cada vez más y nos revela sentidos nuevos, para otro período, dentro de una perpetua contempo­raneidad. Lo que no es más que su núcleo de eternidad, su duración y su extensión más allá de sus límites concretos y relativamente reales. Núcleo que, por otra parte, es lo más movible de todo, según la variación de sensibilidad del tiempo.
En el caso de la poesía de Federico García Lorca, la nota profética ha sido señalada, entre los primeros, por Juan Larrea, al tratar del libro Poeta en Nueva York. Sumergido, se me antoja en este instante, en un medio olvido sin merecer, el más ultraísta de los ultraístas, identificaba en estos poemas  la más límpida voz del subconsciente colectivo, fuerza que sigilosa y ocultamente orienta el andar de la historia.
Otro poeta de su generación ha añadido a esa calidad profética de la poesía lorquiana la de la «plenitud de porvenir», subrayando así su insustituible pérdida. Se trata de Jorge Guillén. Fundado, desde luego, en los datos peculiares de esta poesía y, tal vez, en los claros y nada misteriosos principios de una estética que habrá de reunir en un solo barco que sur­cara en una noche a mediados de diciembre del 27 las aguas del Guadalquivir a casi todos los insignes poetas de esta generación. Bello testimonio debido a Dámaso Alonso según cu­yo parecer nunca hubo tal estética.
Según Jorge Guillén, Lorca se hallaba en el umbral de su máxima expresión, los últimos poemas que la muerte le ha dejado escribir siendo como tanteos de abordaje en las orillas de un continente que no logró descubrirnos mas podemos suponer apoteósico.
No sé cuál de las dos opiniones ha sido la más certera pero entiendo que entre ambas han apartado durante algún tiempo si no a la obra en sí de su perpetua contemporaneidad, a una importante parte de los intérpretes de esa obra, volcados hacia futuros y adivinanzas más que hipotéticas.
Detenida por el fusil, en unas albas que nunca llegarán a ser mediodías, la poesía lorquia­na nos dejará ver siempre su posible eclíptica en el futuro que le ha sido negado. Asimismo, nos sorprenderá cada vez por los presagios de destrucción de los que hubiera podido ser la humanidad de este siglo si no hubiese pasado por el holocausto de las guerras y de las tantas pobrezas materiales y espirituales. Pero eso de esbozar el perfil melodioso del poeta a base de una materia que él mismo no llegó a tener entre las manos, me parece, sólo de un punto de vista, menos provechoso. El futuro es un territorio en constante movimiento y transformación. Valéry tenía plena razón al decir, no sin ironía, que «el futuro ya no es lo que era». Nunca lo ha sido, como tampoco el pasado (a pesar de lo mejor...), tan otro en la medida en que nos apartamos de él caminando hacia el movible futuro. No hay fór­mula alguna, la futurología se ha descuidado, y tal vez sea mejor así, en descubrir una corre­lación obvia entre las dos aguas, aunque las incógnitas de la ecuación se encuentren en la trayectoria de una sola vida, es decir, de un solo ser humano.
Bien sé que la fama universal de Federico García Lorca desmiente de manera tajante todo lo sostenido por mí hasta este momento. El poeta granadino va por el mundo mano a mano con el glorioso Cervantes y no hay indicio alguno de que otro nombre español le quitara este sitio. Pero ya he dicho fama y no-proyección universal. Los términos sí son parejos mas de contenido muy diferente. El primero tiene algo de relámpago, el segundo es sólo trueno. La fama cubre más superficie en menos tiempo, la proyección universal va lentamente pero abre surcos profundos. De una parte mucho florecer, de otra frutas maduras.
Ignoro la existencia de una versión de Don Quijote, digamos, en japonés (tal vez la haya, como la hay en bengala, idioma del norte del Zaire, hecha por mi amigo Antonio Casanueva, bella locura desconocida por el Instituto Cervantes) pero no dudo de la traducción de Lorca en este idioma, y esto descartando mi directo encuentro con la poetisa Satoko Tamura, gran conocedora de la obra poética del granadino.
Llego así al punto más que delicado del destino de la poesía de Federico: la fama debida a su muerte. El crimen sí ha sido en Granada, pero ese crimen (por ser contra la poesía misma) se ha esparcido repentinamente, por el mundo, lo que ha hecho que todos los poe­tas del planeta se sintiesen en algún momento granadinos. Lo que no ha logrado en la lírica universal ni siquiera el perfil apostólico del recién conmemorado Ezra Pound, con sus largos y penosos años dentro de un manicomio, incluida su añorada Venecia y la famosa carta es­crita a su favor por Giovanni Papini. En este caso el cristal veneciano ha tenido menos luz que los plateados olivos de Viznar, alumbrados por la última luna de Federico: si de profe­cías y presagios se está hablando:
Por el olivar venían, bronce y sueño, los gitanos.
Por el cielo va la luna con un niño de la mano.
No quiero escarbar en cenizas frías y estoy viendo ya en la imaginación de mi. memoria alguna que otra arruga de descontento y molestia en el rostro de algunos investigadores «li­terarios» de la muerte de Federico. Tal vez, más que arrugas son arrumacos.
Por otro lado, tampoco quiero apagar del todo estas cenizas: matar a un ser humano se llama homicidio y el hecho se castiga según el contenido de la culpa bien medida. Pero ¿cómo se llamaría matar a la poesía? ¿Quedaríamos contentos con deicidio? Personalmente, no.
Adentrándome un poco más en este terreno tan frágil para la sensibilidad y la superexcitación sentimental ibéricas, no voy en contra de nadie. Pero también a mí me resulta moles­to el escarbar de otros. Para un estudioso de la obra de un poeta el trabajo tiene que ser amor. Tal vez, en el caso de Lorca más que amor: pasión. En este sentido, descubrir la mano que ha soltado la bala asesina importa mucho menos que el hecho de que sí la ha soltado. Trabajar años para identificar esa mano, traicionera de su propio destino, es incum­bencia de la policía y no de un investigador literario, a no ser que la misma persona junte las dos preocupaciones de manera sobresaliente. Y aún así, una vez alcanzada la meta, todo se pone embarazoso. En el caso que tratamos, la leyenda se ha hecho mito y un mito nunca tiene tumba. Un poeta sin tumba la tiene en todas partes, sobre todo en la tierra que lleva­mos dentro.
Reflejo pálido de la insistencia de otros, mi insistencia de nutre también de otra vertiente del asunto, es decir, no sólo se escarba en la muerte de Federico sino hasta en su vida. Buscar dentro de ésta los pormenores oscuros, los siguientes atardeceres fechados con precisión, los resortes no siempre confesables que mueven al alma humana, todo ello basado en confesio­nes deshilvanadas y dudosas (nada más engañoso y perverso que la materia de los recuer­dos), es un intento también oscuro de manchar la luz e incluso de suavizar la trayectoria de la bala asesina. Conocemos el inútil sudor de Saint-Beuve para violar el lecho nupcial de Víctor Hugo y reconocemos que no se trata de un aporte en el profundizar la obra poéti­ca de éste. En el caso de Federico, soy capaz de reconocer mi inocencia y mi posible equivo­cación: más lejos que otros que quieren a Lorca, mi perspectiva carece del enfoque isleño. Prefiero errar pero teniendo más tierra bajo mis pasos.
La fama literaria de Federico García Lorca, debida a su muerte, tiene que ser sustituida, al menos desde ahora, por la verdadera proyección universal de su obra. Tal como nos ha quedado y no como hubiera podido dejárnosla. Sus grandes logros poéticos justifican ple­namente esta proyección y para la demostración sirven todos sus libros de poemas, incluido el que lleva ese mismo título. Es un poeta cuya alcurnia le da derecho a vivir de su poesía y no de su muerte. Y de hecho, Lorca vive de su poesía desde hace mucho, traducido en todos los idiomas del mundo, tal vez ningún otro poeta español haya gozado de tantos in­térpretes dentro y fuera de España. Allá, por los sesenta, en mi primer intento de acercarme a su obra, no me ha sido difícil hacerme con unos ocho o diez largos estudios y libros que les venían dedicados. Por lo menos unos veinticinco. Y téngase en cuenta que la distancia entre mis tierras y las españolas no es la que se mide en kilómetros.
La proyección universal de Lorca funciona ya pero, al menos para mí, está claro que lo primero que le ha dado tanta circulación por el mundo ha sido la fama de su muerte. Es por ello que el volver una vez más sobre este asunto me parece más que molesto, puesto que tal actitud le quita mucho de su verdadera luz, le corta el vuelo y, lo que es muy impor­tante, lo aisla de su mundo, de los poetas de su generación, y lo trata como un fenómeno más, como un caso particular. Quienes conocen la larga espera bucólica que dio paso a la gran poesía de Siglo del Oro entienden muy bien que sólo esa generación del 27 es la que supo reiterar semejante hazaña. Entienden también que Federico ha sido el elegido para que España se exprese una vez más. Después de Lope, como sostiene Dámaso Alonso, Fede­rico reúne en el haz de su genio todos los elementos de la hispanidad: de toda España viene, a toda España va.
El olivo donde fue fusilado Federico

Detenida por el fusil, la poesía de Federico García Lorca deja abierto el camino hacia el futuro que le ha sido vedado. Intentar la prolongación de éste no es tarea fácil pero sí de mucho provecho en cuanto al entendimiento de su arte poético en cuya evolución descubri­mos los únicos datos seguros para trazar su posible andar. De modo que a veces hay que ir muy atrás, a los comienzos mismos de su creación literaria y no quedarse solamente en los últimos poemas que la muerte le ha permitido escribir. Los codiciados «sonetos del amor oscuro» que nos faltaban ya los tenemos y resultan ser menos de lo que se esperaba y más de lo que se suponía. Seguir relacionándolos con los presagios de la muerte y, sobre todo con lo erótico que hay en el Diván del Tamarit, sostener incluso que es el mismo universo (Marcelle Auclair), no parece ser una dirección muy fértil. Juntos o separados, Eros y Tanatos son orillas y no-eje de este camino.
La doble crisis que, según muchos testimonios, atravesaba Federico después de la mereci­da gloria que le había brindado el Romancero gitano se puede seguir y explicar en los textos y en la vida y es ella misma la que explica muchas cosas. Entre otras, sus continuos viajes tanto al exterior (Estados Unidos, Cuba, Argentina), como por el interior de la península, recorriendo su geografía con la famosa La Barraca. Por los dos lados, el poeta trataba de estar ocupado, de desahogarse en el trabajo. Son los años, los últimos años de su vida, cuan­do para superar la crisis sentimental va de una parte a otra, mientras que, en el intento de superar la otra crisis, la de su creación literaria, no para en construir proyectos de nuevos libros de poesía y obras de teatro. Tal vez, los manuscritos de este período, los borradores hechos en sus ininterrumpidos andares y en la casa que tenía en Alcalá 102, para quien los tenga a la mano, alumbran muy bien estas búsquedas. A falta de ellos sirven bastante sus confesiones directas, que podemos rastrear tanto de las cartas como de las conversaciones y charlas ocasionales.
Es, por ejemplo, en una de esas entrevistas, entre las últimas, la sostenida con Felipe Mo­rales, en 1936, cuando Lorca habla de sus libros inéditos: «Tengo cuatro libros escritos que van a ser publicados: Nueva York, Sonetos, la comedia sin título y otro...» (Obras Comple­tas, cuarta edición, Aguilar, 1960; pág. 1.760; es la edición que usamos en estos apuntes). Ese «otro» libro que el poeta no nombra da derecho a suposiciones, sobre todo si tenemos en cuenta que en aquel entonces el Diván del Tamarit estaba listo para imprenta bajo cui­dado de su amigo Emilio García Gómez, en la Universidad de Granada. ¿Cuál podría ser? De ningún modo «los sonetos del amor oscuro» puesto que el poeta se refiere a un libro general de sonetos y añade: «El libro de Sonetos significa la vuelta a las formas de la precep­tiva después del amplio y soleado paseo por la libertad de metro y rima». Más aún, explica esa vuelta bajo una onda de emulación colectiva: «En España, el grupo de poetas jóvenes emprende hoy esta cruzada», la de sonetos que parece haberlo atraído dentro también a él, siempre abierto a los ejercicios e interesado en enriquecer su arte. No es casual por ello que en esta conversación surja el nombre de Quevedo, de la injusticia que se ha cometido con él y de la muy reciente amistad de Lorca con el exiliado de la torre de San Abad.
No disponemos de más referencias, pero el poeta le comunica a Felipe Morales su inten­ción de hablar sobre Quevedo en México (lo que nos da derecho a suponer que la entrevista es del mes de mayo). ¿Hubiera pensado Federico regresar hacia el Siglo de Oro para seguir su camino poético? La pregunta, si no perdemos de vista su generación, parece sin sentido: de algún modo, todos los poetas que la integran se habían vuelto hacia aquellos tiempos y ese desandar los ha marcado a cada uno según sensibilidad propia. Góngora había sido cátedra para todos y entre todos los habían arrancado no tanto del olvido como del mal entender, convirtiéndole en un poeta más de esa generación. Pero a Quevedo, no. O no tan­to. Lorca vislumbra la injusticia y hubiera sido capaz de poner en movimiento la actualiza­ción de la obra quevediana. Si hubiese ocurrido esto, nos arriesgaríamos a sostener la exis­tencia de un panorama diferente de la poesía española actual porque en Quevedo hay mu­cho caudal que aún se puede aprovechar, y en aquel entonces sí que hacía falta.
Hacía falta, puesto que es conveniente subrayar que la crisis que atravesaba Federico no era algo muy suyo. En cierto grado la padecían todos los poetas de su generación y era una crisis más fuerte aún en otros países, como Italia y, sobre todo, Francia, donde la superación parece haber sido lograda después de más tiempo a pesar de sus comienzos más tempranos. Tanto que si nos fijamos bien podríamos sostener que para España, para «esa generación que no se alza contra nada» (Dámaso Alonso), la crisis resulta ser producto de «importa­ción», una vez con los «ismos» que se aventaban sobre aquellos años. Esa generación se co­municaba con todo el pasado poético, no había ruptura y es por ello que Jorge Guillén puede apuntar: «¿Qué poeta de entonces, francés, italiano, sobre todo italiano, se habría atrevido a escribir sin ruborizarse un soneto? Para aquellos españoles, el soneto podía ser escrito en un acto de libertad, conforme a su «real gana» poética». (Una generación, en Len­guaje y poesía, Revista de Occidente, 1962, pág. 250).
Tan dueño de su arte, Federico había «quemado» muchas experiencias poéticas en interva­los muy cortos, su evolución lírica es impresionante en este sentido. Logros estéticos han sido puestos de relieve por todos sus intérpretes, al surgir por doquier: la exclusión de los elementos retóricos, la eliminación del estribillo, la valoración del cante, la resurrección del romance culto, la concisión de la palabra y el sorprendente radio de sus metáforas son sólo algunos de los escales que hay que tener en cuenta cuando se trata de su trayectoria futura. Pero la crisis, al menos para él, no constaba tanto en la forma como en el contenido. Tal vez podríamos hablar de un cansancio de los temas de su poesía. El mito de la gitanería lo molestaba mucho y era obvio distanciarse de tal universo. No daba más y no era Federico el poeta dispuesto a quedarse dentro de una fórmula o modalidad poética, por genial que sea ésta, para «industrializarla» y producir un sin fin de poemas y libros sin novedad alguna.
Es por esto que aquellos libros que a veces nombra y otras veces no, libros escritos o sola­mente pensados o esbozados, no son casualidades. Aunque sin escribirlos, para él han exis­tido de verdad, al menos como búsquedas y respuestas a sus propias preguntas e inquietu­des. Y los títulos no son pocos: El libro de las odas, Academia de la rosa y el tintero, el Libro de las diferencias, incluso los Sonetos del amor oscuro y también La sirena y el carabi­nero, del cual conocemos solamente los 24 alejandrinos publicados en 1927.
Si a estos títulos añadiéramos dos más que sí los tenemos —Poeta en Nueva York  y Diván del Tamarit— el panorama es completo y cambia bajo muchos aspectos. En los dos libros observamos el esfuerzo del poeta para hacer suya una materia poética muy ajena. Sobre to­do en el primer título. En el segundo, Lorca se vuelve hacia el universo de la lejana lírica árabe de Andalucía bajo una necesidad interior de descubrirle los elementos fundamentales y hacerlos fusionar con su poesía ya abierta por el Poeta en Nueva York a un humanismo nuevo y a una tonalidad social muy firme. Tal vez, la fusión de estos tiempos poéticos, ar­moniosa precisamente por sus contradicciones aparentes, hubiera podido aportar una nueva dimensión de su lírica. Al no producirse, nos quedamos con la hipótesis. El hecho de que en Diván del Tamarit el poeta no traslada sino procesa muchos elementos de la poesía árabe justifica esta opinión, señalando algo del mencionado camino futuro.
Dibujo de Federico

En este contexto, el Poeta en Nueva York es, en nuestra opinión, el libro que ofrece el mayor número de sugerencias. No por ser una «experiencia surrealista», como aún se sigue juzgándole, sino por ser una confrontación lorquiana con un mundo que no tenía nada de mediterráneo y también como medida concreta de su capacidad lírica en dominar ese mun­do. No hay, o no conocemos nosotros, una experiencia igual en aquel entonces en toda la poesía universal y las obras que se invocan como posibles influencias o puentes para acercar a Lorca a las otras orillas del Atlántico, importan bien poco. Las huellas que dejan no son muchas, participan muy poco en la modalidad poética de aprovechar esa materia tan insóli­ta y casi desaparecen del contenido de los poemas.
Un verdadero temblor parece haberse producido en el alma del poeta una vez que ha dejado su España para hallarse frente a frente con la «ciudad sin sueño» y con la civilización del mundo nuevo. La actitud más normal, y más a la mano en este caso, hubiera podido ser la negación, el rechazo del conocimiento y, tal vez, el anatema desde el exterior. Pero no sucede nada de esto. Encarnación del espíritu español, Lorca intuye mucho antes que los demás poetas europeos el insoslayable desarrollo de esta civilización técnica más allá de sus confines y preocupado en salvaguardar y defender al ser humano tiranizado por el vacío y la voracidad de la técnica, abre un diálogo directo con los valores humanos, como señal de alerta.
No a la estética de los surrealistas —cuya presencia borrosa no negamos— es a quien pres­ta su atención sino a la ética, una ética aún por descubrir en sus principios dentro de una sociedad no definida completamente. Una corriente subterránea de dolor y de gran huma­nidad late en todos estos poemas y el autor se nos muestra por primera vez como poeta- ciudadano, tribuna de los eternos valores del alma. Frente a los inmensos muros color ceniza de la ciudad tentacular que arrasa de igual modo a la naturaleza y al hombre, Lorca mide la dimensión del desierto técnico a través de la violencia directa contra el ser humano. Me niego a saber qué tiene de surrealista un verso como este: «Hay un dolor de huecos por el aire sin gente» (Intermedio) pero entiendo que se trata de un verso de indudable acento social y no me es difícil comprender que ese hueco es la muerte misma, la muerte como vacío existencial. Del mismo modo, no sé cuáles serían la forma, la influencia o las tenden­cias surrealistas que dominan el comienzo del poema Vuelta a la ciudad, mas no dudo que después de estos versos:
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato;
debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
el poeta subraya a su aire la «atmósfera surrealista» trasladándola al verso, como un contable humilde, directamente de un libro comercial:
Todos los días se matan en New York cuatro millones de 

patos, cinco millones de cerdos,

dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,

un millón de vacas,

un millón de corderos

y dos millones de gallos

que dejan los cielos hechos añicos.
Es por ello que de lo primero que hay que hablar en el caso de estos poemas es del enri­quecer sustancial de las ideas y del fondo poético lorquiano. El poeta que escribe versos como los de arriba es muy otro del que miraba cómo corría Preciosa, llena de miedo, bajo una luna de pergamino y casi no tiene nada que ver ni con aquellas sombras negras, con el alma de charol, que avanzaban de dos en fondo para sembrar sobre la ciudad de la fiesta un rumor de siemprevivas. Ahora, en vez de oír el relincho de un caballo malherido que llamaba a todas las puertas, el poeta asiste a una «reunión de los animales muertos» estre­mecido al mirar un gato laminado, las pezuñas de ceniza del hipopótamo eternamente ale­gre o una gacela con una siempreviva en la garganta. El lenguaje poético lorquiano es tota'- mente otro y también son muy diferentes los medios de expresión y transfiguración de esta realidad nueva. La metáfora lorquiana, a veces con predilección cultista, otras veces desatada de todo misterio, despliega ahora su vuelo como nunca, se abre en dimensiones inéditas, los poemas en sí, esos nuevos poemas, siendo como unas gigantescas metáforas.
¿Serían estos poemas fruto de una experiencia no española? Con la ventaja de haber po­dido seguir de cerca los pasos del poeta en su viaje, Ángel del Río habla de T.S. Eliot, con su Tierra baldía, «el más triste poema de nuestro siglo» (ya no lo es desde hace mucho...) y da como seguro el libro Hojas de hierba de Walt Whitman, a base del encuentro de Fede­rico con León Felipe, traductor «del poeta de Camden» (García Lorca: «Poeta en Nueva York», en Estudios sobre la literatura contemporánea española, Gredos, 1966, pág. 283 y sig.). Es Ángel del Río también el que ha visto en el cuarto estudiantil de Lorca los libros de Dos Passos y Erich María Remarque. Y Edmundo de Ory, en su estudio dedicado a Lorca (Lorca, Editions universitaires, París 1967, pág. 108 y sigs.) invoca los nombres de Baudelaire y Heine, no tanto como influencia sino como posible comparación. A Lorca no le eran desconoci­dos. A Heine, por ejemplo, lo menciona en su conferencia Imaginación... (Op. cit. pág. 1.548) que es de 1928. Pero Edmundo de Ory recuerda a Heine dentro de sus propias inquietudes en cuanto a la poesía expresionista alemana y la simbolista de las ratas dentro de esta poesía En el caso de Lorca y de su Poeta en Nueva York, el símbolo tanático más usual no son las ratas sino las ranas. Aparte de la serpiente, como lo ha demostrado Gustavo Correa, lle­vando su investigación hacia lo mítico.
Tal como ya hemos dicho, estos contactos o correspondencias tienen poco peso para el contenido de los poemas lorquianos. En su contemplación (o «hecho del alma», como teori­za el poeta mismo) de este mundo, Lorca se puede encontrar con todos los hombres porque los objetos contemplados son unos solos. Pero más allá, cuando se pasa a la inspiración que es «un estado del alma», la situación cambia puesto que se pasa desde el análisis a la fe, donde las diferencias entre los seres humanos son obvias. Otros muchos hombres han mira­do los mismos edificios, las mismas calles, los mismos barrios y las mismas muertes. Pero ni en Blas Cendrars, con su Pascuas en Nueva York (1912), ni en Jules Renard, con su Diario póstumo (1925), ni en Pierre Loti, tan aplicado a lo efímero, a la muerte y a la soledad, ni en, por fin, Vicente Blasco Ibáñez (un «Baedecker inflado»...), ni en otros tantos encon­traremos algo que se parezca a la transfiguración lorquiana de este universo. Lorca ya no es el Lorca de antaño. Tal vez, un solo poema, Poema doble del lago Edén Mills, del cual hablaremos más adelante, nos recuerda «la voz antigua» del poeta.
Por otro lado, la influencia surrealista, que por cierto no la negamos —hay dentro de estos poemas una vibración, un aire, una línea específica del surrealismo— se esfumina pa­so a paso para dejar entrada a un claroscuro que trata de defender al menos partes separadas de la existencia que el poeta intenta salvar.
Ese claroscuro surge de una necesidad de espacio, que ya no es el conocido espacio poético lorquiano, casi siempre abierto. Ahora, repentinamente, el espacio se cierra. Insistiremos en esto porque ha sido poco tratado hasta la fecha y nos parece ser de mucha importancia para el entendimiento del libro.
Fundamental para el desenvolvimiento de los poemas lorquianos, el espacio abierto se apoyaba otrora en unos elementos muy concretos —montañas, caminos, senderos, barran­cos, ríos, llanuras— y también en la vida misma —jinete, caballo, reyertas, procesiones, etc.— sorprendida en sus movimientos pacíficos o violentos. Tal vez, sólo en Prendimiento de An- toñito Camborio y en Romance del emplazado tenemos un espacio cerrado, mientras que en Poeta en Nueva York nos encontramos casi siempre con este último, cortado por todos los lados:
A la izquierda, a la derecha, por el Sur y por el Norte, 

se levanta 

el muro imposible...
(Oda al rey de Harlem)
Dentro de un espacio así, el movimiento del alma está enjaulado, tropieza con las esqui­nas y todo lo que logra es resbalar sobre el «tumulto de las ventanas» esos «enjambres» que acribillan el muslo de la noche. El vuelo es imposible y casi no tiene sentido puesto que el cielo mismo le es hostil:
Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano. Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo, con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles, acabó con todos los más leves tallitos del canto...
(Danza de la muerte)
Un cómputo de algunas palabras, únicos organismos reales dentro de un poema, nos arroja un balance estremecedor: en Poeta en Nueva York el cielo aparece 38 veces; la luna también 38; los ojos (sin contar miradas y adyacentes) 31; el hueso, 14 y la muerte, 23 veces. Tal vez, las cifras no son muy exactas, pero muestran el esfuerzo del poeta en ampliar el espacio que se le viene encima, cada vez más cerrado, cargado de vacío, dolor, muerte, vómito y el orinar al lado de un gemido. Un esfuerzo desesperado y muy significativo en compara­ción con lo que sucede, por ejemplo, en el Romancero gitano donde, si descontamos el Ro­mance sonámbulo, la luna sólo aparece 8 veces y las imágenes en cuyas estructuras participa no tienen nada que ver con lo que pasa ahora.
La morfología de la cultura entiende el espacio, en primer término, como factor domi­nante, exclusivamente determinante y con valor simbólico de una cultura o de un estilo. En lo segundo, como acto creador de la sensibilidad consciente. Por sus poemas, Lorca se adelanta a los antropólogos, investigando por vía poética el cuadro estilístico de ese mundo cuya cultura, al menos en los años 30, funcionaba si no del todo caóticamente, bastante artificial debido a los datos prestados de muchos horizontes espaciales, blancos o negros, que se negaban (y aún se niegan) en fusionar, yendo por separado o enfrentándose. Porque hace falta tiempo, mucho tiempo y relevo de más generaciones para que una cultura ad­quiera su personalidad, su originalidad y sus caracteres peculiares. Frobenius, entre otros, tratando la cultura árabe y subrayando sus caracteres mágicos y fatalistas, llega a la conclu­sión de que esa tiene como cuadro estilístico el espacio-bóveda, mientras que para la cultura del Oriente hay un espacio-camino laberíntico. No hacen falta más ejemplos para resaltar la importancia de ese cuadro, sobre todo para la subconsciencia, relacionada orgánicamente al horizonte espacial.
Desde luego, no hay que confundir ni identificar siempre el espacio espiritual con el es­pacio meramente físico, aunque el primero tengo mucho que ver con ese otro. Basta con recordar a C.G. Jung que ha mostrado la influencia de la geografía física hasta en la morfo­logía de la cara del hombre o a Ortega y Gasset, cuando habla (Intimidades) sobre la pam­pa, ese «órgano de promesas» que vive de sus confines y embriaga al ser humano de irreali­dad.
Frente a la realidad doméstica de Nueva York, a Lorca le falta su espacio mediterráneo y no por casualidad alza tantas veces sus miradas hacia el cielo, buscando una salida para su sensibilidad sediente del habitual misterio visible. «Los latinos queremos perfiles y miste­rio visible, Forma y sensualidades»,Op. cit. 1.548). Y no hay tal misterio. En este cielo «mon­dado», donde el aire es un «viajero por su propio torso» y la luna es «una calavera de caba­llo», el azul (el que vemos nosotros aunque la ciencia nos diga que es negro), no es el de su Andalucía. Solamente en Norma y paraíso de los negros el poeta se acerca seis veces a ese color y tantas veces lo encuentra tan diferente del suyo. Ese otro de ahora es un azul desierto, un azul crujiente, un azul sin un gusano. Se conoce de sobra la función de los colores en la lírica lorquiana y en la de su generación. Se conoce el símbolo que lleva cada uno y la desenvoltura de Lorca en trabajar con ellos. Ahora ha cambiado incluso este traba­jo, pero el resultado es impresionante:
Es por el azul sin historia,
azul de una noche sin temor de día,
azul donde el desnudo del viento va quebrando
los camellos sonámbulos de las nubes vacías.
(Norma y paraíso...)
Ese azul sin historia, es decir sin tiempo ni cuento, hace parar los pasos del poeta y, en ausencia de su espacio, lo obliga a buscarle en un "movimiento hacia adentro: dolor, sangre, llanto, lágrima, soledad, tristeza, grito, silencio. Que todos son movimientos interiores. Los que funcionan en el exterior son como contrapeso de éstos porque casi todo lo que sucede en el exterior los supone: asesinados y asesinos, cementerios, tabernas (donde incluso «vivi­rán un día los caballos...»), ruinas, aguas podridas, vómitos, orina. La naturaleza misma es como nunca en su poesía un reflejo de los estados del alma, o, muchas veces, partícipe desde fuera. Ya no estamos frente al chopo «maestro de la brisa» sino a un «árbol de muñones que no canta» (Vuelta de paseo). No oímos más el rumor de ese chopo articulando Fe-de-ri­co, sino «el mugido del árbol asesinado por la oruga» (Cielo vivo).
Árboles, animales, pájaros, peces, ranas e insectos casi no salen de este círculo. No pue­den salir. Lo único que logran son los trastornos y las transferencias desesperadas:
¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!
¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!
¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!
¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!
(Introducción a la muerte)
¡Qué esfuerzo del poeta para ganar un poco más de libertad y espacio para su alma! Mientras que el círculo funciona con tenacidad y siguen también las transferencias y las transforma­ciones como dentro de una pesadilla que no termina nunca:
porque los pájaros están a punto de ser bueyes; pueden ser rocas blancas con la ayuda de la luna y son siempre muchachos heridos...
(Panorama ciego de New York)
Tal vez, no es puro azar el hecho de que en este mismo poema, después de tanto andar «sin brazos, perdido/entre la multitud que vomita», el poeta trate de dar una definición del dolor y lo hace con una lógica propia de la ciencia: «Todos comprendemos el dolor que se relaciona con la muerte, pero el verdadero dolor no está en el espíritu. No está en el aire, ni en nuestra vida, ni en esas terrazas llenas de humo. El verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas es una pequeña quemadura infinita en los ojos inocentes de otros siste­mas (...). Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo, es un pequeño espacio vivo al loco unísono de la luz, es una escala indefinible donde las nubes y las rosas olvidan el griterío chino que bulle por el desembarcadero de la sangre...-». Apenas en esta última frase descubrimos la poesía, todo el párrafo anterior —que hemos reproducido adrede sin marcar los renglones de los versos— recordando muy de cerca el texto de un científico afi­cionado, tal vez, a la literatura.
Pero, ¿para qué seguir con los ejemplos? Haría falta citar todo el libro puesto que el me­canismo es uno mismo en todos los poemas y es muy fácil advertir que siempre cuando se trata del espacio de adentro o interior, el poeta está preocupado por el ser humano, como individuo, mientras que el espacio de afuera o exterior viene reservado al mundo en gene­ral, a los problemas que lo están aplastando. Las conexiones o los intentos de fusión son muy a menudo trágicas porque el más aplastado es el ser humano, con sus sentimientos, sus pesares y sus creencias. Es por ello que estos intentos, esos juegos adentro-afuera, desem­bocan casi siempre en el hueco o en el vacío, como punto final de la existencia. He aquí sólo algunas de estas situaciones: «el hueco de los vestidos», «dame tu hueco, amor mío», «para ver los huecos de las nubes y los ríos», «ruedan los huecos puros, por mí, por ti, en el alba», «el hueco de una hormiga puede llenar el aire», «con el hueco blanquísimo de un caballo», «mi hueco traspasado por las axilas rotas», «mi hueco sin ti», «y queda el hueco de la danza sobre la última ceniza», «lo que importa es eso: hueco; Mundo solo, Desemboca­dura. También ese otro que ya hemos apuntado antes: «hay un dolor de huecos por el aire sin gente». Aún sin el contexto que les da la verdadera significación, esas construcciones nos descubren la dialéctica trágica y nada oculta del juego adentro-afuera, donde lo minia- tural y lo inmenso son copartícipes iguales en el intento de hacer que el espacio sea uno solo.
Ciudad sin sueño
Volvamos ahora a lo prometido: Poemas del lago Edén Mills, considerados después de la observación de Angel del Río como únicos en que el poeta «trata de recobrar su antigua voz (...), la voz de la sinceridad y del amor» (Op. cit. pág. 269). La demostración es difícil. Harto de los «ejercicios de ventanas» de la ciudad, de la «soledad prevista» o «esquiva en los hoteles», sentado en las orillas del lago, el poeta no logra recobrar esa voz sino tan sólo recordarla. La recuerda con añoranza, con todas las rosas que manaban de su lengua. La recuerda tanto que llega a sentirla presente como nunca y bebiendo su sangre, pero en este mismo tiempo sus ojos se quiebran con el viento, con el aluminio y las voces de los borra­chos. Surgen así las impresiones que trae consigo de la ciudad, tan fuertes que cubren la voz de antaño, dejándole tan sólo la libertad de ese recuerdo y del llanto:
Quiero llorar porque me da la gana
como lloran los niños del último banco,
porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que sondea las cosas de otro lado.
Calles y sueño es un detalle importante pero no en el sentido que se le atribuye. Tal como está esta sección dentro de la unidad del libro no parece ser un respiro en la trayectoria del libro, ni «una transición entre la incoherencia de los primeros poemas, de tono más perso­nal, y los poemas impersonales y abstractos que siguen» (Ángel del Río, id. 269). Al contra­rio, los poemas que siguen nos parecen mucho menos impersonales y abstractos por ser, en la mayoría, poemas donde el poeta asume la responsabilidad del yo, un yo crítico que denuncia, protesta y grita, dialoga con los valores de la humanidad a través de Whitman, muestra al mundo la América que «se anega en máquinas y llanto», muestra a Nueva York «de cieno, de alambre y de muerte» y en final huye con «Dos valses hacia la civilización», para echar ancla en La Habana.
Todo lo dicho nos incrementa la opinión que trataremos al final de nuestros apuntes: Lorca ha vuelto muchas veces sobre ese libro, en una elaboración larga y penosa. Un solo poema, Vaca, sí que nos trae un aire bucólico, tanto que casi no encaja ni en esa sección ni en las demás. Como si fuera parte de otra que dejó de escribir:
Arriba palidecen luces y yugulares.
Cuatro pezuñas tiemblan en el aire.
Apenas en esto distinguimos algo de la «voz antigua» del poeta, no tanto por recordar «los cuatro sollozos de plata» o «los cuatro cascos (que) eran cuatro resonancias» (Thamar...), como por la ternura habitual del poeta y por su manera de atar raíces, cielo, navaja, luna, dentro de una imagística muy suya.
Existe un poema espléndido de Juan Maragall, La vaca ciega, que tanto le ha gustado a Unamuno que lo ha hecho suyo en Poesías (1907), libro que Lorca hubiera podido conocer muy bien. Es un poema tan estremecedor en su argumento tan sencillo que nunca se olvida y se le toma cariño por cualquiera hallado frente a un animal desamparado que se abreva a tientas y después «con gesto de tragedia, parpadea/sobre las muertas niñas y se vuelve/ba­jo el ardiente sol de lumbre huérfano/por senderos que no olvida vacilando».
La correspondencia en sí es extraña como bella y más extraña aún es la semejanza de este poema lorquiano con uno de igual título de Serguei Esenin. Escrito en 1915, ese poema narra los instantes del pobre animal antes de que sea sacrificado. Se le sacrifica sí al ternero, la piel de éste flota al viento, colgada de las ramas de un árbol mientras la «mamá» se acerca a su fin soñando bosques, ríos y pastos. Los elementos son los mismos —cuernos, ojos, mo­rro, cielo, muerte— y ponen en movimiento las mismas imágenes.
A Esenin se le conoce poco en España incluso hoy (por no haber dado con su traductor) y es poco probable que Lorca haya conocido su poema. Pero dentro de lo que es la literatura comparativa, esos encuentros bien se merecen un estudio aplicado.
Luís Rosales

Otra posible deuda (y muy grande) de la literatura comparada con Lorca es la investiga­ción de sus poemas y a los de César Vallejo. Nos referimos, desde luego, a los poemas del Poeta en Nueva York. Es que el dolor lorquiano vertido en este libro no tiene parangón alguno en la poesía europea y universal de aquel entonces más que en la «voz indiana de los Andes» que ha sido César Vallejo.
Sensibilidades muy diferentes, Lorca y Vallejo viven la misma angustia para con el ser humano, bajo un signo paralelo de igual valor. De libro a libro, el uno como el otro tratan de superar su arte y, más allá de sus convicciones políticas, en las últimas obras que nos han dejado llegan a convertirse en voces de la humanidad, en sus más agudos momentos de dolor y desesperanza.
La investigación más fácil que pudiera hacerse en esta relación Lorca-Vallejo es ir observan­do la congoja de este último en sus Poemas humanos. Poemas como Epístola a los transeún­tes, Telúrica y magnética, Los nueve monstruos, Intensidad y altura, Traspié entre dos estre­llas, etc., ofrecen un sinnúmero de datos para que el comentario vuelva por sí solo a los poemas de Lorca. El encuentro de los dos poetas bajo el mismo estado de alma es sorpren­dente, tanto que permite hilar un diálogo lírico muy coherente casi con las mismas pala­bras. Versos de Danza de la muerte como «el director observando el manómetro/que mide el cruel silencio de la moneda» o aquel «hilo tenso» que va «De la esfinge a la caja de cauda­les» y «atraviesa el corazón de todos los niños pobres», mientras «los hombres fríos» beben «en el banco lágrimas de niña muerta» encuentran de golpe sus otras equivalencias en Los nueve monstruos, en versos como estos: «Jamás, hombre humano,/hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la costura/en el vaso, en la carnicería, en la aritmética.» o muchos otros más. De igual modo, fragmentos enteros de Paisaje de la multitud que orina —«campos libres donde silban mansas cabras deslumbradas/paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas»— se sobreponen con otros tantos de Vallejo, incluso recuerdan sus poemas del primer libro: «Húmeda tierra/de cementerio huele a sangre amada» (El pan nuestro).
Evidentemente, mucho más interesante sería la lectura simultánea de los poemas lorquianos y los publicados por Vallejo en Heraldos negros y Trilce por ser éstos muy anteriores a los de Lorca. Aún así el diálogo sigue y aquellos desgarradores versos —«Quiero llorar por­que me da la gana/como lloran los niños...» a «Quiero llorar diciendo mi nombre,/rosa, niño y abeto...»— del Lago Edén reproducen mucho del ambiente que encontramos en «Esta tar­de llueve, llueve mucho. ¡Y no tengo ganas de vivir, corazón!» (Heces) o en «He salido a la puerta,/y me da ganas de gritar a todos:/Si echan de menos algo, aquí se queda» (Ágape), incluso en aquel «...y empieza a llorar en mis nervios/un fósforo que en cápsulas de silencio apagué» (Nervazón de angustia).
Recuérdense también la presencia del hueco sobre la cual hemos insistido adrede. Hela aquí, en los Heraldos negros de Vallejo:
Dios mío, y esta noche sorda, oscura, ya no 

podrás jugar porque la Tierra es un dado roído 

y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura 

que no puede parar sino en el hueco el hueco 

de una inmensa sepultura.
(Los dados eternos)
Las vivencias de los dos poetas no son las mismas, casi nunca. Lo que en Lorca es soledad, en Vallejo es melancolía. Lo que en Vallejo es esperanza e ilusión en Lorca es desengaño. Esperanza e ilusión son palabras desterradas del vocabulario lorquiano en Poeta en Nueva York. Lorca no espera: protesta, denuncia, escupe, directamente en la cara (Oficina y de­nuncia), se ofrece ser comido por la vacas, siempre falto de ilusión. El intuye la llegada de la guerra, con sus «melones de dinamita», no tiene ilusión pero sí tiene fe. Fe en la sangre que va a quemar «la clorofila de las mujeres rubias», fe en el «tuétano del bosque (que) penetrará por las rendijas», fe en la hierba y en las ortigas que «estremecerán patios y terra­zas», convirtiendo la Bolsa en «una pirámide de musgo». Después de los fusiles, tiene fe en la llegada de las hienas, hasta en «la resurrección de las mariposas disecadas». Sí que tenía mucha razón Juan Larrea al hablar de lo profético que hay en Federico.
Una investigación comparativa de Lorca y Vallejo, idea que me ha surgido al paso y la­mento no poder desarrollarla, tendrá que tener en cuenta dos pormenores más. El primero, el hecho de que cuando estos dos grandes poetas de nuestro siglo lloraban por la suerte del mundo y de la Tierra, ni en Europa, ni en otros partes, se hacían oír voces muy pareci­das. Las voces que resaltarán la libertad, la paz, los derechos del hombre y vituperarán la guerra y las injusticias vienen más tarde, después de la guerra misma. Si pensamos en Ara­gón, Eluard, Ungaretti, Hikmet, Seferis, Elytis, etc., vemos a Lorca y Vallejo como muy so­los. Tampoco Neruda se les acerca mucho y Mayacovski, por querer morir en 1930, no los acompaña, teniendo su lírica un universo muy otro. La entrevista Vallejo-Mayacovski se pro­duce en 1929 (justo cuando Lorca descubre a Whitman) y no tiene trascendencia alguna sobre el poeta peruano.
El segundo pormenor que no tenemos que olvidar es el encuentro mismo entre Lorca y Vallejo, aunque los testimonios sean pocos. Más que testimonios son hechos de la historia de la literatura: Lorca no ha podido conocer los Poemas humanos, publicado tres años más tarde de su asesinato y un año después de la muerte de Vallejo, que a su vez no ha podido tener en sus manos los poemas de Poeta en Nueva York. Pero sí Lorca hubiera podido cono­cer Los heraldos negros y Trilce. El primer libro se ha publicado en Lima, en 1918 y la prime­ra edición de Trilce es de 1922 (Tipográficos de la Penitenciaría) mas es poco probable que ejemplares de los dos libros hayan llegado a Madrid. Hasta, tal vez, 1925, cuando Vallejo mismo se hallara por vez primera en la capital española. La amistad de Juan Larrea con Va­llejo nos puede conducir hacia Lorca que en aquel entonces vivía en la Residencia. Dos per­sonas más eran amigos de los dos poetas: Ernesto Giménez Caballero y Gerardo Diego. Ade­más, en julio de 1930 Trilce se editará en Madrid con un prólogo de José Bergamín y un poema de Gerardo Diego. Lorca ha podido leer al menos esta edición al volver de Estados Unidos. Asimismo se da el caso de que en César Vallejo, Epistolario general, Editorial Pre­textos, Valencia, 1982, encontramos una carta (pag. 203 y sig.) de 27 de enero de 1932, diri­gida por Vallejo a Gerardo Diego donde le confiesa que a pesar de la ayuda amable de Lorca para que se estrenen en España sus obras de teatro (Lock-Out y Entre las dos orillas corre el río) esto no se ha cumplido. Importante es que sí, los dos poetas se conocían.
Que después de este «amplio y soleado paseo por la libertad de metro y rima» Federico García Lorca hubiera sido capaz de regresar a las formas de la preceptiva, para desenvolverse en sonetos, no dudamos. Como tampoco desconfiamos de su capacidad en regresar hacia su poesía andaluza. Su más perfecta obra dentro de ésta es el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, lo último que nos ha dejado.
Aún así las cosas, nos viene difícil considerar el Poeta en Nueva York como un accidente, sobre todo surrealista, en su carrera lírica. A la medida que hemos ahondado en la lectura de estos poemas descubriendo nuevos datos (forzosamente, en estos apuntes hemos prescin­dido de muchísimos), hemos venido convenciéndonos que el poeta ha invertido mucha ilu­sión en este libro, ilusión en cuanto a su futuro camino poético. No están estos poemas es­critos de primera mano, como era costumbre del poeta, sino fruto de una reelaboración muy aplicada, a base de unos borradores hechos in situ. Lo reconoce incluso Ángel del Río al hablar de una «clara organización externa y una ilación interna de los sentimientos y esta­dos del ánimo del poeta», destacando las cinco secciones del libro para concluir: «casi todos fueron rehechos después de abandonar Lorca la ciudad» (Op.cit. pág. 264).
Así lo creemos también nosotros. Su poca prisa en publicar un libro una vez que lo tenía escrito, como ha sucedido casi con todos los anteriores, no explica la nueva demora. Y con este fin hemos intentado sorprender el proceso de reelaboración en su movimiento evoluti­vo.
De una conferencia dada por el poeta en Madrid, en la Residencia de Señoritas, tal como ha quedado reseñada por V(íctor) de la S(erna), entendemos que aún en 1932 el libro esta­ba por hacerse, en la estructura que se nos presenta figurando tan solo cuatro de las cinco secciones que se nos presenta figurando tan solo cuatro de las cinco secciones mencionadas por Ángel del Río. Más todavía, en sus contenidos resultan bastante diferentes. El primer ciclo: la llegada del poeta al pueblo «sin raíces». Segundo ciclo: Harlem... Tercer ciclo: el campo y Wall Street arruinado; el pavor del abismo en un pueblo «que nunca ha luchado ni luchará por el cielo». Finalmente, el cuarto ciclo: la evasión del poeta, una evasión alegre, por el bisel antillano... Está claro que el libro no estaba «organizado», la primera parte no es la que tenemos y aunque descubramos en las cuatro secciones nombradas a las cinco y definitivas, faltan muchísimos elementos de la estructura final: calles, multitudes, sueños y sin sueños, la introducción a la muerte y la huida misma, en sus pormenores de valses y gritos. A no ser que el reseñador ha sido parco y perezoso,
Un año más tarde, es decir en 1933, en la entrevista concedida a Luís Méndez Domínguez para la revista Blanco y Negro, Lorca hablará más detenidamente sobre su libro: «No he querido hacer una descripción por fuera de Nueva York, como no la haría de Moscú. Son dos ciudades sobre las que se vierte ahora un río de libros descriptivos. Mi observación ha de ser lírica. Arquitectura extrahumana y ritmo furioso, geometría y angustia. Sin embargo, no hay alegría, pese al ritmo. Hombre y máquina viven la esclavitud del momento. Las aris­tas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria. Nada más ético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre». (Lorca, op. cit., pág. 1673). Más adelante, el poeta cuenta su salida a la ciudad, recuerda una noche en el «agónico barrio armenio» (deducimos que el poema Asesinato es trascripción casi al pie de la letra de una conversación que Lorca escucha «detrás de la pared»), para parar después entre los negros, los únicos que entre tantas razas que siguen siendo extranjeras, no lo son. Se pasa en segui­da a Wall Street: «Impresionante por frío y por cruel. Llega el oro en ríos de todas las partes de la tierra, y la muerte llega con él. En ninguna parte del mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu (...) Horrible. Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español, y más todavía un hombre del Sur. Porque si te caes —por ejemplo—, serás atropellado, y si resbalas al agua arrojarán sobre tí los papeles de sus meriendas. Esas son las gentes de Nueva Y)rk...»
Es decir, que esa indiferencia para con el ser humano indefenso que hoy es lugar común ya estaba muy desarrollada en esta ciudad desde los años 30...
Evidentemente, en el transcurso de la charla, Federico está narrando en prosa poemas ya hechos y que, finalmente, no los descubrimos así en la forma final del libro: «Lago verde, paisaje de abetos. Arpa judía. Miel, de arce. Saludo militar ante Lincoln. Cuatro caballos ciegos. Canciones de la épica heroica de Washington. Jazmines». No hay tales jazmines en lo que tenemos. Ni épica heroica ni saludo. La miel de arce se tornará en miel de establo (Vaca) y los cuatro caballos ciegos (que, en realidad eran uno solo según testimonio directo del poeta argentino José González (Carbalho) serán tres caballos ciegos (El niño Stanton) y el lago quedará sin el color verde.
En una carta dirigida a Ángel del Río desde Edén Mills y fechada en agosto de 1929, Lorca apunta: «Te escribo desde Edén Mills. Muy divertido. Es un paisaje prodigioso, pero de una melancolía infinita... pero los bosques y el lago me sumen en un estado de desespe­ración poética muy difícil de sostener. Escribo todo el día y a la noche me siento agotado». En otra carta, esta vez desde Nueva York, dirigida a Carlos Moría Lynch, tal vez a final de su viaje, encontramos: «Yo vivo en la Universidad de Columbia, en el centro de Nueva York, en un sitio espléndido junto al río Hudson... Pasé el verano en el Canadá con unos amigos y ahora estoy en Nueva York, que es una ciudad de alegría insospechada. He escrito mucho. Tengo casi dos libros de poemas y una pieza de teatro». ¿Dónde encontrar ahora, en el Poeta en Nueva York, esa «ciudad de alegría insospechada»? ¿Dónde se ha ido el «paisaje prodi­gioso» y muy divertido? Poco a poco, estas primeras impresiones han dejado paso a las defi­nitivas. En la entrevista con Felipe Morales que ya hemos citado y que suponemos que es de mayo 1936, leemos: «Nueva York es terrible. Algo monstruoso. A mí me gusta andar por las calles, perdido; pero reconozco que Nueva York es la gran mentira del mundo. Nue­va York es Senegal con máquinas» (lo subrayado es nuestro). También aquí un matiz muy lindo: «Pero así como en la América de abajo nosotros dejamos a Cervantes, los ingleses en la América de arriba no han dejado su Shakespeare»... Ahora sí podemos suponer que el Poeta en Nueva York estaba en su forma casi final: la definición de Nueva York como «Senegal con máquinas» dice muchas cosas, sobre todo sueña como una de sus profecías más certeras.
No dudamos, pues, de que este libro habrá tenido la más larga y penosa elaboración de todo lo escrito por Federico. Apenas en agosto de 1935 tenemos una confesión que nos de­termina considerar que el poeta se acercaba a la última forma: es la carta enviada a Miguel Benítez Inglott y Aurina. Dice: «Estoy poniendo a máquina mi libro de Nueva York para darlo a las prensas el próximo mes de octubre; te ruego encarecidamente me mandes a vuel­ta de correo el poema «Crucifixión», puesto que tú eres el único que lo tienes y yo me quedé sin copia. Desde luego irá en el libro dedicado a ti».
Miguel Benítez no ha cumplido con la demanda, el poema se publicará por vez primera en 1950 y los editores lo reproducen aún al final del libro, donde no tiene sentido alguno. A su vez, Lorca no ha dado el libro a las prensas, en el mes de octubre de 1935, tal vez, retocándole a continuación.
Que esos retoques han seguido nos lo muestra, entre otros, el poema Son de negros en Cuba (pág. 458), la última forma que tenemos presentando algunas diferencias en relación con la que reproduce Víctor de la Serna en la reseña mencionada (pág. 1664). Si el editor hubiese hecho una comparación, hubiera corregido «arpa de troncos vivos» por «arpa de to­nos vivos» que es la lectura correcta. Por cierto, las diferencias no son muchas ni importan­tes: ahora tenemos «dije» por «he dicho», «alcochol en las ruedas» por «alcohol en las me­chas» y falta un penúltimo verso que era «Oh, Cuba ¡Oh, curva de suspiro y barro!.
Un detalle más: en la sección de Poemas sueltos encontramos unos textos que sin lugar a dudas pertenecen a ese libro y será conveniente, al menos en una edición crítica, mencio­narlos como tal, al final del libro, o como addenda. Entre estos, Luna y panorama de los insectos —El poeta pide ayuda a la Virgen— (pág. 540) que ha sido parte del poema que tenemos con el mismo título. Antes de este texto van dos poemas —Omega y Normas I y II (pág. 539)— de clasificación difícil: traen mucho de la «voz antigua» del poeta pero tienen un cierto aire del libro que tratamos, sobre todo el primero. Asimismo, dudamos (muy poco) del poema Mundo (pág. 556) y de Soledad insegura — Noche (pág. 1782), pero no dudamos del poema Tierra y luna (pág. 557) que esto sí es del Poeta en Nueva York, poema del mismo corte y de la misma altura y además —¡mucha atención!— está escrito en 1935.
Tal vez, el poema Mundo podría significar el regreso de Federico a las formas de la pre­ceptiva. ¿Era esa su meta? Abierto hacia el futuro que le ha sido vedado por el fusil, el cami­no de su poesía así quedará. Cortada su voz, la seguiremos oyendo en su trayectoria imposi­ble, como una que es y una que hubiera podido ser la más grande de nuestro siglo. En estos mismos alejandrinos del Mundo encontramos estos dos versos que bien pueden servir para concluir nuestros apuntes:
Mundo, ya tiene meta para tu desamparo.

Para tu horror perenne de agujero sin fondo.


R. Darie Novaceanu y
 
 Cuadernos Hispanoamericanos
Núm. 433-36. julio-octubre 1986



Justificación

            Vuelvo de la Feria del Libro con el sentimiento de haber estado en una romería virtual, con chiringuitos reales y un Mercado agrícola, invadido por trasgénicos. Mucha fruta y mucha legumbre. Nombres extraños, rebuscados. Con dominación de origen certificada. De entre lo más vendido, una coliflor cruzada con cante jondo y oloroso de Jerez, ofrecida como novela: Los amores oscuros. Productor: Manuel Francisco Reina. Casa distribuidora: la Editorial Temas de Hoy. Y sigo leyendo receta, ingredientes, valor nutricional, caducidad (ver portada) y, poco a poco, me ilumino gracias a las prescripciones: Lo que definitivamente convierte a Federico en un hombre pleno es su relación con un joven albaceteño, Juan Ramírez de Lucas, que, por primera vez, se compromete con el y le corresponde en un amor firme, maduro y apasionado.
            Trato de salvarme y pido un Ian Gibson – Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca y el vendedor de un chiringuito zaragozano me ofrece Ian Gibson – Lorca y el mundo gay, con una presentación esencial: No se puede separar al Lorca poeta del Lorca homosexual.
Al advertir mi vacilación, el zaragozano me  ofrece un folleto, gratis con explicaciones: Federico García Lorca tenía una capacidad de seducción que podía con todo y, en cuanto conoce a Juan Ramírez de Lucas, se produce un flechazo a la primera vista.
            Me resisto; devuelvo la mercancía y pido algo natural, algo así, como un olivo fertilizado por la flor de cabrahígo, que pone las olivas muy gordas y muy sabrosas. Insisto: un Félix Grande – La calumnia. Y el vendedor lo siente mucho, puesto que tal producto, válido por toda la vida, está agotado hace mucho.
Félix Grande

            Me alejo de espaldas, tomo un sendero y, desde Alfonso XII, bajo por Moyano: feria permanente, libros de todos los tiempos, apilados  por todas partes y libreros muy avisados y muy amables. Encuentro lo que busco y hasta lo que no pensaba buscar.
            Ya en casa, me acuerdo de muchas cosas, de mis viajes a Granada, de mis libros dedicados a Lorca, de las conversaciones, a medía mañana, en Cuadernos hispanoamericanos,  con Félix Grande y Luís Rosales, entrañable amigo de Federico y de todos nosotros.  Y no sé cómo, los recuerdos me trasladan a México, exactamente al Mercado de La Merced, donde mis amigos poetas me han llevado muy de madrugada para admirar un milagro de todos los días: pirámides de frutas y legumbre de toda clase, construidas durante la noche. Sabores, olores y colores. Auténticas, como la Naturaleza.
            Admiro a Manuel Francisco Reina por “haber estado dos años enlorcado y haciendo una investigación rigurosa” de los amores oscuros de Federico, escarbando en la cajita de madera – cartas, poemas, dibujos y un diario – que Juan Ramírez de Lucas la había guardado toda la vida, con mucho sigilo, antes de entregarla a su hermana. No dudo de que su libro “va a aportar luz y puede abrir nuevas vías de investigación.” Ya el señor Ian Gibson  abre la veda – “creía que el Soneto de la dulce queja estaba dedicado a Rafael Rodríguez, secretario de la Compaña La Barraca” – y se prepara ir a Las Vegas para dar con el paradero de Mari Julí, hija de Ramón Ruiz Alonso, el que ha perseguido, acosado y detenido a Federico García Lorca, en la casa de Luís Rosales; tan calumniado por haber defendido la vida del poeta. Calumnia que le perseguirá hasta la muerte. He vivido muy de cerca su sufrimiento, sus largos silencios y luego sus palabras sin sonido.
            Tal vez, después de su exitosa investigación literaria en La Vegas, Ian Gibson volverá a leer Una temporada en el infierno y arriesgará un juicio más: No se puede separar al Rimbaud poeta del Verlaine homosexual, ni al revés, al Verlaine poeta del Rimbaud... Tal vez. Yo vuelvo a México, al Mercado de la Merced y se me antoja que Rimbaud ha escrito el Soneto de las vocales, todavía por investigar, rodeado de las pirámides de frutas y legumbres aztecas, ordenadas según sabores, olores, colores...  

Madrid, 31 de mayo de 2012