jueves, 31 de mayo de 2012


El mérito de un poeta legítimo resulta ser siempre mayor de lo que él mismo pueda ima­ginarse y representa mucho más de lo que dicen los eruditos de su época. En primer térmi­no, por la sencillísima razón de que una persona de semejante alcurnia, hoy en vía de extin­ción, nos comunica en su obra algo más de lo que sabe. Es el ser humano con derecho a profecía e incluso al vaticinio. En lo segundo, porque los eruditos dominan menos el futuro; ellos son dueños de lo pasado y ese «algo más» transmitido por el poeta es cosa de mañana, de muchas mañanas. Con el pasar del tiempo y de la gente, la obra poética se abre cada vez más y nos revela sentidos nuevos, para otro período, dentro de una perpetua contempo­raneidad. Lo que no es más que su núcleo de eternidad, su duración y su extensión más allá de sus límites concretos y relativamente reales. Núcleo que, por otra parte, es lo más movible de todo, según la variación de sensibilidad del tiempo.
En el caso de la poesía de Federico García Lorca, la nota profética ha sido señalada, entre los primeros, por Juan Larrea, al tratar del libro Poeta en Nueva York. Sumergido, se me antoja en este instante, en un medio olvido sin merecer, el más ultraísta de los ultraístas, identificaba en estos poemas  la más límpida voz del subconsciente colectivo, fuerza que sigilosa y ocultamente orienta el andar de la historia.
Otro poeta de su generación ha añadido a esa calidad profética de la poesía lorquiana la de la «plenitud de porvenir», subrayando así su insustituible pérdida. Se trata de Jorge Guillén. Fundado, desde luego, en los datos peculiares de esta poesía y, tal vez, en los claros y nada misteriosos principios de una estética que habrá de reunir en un solo barco que sur­cara en una noche a mediados de diciembre del 27 las aguas del Guadalquivir a casi todos los insignes poetas de esta generación. Bello testimonio debido a Dámaso Alonso según cu­yo parecer nunca hubo tal estética.
Según Jorge Guillén, Lorca se hallaba en el umbral de su máxima expresión, los últimos poemas que la muerte le ha dejado escribir siendo como tanteos de abordaje en las orillas de un continente que no logró descubrirnos mas podemos suponer apoteósico.
No sé cuál de las dos opiniones ha sido la más certera pero entiendo que entre ambas han apartado durante algún tiempo si no a la obra en sí de su perpetua contemporaneidad, a una importante parte de los intérpretes de esa obra, volcados hacia futuros y adivinanzas más que hipotéticas.
Detenida por el fusil, en unas albas que nunca llegarán a ser mediodías, la poesía lorquia­na nos dejará ver siempre su posible eclíptica en el futuro que le ha sido negado. Asimismo, nos sorprenderá cada vez por los presagios de destrucción de los que hubiera podido ser la humanidad de este siglo si no hubiese pasado por el holocausto de las guerras y de las tantas pobrezas materiales y espirituales. Pero eso de esbozar el perfil melodioso del poeta a base de una materia que él mismo no llegó a tener entre las manos, me parece, sólo de un punto de vista, menos provechoso. El futuro es un territorio en constante movimiento y transformación. Valéry tenía plena razón al decir, no sin ironía, que «el futuro ya no es lo que era». Nunca lo ha sido, como tampoco el pasado (a pesar de lo mejor...), tan otro en la medida en que nos apartamos de él caminando hacia el movible futuro. No hay fór­mula alguna, la futurología se ha descuidado, y tal vez sea mejor así, en descubrir una corre­lación obvia entre las dos aguas, aunque las incógnitas de la ecuación se encuentren en la trayectoria de una sola vida, es decir, de un solo ser humano.
Bien sé que la fama universal de Federico García Lorca desmiente de manera tajante todo lo sostenido por mí hasta este momento. El poeta granadino va por el mundo mano a mano con el glorioso Cervantes y no hay indicio alguno de que otro nombre español le quitara este sitio. Pero ya he dicho fama y no-proyección universal. Los términos sí son parejos mas de contenido muy diferente. El primero tiene algo de relámpago, el segundo es sólo trueno. La fama cubre más superficie en menos tiempo, la proyección universal va lentamente pero abre surcos profundos. De una parte mucho florecer, de otra frutas maduras.
Ignoro la existencia de una versión de Don Quijote, digamos, en japonés (tal vez la haya, como la hay en bengala, idioma del norte del Zaire, hecha por mi amigo Antonio Casanueva, bella locura desconocida por el Instituto Cervantes) pero no dudo de la traducción de Lorca en este idioma, y esto descartando mi directo encuentro con la poetisa Satoko Tamura, gran conocedora de la obra poética del granadino.
Llego así al punto más que delicado del destino de la poesía de Federico: la fama debida a su muerte. El crimen sí ha sido en Granada, pero ese crimen (por ser contra la poesía misma) se ha esparcido repentinamente, por el mundo, lo que ha hecho que todos los poe­tas del planeta se sintiesen en algún momento granadinos. Lo que no ha logrado en la lírica universal ni siquiera el perfil apostólico del recién conmemorado Ezra Pound, con sus largos y penosos años dentro de un manicomio, incluida su añorada Venecia y la famosa carta es­crita a su favor por Giovanni Papini. En este caso el cristal veneciano ha tenido menos luz que los plateados olivos de Viznar, alumbrados por la última luna de Federico: si de profe­cías y presagios se está hablando:
Por el olivar venían, bronce y sueño, los gitanos.
Por el cielo va la luna con un niño de la mano.
No quiero escarbar en cenizas frías y estoy viendo ya en la imaginación de mi. memoria alguna que otra arruga de descontento y molestia en el rostro de algunos investigadores «li­terarios» de la muerte de Federico. Tal vez, más que arrugas son arrumacos.
Por otro lado, tampoco quiero apagar del todo estas cenizas: matar a un ser humano se llama homicidio y el hecho se castiga según el contenido de la culpa bien medida. Pero ¿cómo se llamaría matar a la poesía? ¿Quedaríamos contentos con deicidio? Personalmente, no.
Adentrándome un poco más en este terreno tan frágil para la sensibilidad y la superexcitación sentimental ibéricas, no voy en contra de nadie. Pero también a mí me resulta moles­to el escarbar de otros. Para un estudioso de la obra de un poeta el trabajo tiene que ser amor. Tal vez, en el caso de Lorca más que amor: pasión. En este sentido, descubrir la mano que ha soltado la bala asesina importa mucho menos que el hecho de que sí la ha soltado. Trabajar años para identificar esa mano, traicionera de su propio destino, es incum­bencia de la policía y no de un investigador literario, a no ser que la misma persona junte las dos preocupaciones de manera sobresaliente. Y aún así, una vez alcanzada la meta, todo se pone embarazoso. En el caso que tratamos, la leyenda se ha hecho mito y un mito nunca tiene tumba. Un poeta sin tumba la tiene en todas partes, sobre todo en la tierra que lleva­mos dentro.
Reflejo pálido de la insistencia de otros, mi insistencia de nutre también de otra vertiente del asunto, es decir, no sólo se escarba en la muerte de Federico sino hasta en su vida. Buscar dentro de ésta los pormenores oscuros, los siguientes atardeceres fechados con precisión, los resortes no siempre confesables que mueven al alma humana, todo ello basado en confesio­nes deshilvanadas y dudosas (nada más engañoso y perverso que la materia de los recuer­dos), es un intento también oscuro de manchar la luz e incluso de suavizar la trayectoria de la bala asesina. Conocemos el inútil sudor de Saint-Beuve para violar el lecho nupcial de Víctor Hugo y reconocemos que no se trata de un aporte en el profundizar la obra poéti­ca de éste. En el caso de Federico, soy capaz de reconocer mi inocencia y mi posible equivo­cación: más lejos que otros que quieren a Lorca, mi perspectiva carece del enfoque isleño. Prefiero errar pero teniendo más tierra bajo mis pasos.
La fama literaria de Federico García Lorca, debida a su muerte, tiene que ser sustituida, al menos desde ahora, por la verdadera proyección universal de su obra. Tal como nos ha quedado y no como hubiera podido dejárnosla. Sus grandes logros poéticos justifican ple­namente esta proyección y para la demostración sirven todos sus libros de poemas, incluido el que lleva ese mismo título. Es un poeta cuya alcurnia le da derecho a vivir de su poesía y no de su muerte. Y de hecho, Lorca vive de su poesía desde hace mucho, traducido en todos los idiomas del mundo, tal vez ningún otro poeta español haya gozado de tantos in­térpretes dentro y fuera de España. Allá, por los sesenta, en mi primer intento de acercarme a su obra, no me ha sido difícil hacerme con unos ocho o diez largos estudios y libros que les venían dedicados. Por lo menos unos veinticinco. Y téngase en cuenta que la distancia entre mis tierras y las españolas no es la que se mide en kilómetros.
La proyección universal de Lorca funciona ya pero, al menos para mí, está claro que lo primero que le ha dado tanta circulación por el mundo ha sido la fama de su muerte. Es por ello que el volver una vez más sobre este asunto me parece más que molesto, puesto que tal actitud le quita mucho de su verdadera luz, le corta el vuelo y, lo que es muy impor­tante, lo aisla de su mundo, de los poetas de su generación, y lo trata como un fenómeno más, como un caso particular. Quienes conocen la larga espera bucólica que dio paso a la gran poesía de Siglo del Oro entienden muy bien que sólo esa generación del 27 es la que supo reiterar semejante hazaña. Entienden también que Federico ha sido el elegido para que España se exprese una vez más. Después de Lope, como sostiene Dámaso Alonso, Fede­rico reúne en el haz de su genio todos los elementos de la hispanidad: de toda España viene, a toda España va.
El olivo donde fue fusilado Federico

Detenida por el fusil, la poesía de Federico García Lorca deja abierto el camino hacia el futuro que le ha sido vedado. Intentar la prolongación de éste no es tarea fácil pero sí de mucho provecho en cuanto al entendimiento de su arte poético en cuya evolución descubri­mos los únicos datos seguros para trazar su posible andar. De modo que a veces hay que ir muy atrás, a los comienzos mismos de su creación literaria y no quedarse solamente en los últimos poemas que la muerte le ha permitido escribir. Los codiciados «sonetos del amor oscuro» que nos faltaban ya los tenemos y resultan ser menos de lo que se esperaba y más de lo que se suponía. Seguir relacionándolos con los presagios de la muerte y, sobre todo con lo erótico que hay en el Diván del Tamarit, sostener incluso que es el mismo universo (Marcelle Auclair), no parece ser una dirección muy fértil. Juntos o separados, Eros y Tanatos son orillas y no-eje de este camino.
La doble crisis que, según muchos testimonios, atravesaba Federico después de la mereci­da gloria que le había brindado el Romancero gitano se puede seguir y explicar en los textos y en la vida y es ella misma la que explica muchas cosas. Entre otras, sus continuos viajes tanto al exterior (Estados Unidos, Cuba, Argentina), como por el interior de la península, recorriendo su geografía con la famosa La Barraca. Por los dos lados, el poeta trataba de estar ocupado, de desahogarse en el trabajo. Son los años, los últimos años de su vida, cuan­do para superar la crisis sentimental va de una parte a otra, mientras que, en el intento de superar la otra crisis, la de su creación literaria, no para en construir proyectos de nuevos libros de poesía y obras de teatro. Tal vez, los manuscritos de este período, los borradores hechos en sus ininterrumpidos andares y en la casa que tenía en Alcalá 102, para quien los tenga a la mano, alumbran muy bien estas búsquedas. A falta de ellos sirven bastante sus confesiones directas, que podemos rastrear tanto de las cartas como de las conversaciones y charlas ocasionales.
Es, por ejemplo, en una de esas entrevistas, entre las últimas, la sostenida con Felipe Mo­rales, en 1936, cuando Lorca habla de sus libros inéditos: «Tengo cuatro libros escritos que van a ser publicados: Nueva York, Sonetos, la comedia sin título y otro...» (Obras Comple­tas, cuarta edición, Aguilar, 1960; pág. 1.760; es la edición que usamos en estos apuntes). Ese «otro» libro que el poeta no nombra da derecho a suposiciones, sobre todo si tenemos en cuenta que en aquel entonces el Diván del Tamarit estaba listo para imprenta bajo cui­dado de su amigo Emilio García Gómez, en la Universidad de Granada. ¿Cuál podría ser? De ningún modo «los sonetos del amor oscuro» puesto que el poeta se refiere a un libro general de sonetos y añade: «El libro de Sonetos significa la vuelta a las formas de la precep­tiva después del amplio y soleado paseo por la libertad de metro y rima». Más aún, explica esa vuelta bajo una onda de emulación colectiva: «En España, el grupo de poetas jóvenes emprende hoy esta cruzada», la de sonetos que parece haberlo atraído dentro también a él, siempre abierto a los ejercicios e interesado en enriquecer su arte. No es casual por ello que en esta conversación surja el nombre de Quevedo, de la injusticia que se ha cometido con él y de la muy reciente amistad de Lorca con el exiliado de la torre de San Abad.
No disponemos de más referencias, pero el poeta le comunica a Felipe Morales su inten­ción de hablar sobre Quevedo en México (lo que nos da derecho a suponer que la entrevista es del mes de mayo). ¿Hubiera pensado Federico regresar hacia el Siglo de Oro para seguir su camino poético? La pregunta, si no perdemos de vista su generación, parece sin sentido: de algún modo, todos los poetas que la integran se habían vuelto hacia aquellos tiempos y ese desandar los ha marcado a cada uno según sensibilidad propia. Góngora había sido cátedra para todos y entre todos los habían arrancado no tanto del olvido como del mal entender, convirtiéndole en un poeta más de esa generación. Pero a Quevedo, no. O no tan­to. Lorca vislumbra la injusticia y hubiera sido capaz de poner en movimiento la actualiza­ción de la obra quevediana. Si hubiese ocurrido esto, nos arriesgaríamos a sostener la exis­tencia de un panorama diferente de la poesía española actual porque en Quevedo hay mu­cho caudal que aún se puede aprovechar, y en aquel entonces sí que hacía falta.
Hacía falta, puesto que es conveniente subrayar que la crisis que atravesaba Federico no era algo muy suyo. En cierto grado la padecían todos los poetas de su generación y era una crisis más fuerte aún en otros países, como Italia y, sobre todo, Francia, donde la superación parece haber sido lograda después de más tiempo a pesar de sus comienzos más tempranos. Tanto que si nos fijamos bien podríamos sostener que para España, para «esa generación que no se alza contra nada» (Dámaso Alonso), la crisis resulta ser producto de «importa­ción», una vez con los «ismos» que se aventaban sobre aquellos años. Esa generación se co­municaba con todo el pasado poético, no había ruptura y es por ello que Jorge Guillén puede apuntar: «¿Qué poeta de entonces, francés, italiano, sobre todo italiano, se habría atrevido a escribir sin ruborizarse un soneto? Para aquellos españoles, el soneto podía ser escrito en un acto de libertad, conforme a su «real gana» poética». (Una generación, en Len­guaje y poesía, Revista de Occidente, 1962, pág. 250).
Tan dueño de su arte, Federico había «quemado» muchas experiencias poéticas en interva­los muy cortos, su evolución lírica es impresionante en este sentido. Logros estéticos han sido puestos de relieve por todos sus intérpretes, al surgir por doquier: la exclusión de los elementos retóricos, la eliminación del estribillo, la valoración del cante, la resurrección del romance culto, la concisión de la palabra y el sorprendente radio de sus metáforas son sólo algunos de los escales que hay que tener en cuenta cuando se trata de su trayectoria futura. Pero la crisis, al menos para él, no constaba tanto en la forma como en el contenido. Tal vez podríamos hablar de un cansancio de los temas de su poesía. El mito de la gitanería lo molestaba mucho y era obvio distanciarse de tal universo. No daba más y no era Federico el poeta dispuesto a quedarse dentro de una fórmula o modalidad poética, por genial que sea ésta, para «industrializarla» y producir un sin fin de poemas y libros sin novedad alguna.
Es por esto que aquellos libros que a veces nombra y otras veces no, libros escritos o sola­mente pensados o esbozados, no son casualidades. Aunque sin escribirlos, para él han exis­tido de verdad, al menos como búsquedas y respuestas a sus propias preguntas e inquietu­des. Y los títulos no son pocos: El libro de las odas, Academia de la rosa y el tintero, el Libro de las diferencias, incluso los Sonetos del amor oscuro y también La sirena y el carabi­nero, del cual conocemos solamente los 24 alejandrinos publicados en 1927.
Si a estos títulos añadiéramos dos más que sí los tenemos —Poeta en Nueva York  y Diván del Tamarit— el panorama es completo y cambia bajo muchos aspectos. En los dos libros observamos el esfuerzo del poeta para hacer suya una materia poética muy ajena. Sobre to­do en el primer título. En el segundo, Lorca se vuelve hacia el universo de la lejana lírica árabe de Andalucía bajo una necesidad interior de descubrirle los elementos fundamentales y hacerlos fusionar con su poesía ya abierta por el Poeta en Nueva York a un humanismo nuevo y a una tonalidad social muy firme. Tal vez, la fusión de estos tiempos poéticos, ar­moniosa precisamente por sus contradicciones aparentes, hubiera podido aportar una nueva dimensión de su lírica. Al no producirse, nos quedamos con la hipótesis. El hecho de que en Diván del Tamarit el poeta no traslada sino procesa muchos elementos de la poesía árabe justifica esta opinión, señalando algo del mencionado camino futuro.
Dibujo de Federico

En este contexto, el Poeta en Nueva York es, en nuestra opinión, el libro que ofrece el mayor número de sugerencias. No por ser una «experiencia surrealista», como aún se sigue juzgándole, sino por ser una confrontación lorquiana con un mundo que no tenía nada de mediterráneo y también como medida concreta de su capacidad lírica en dominar ese mun­do. No hay, o no conocemos nosotros, una experiencia igual en aquel entonces en toda la poesía universal y las obras que se invocan como posibles influencias o puentes para acercar a Lorca a las otras orillas del Atlántico, importan bien poco. Las huellas que dejan no son muchas, participan muy poco en la modalidad poética de aprovechar esa materia tan insóli­ta y casi desaparecen del contenido de los poemas.
Un verdadero temblor parece haberse producido en el alma del poeta una vez que ha dejado su España para hallarse frente a frente con la «ciudad sin sueño» y con la civilización del mundo nuevo. La actitud más normal, y más a la mano en este caso, hubiera podido ser la negación, el rechazo del conocimiento y, tal vez, el anatema desde el exterior. Pero no sucede nada de esto. Encarnación del espíritu español, Lorca intuye mucho antes que los demás poetas europeos el insoslayable desarrollo de esta civilización técnica más allá de sus confines y preocupado en salvaguardar y defender al ser humano tiranizado por el vacío y la voracidad de la técnica, abre un diálogo directo con los valores humanos, como señal de alerta.
No a la estética de los surrealistas —cuya presencia borrosa no negamos— es a quien pres­ta su atención sino a la ética, una ética aún por descubrir en sus principios dentro de una sociedad no definida completamente. Una corriente subterránea de dolor y de gran huma­nidad late en todos estos poemas y el autor se nos muestra por primera vez como poeta- ciudadano, tribuna de los eternos valores del alma. Frente a los inmensos muros color ceniza de la ciudad tentacular que arrasa de igual modo a la naturaleza y al hombre, Lorca mide la dimensión del desierto técnico a través de la violencia directa contra el ser humano. Me niego a saber qué tiene de surrealista un verso como este: «Hay un dolor de huecos por el aire sin gente» (Intermedio) pero entiendo que se trata de un verso de indudable acento social y no me es difícil comprender que ese hueco es la muerte misma, la muerte como vacío existencial. Del mismo modo, no sé cuáles serían la forma, la influencia o las tenden­cias surrealistas que dominan el comienzo del poema Vuelta a la ciudad, mas no dudo que después de estos versos:
Debajo de las multiplicaciones
hay una gota de sangre de pato;
debajo de las divisiones
hay una gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de sangre tierna.
el poeta subraya a su aire la «atmósfera surrealista» trasladándola al verso, como un contable humilde, directamente de un libro comercial:
Todos los días se matan en New York cuatro millones de 

patos, cinco millones de cerdos,

dos mil palomas para el gusto de los agonizantes,

un millón de vacas,

un millón de corderos

y dos millones de gallos

que dejan los cielos hechos añicos.
Es por ello que de lo primero que hay que hablar en el caso de estos poemas es del enri­quecer sustancial de las ideas y del fondo poético lorquiano. El poeta que escribe versos como los de arriba es muy otro del que miraba cómo corría Preciosa, llena de miedo, bajo una luna de pergamino y casi no tiene nada que ver ni con aquellas sombras negras, con el alma de charol, que avanzaban de dos en fondo para sembrar sobre la ciudad de la fiesta un rumor de siemprevivas. Ahora, en vez de oír el relincho de un caballo malherido que llamaba a todas las puertas, el poeta asiste a una «reunión de los animales muertos» estre­mecido al mirar un gato laminado, las pezuñas de ceniza del hipopótamo eternamente ale­gre o una gacela con una siempreviva en la garganta. El lenguaje poético lorquiano es tota'- mente otro y también son muy diferentes los medios de expresión y transfiguración de esta realidad nueva. La metáfora lorquiana, a veces con predilección cultista, otras veces desatada de todo misterio, despliega ahora su vuelo como nunca, se abre en dimensiones inéditas, los poemas en sí, esos nuevos poemas, siendo como unas gigantescas metáforas.
¿Serían estos poemas fruto de una experiencia no española? Con la ventaja de haber po­dido seguir de cerca los pasos del poeta en su viaje, Ángel del Río habla de T.S. Eliot, con su Tierra baldía, «el más triste poema de nuestro siglo» (ya no lo es desde hace mucho...) y da como seguro el libro Hojas de hierba de Walt Whitman, a base del encuentro de Fede­rico con León Felipe, traductor «del poeta de Camden» (García Lorca: «Poeta en Nueva York», en Estudios sobre la literatura contemporánea española, Gredos, 1966, pág. 283 y sig.). Es Ángel del Río también el que ha visto en el cuarto estudiantil de Lorca los libros de Dos Passos y Erich María Remarque. Y Edmundo de Ory, en su estudio dedicado a Lorca (Lorca, Editions universitaires, París 1967, pág. 108 y sigs.) invoca los nombres de Baudelaire y Heine, no tanto como influencia sino como posible comparación. A Lorca no le eran desconoci­dos. A Heine, por ejemplo, lo menciona en su conferencia Imaginación... (Op. cit. pág. 1.548) que es de 1928. Pero Edmundo de Ory recuerda a Heine dentro de sus propias inquietudes en cuanto a la poesía expresionista alemana y la simbolista de las ratas dentro de esta poesía En el caso de Lorca y de su Poeta en Nueva York, el símbolo tanático más usual no son las ratas sino las ranas. Aparte de la serpiente, como lo ha demostrado Gustavo Correa, lle­vando su investigación hacia lo mítico.
Tal como ya hemos dicho, estos contactos o correspondencias tienen poco peso para el contenido de los poemas lorquianos. En su contemplación (o «hecho del alma», como teori­za el poeta mismo) de este mundo, Lorca se puede encontrar con todos los hombres porque los objetos contemplados son unos solos. Pero más allá, cuando se pasa a la inspiración que es «un estado del alma», la situación cambia puesto que se pasa desde el análisis a la fe, donde las diferencias entre los seres humanos son obvias. Otros muchos hombres han mira­do los mismos edificios, las mismas calles, los mismos barrios y las mismas muertes. Pero ni en Blas Cendrars, con su Pascuas en Nueva York (1912), ni en Jules Renard, con su Diario póstumo (1925), ni en Pierre Loti, tan aplicado a lo efímero, a la muerte y a la soledad, ni en, por fin, Vicente Blasco Ibáñez (un «Baedecker inflado»...), ni en otros tantos encon­traremos algo que se parezca a la transfiguración lorquiana de este universo. Lorca ya no es el Lorca de antaño. Tal vez, un solo poema, Poema doble del lago Edén Mills, del cual hablaremos más adelante, nos recuerda «la voz antigua» del poeta.
Por otro lado, la influencia surrealista, que por cierto no la negamos —hay dentro de estos poemas una vibración, un aire, una línea específica del surrealismo— se esfumina pa­so a paso para dejar entrada a un claroscuro que trata de defender al menos partes separadas de la existencia que el poeta intenta salvar.
Ese claroscuro surge de una necesidad de espacio, que ya no es el conocido espacio poético lorquiano, casi siempre abierto. Ahora, repentinamente, el espacio se cierra. Insistiremos en esto porque ha sido poco tratado hasta la fecha y nos parece ser de mucha importancia para el entendimiento del libro.
Fundamental para el desenvolvimiento de los poemas lorquianos, el espacio abierto se apoyaba otrora en unos elementos muy concretos —montañas, caminos, senderos, barran­cos, ríos, llanuras— y también en la vida misma —jinete, caballo, reyertas, procesiones, etc.— sorprendida en sus movimientos pacíficos o violentos. Tal vez, sólo en Prendimiento de An- toñito Camborio y en Romance del emplazado tenemos un espacio cerrado, mientras que en Poeta en Nueva York nos encontramos casi siempre con este último, cortado por todos los lados:
A la izquierda, a la derecha, por el Sur y por el Norte, 

se levanta 

el muro imposible...
(Oda al rey de Harlem)
Dentro de un espacio así, el movimiento del alma está enjaulado, tropieza con las esqui­nas y todo lo que logra es resbalar sobre el «tumulto de las ventanas» esos «enjambres» que acribillan el muslo de la noche. El vuelo es imposible y casi no tiene sentido puesto que el cielo mismo le es hostil:
Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío donde sonaban las voces de los que mueren bajo el guano. Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo, con el bozo y lirio agudo de sus montañas invisibles, acabó con todos los más leves tallitos del canto...
(Danza de la muerte)
Un cómputo de algunas palabras, únicos organismos reales dentro de un poema, nos arroja un balance estremecedor: en Poeta en Nueva York el cielo aparece 38 veces; la luna también 38; los ojos (sin contar miradas y adyacentes) 31; el hueso, 14 y la muerte, 23 veces. Tal vez, las cifras no son muy exactas, pero muestran el esfuerzo del poeta en ampliar el espacio que se le viene encima, cada vez más cerrado, cargado de vacío, dolor, muerte, vómito y el orinar al lado de un gemido. Un esfuerzo desesperado y muy significativo en compara­ción con lo que sucede, por ejemplo, en el Romancero gitano donde, si descontamos el Ro­mance sonámbulo, la luna sólo aparece 8 veces y las imágenes en cuyas estructuras participa no tienen nada que ver con lo que pasa ahora.
La morfología de la cultura entiende el espacio, en primer término, como factor domi­nante, exclusivamente determinante y con valor simbólico de una cultura o de un estilo. En lo segundo, como acto creador de la sensibilidad consciente. Por sus poemas, Lorca se adelanta a los antropólogos, investigando por vía poética el cuadro estilístico de ese mundo cuya cultura, al menos en los años 30, funcionaba si no del todo caóticamente, bastante artificial debido a los datos prestados de muchos horizontes espaciales, blancos o negros, que se negaban (y aún se niegan) en fusionar, yendo por separado o enfrentándose. Porque hace falta tiempo, mucho tiempo y relevo de más generaciones para que una cultura ad­quiera su personalidad, su originalidad y sus caracteres peculiares. Frobenius, entre otros, tratando la cultura árabe y subrayando sus caracteres mágicos y fatalistas, llega a la conclu­sión de que esa tiene como cuadro estilístico el espacio-bóveda, mientras que para la cultura del Oriente hay un espacio-camino laberíntico. No hacen falta más ejemplos para resaltar la importancia de ese cuadro, sobre todo para la subconsciencia, relacionada orgánicamente al horizonte espacial.
Desde luego, no hay que confundir ni identificar siempre el espacio espiritual con el es­pacio meramente físico, aunque el primero tengo mucho que ver con ese otro. Basta con recordar a C.G. Jung que ha mostrado la influencia de la geografía física hasta en la morfo­logía de la cara del hombre o a Ortega y Gasset, cuando habla (Intimidades) sobre la pam­pa, ese «órgano de promesas» que vive de sus confines y embriaga al ser humano de irreali­dad.
Frente a la realidad doméstica de Nueva York, a Lorca le falta su espacio mediterráneo y no por casualidad alza tantas veces sus miradas hacia el cielo, buscando una salida para su sensibilidad sediente del habitual misterio visible. «Los latinos queremos perfiles y miste­rio visible, Forma y sensualidades»,Op. cit. 1.548). Y no hay tal misterio. En este cielo «mon­dado», donde el aire es un «viajero por su propio torso» y la luna es «una calavera de caba­llo», el azul (el que vemos nosotros aunque la ciencia nos diga que es negro), no es el de su Andalucía. Solamente en Norma y paraíso de los negros el poeta se acerca seis veces a ese color y tantas veces lo encuentra tan diferente del suyo. Ese otro de ahora es un azul desierto, un azul crujiente, un azul sin un gusano. Se conoce de sobra la función de los colores en la lírica lorquiana y en la de su generación. Se conoce el símbolo que lleva cada uno y la desenvoltura de Lorca en trabajar con ellos. Ahora ha cambiado incluso este traba­jo, pero el resultado es impresionante:
Es por el azul sin historia,
azul de una noche sin temor de día,
azul donde el desnudo del viento va quebrando
los camellos sonámbulos de las nubes vacías.
(Norma y paraíso...)
Ese azul sin historia, es decir sin tiempo ni cuento, hace parar los pasos del poeta y, en ausencia de su espacio, lo obliga a buscarle en un "movimiento hacia adentro: dolor, sangre, llanto, lágrima, soledad, tristeza, grito, silencio. Que todos son movimientos interiores. Los que funcionan en el exterior son como contrapeso de éstos porque casi todo lo que sucede en el exterior los supone: asesinados y asesinos, cementerios, tabernas (donde incluso «vivi­rán un día los caballos...»), ruinas, aguas podridas, vómitos, orina. La naturaleza misma es como nunca en su poesía un reflejo de los estados del alma, o, muchas veces, partícipe desde fuera. Ya no estamos frente al chopo «maestro de la brisa» sino a un «árbol de muñones que no canta» (Vuelta de paseo). No oímos más el rumor de ese chopo articulando Fe-de-ri­co, sino «el mugido del árbol asesinado por la oruga» (Cielo vivo).
Árboles, animales, pájaros, peces, ranas e insectos casi no salen de este círculo. No pue­den salir. Lo único que logran son los trastornos y las transferencias desesperadas:
¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!
¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!
¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!
¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!
(Introducción a la muerte)
¡Qué esfuerzo del poeta para ganar un poco más de libertad y espacio para su alma! Mientras que el círculo funciona con tenacidad y siguen también las transferencias y las transforma­ciones como dentro de una pesadilla que no termina nunca:
porque los pájaros están a punto de ser bueyes; pueden ser rocas blancas con la ayuda de la luna y son siempre muchachos heridos...
(Panorama ciego de New York)
Tal vez, no es puro azar el hecho de que en este mismo poema, después de tanto andar «sin brazos, perdido/entre la multitud que vomita», el poeta trate de dar una definición del dolor y lo hace con una lógica propia de la ciencia: «Todos comprendemos el dolor que se relaciona con la muerte, pero el verdadero dolor no está en el espíritu. No está en el aire, ni en nuestra vida, ni en esas terrazas llenas de humo. El verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas es una pequeña quemadura infinita en los ojos inocentes de otros siste­mas (...). Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo, es un pequeño espacio vivo al loco unísono de la luz, es una escala indefinible donde las nubes y las rosas olvidan el griterío chino que bulle por el desembarcadero de la sangre...-». Apenas en esta última frase descubrimos la poesía, todo el párrafo anterior —que hemos reproducido adrede sin marcar los renglones de los versos— recordando muy de cerca el texto de un científico afi­cionado, tal vez, a la literatura.
Pero, ¿para qué seguir con los ejemplos? Haría falta citar todo el libro puesto que el me­canismo es uno mismo en todos los poemas y es muy fácil advertir que siempre cuando se trata del espacio de adentro o interior, el poeta está preocupado por el ser humano, como individuo, mientras que el espacio de afuera o exterior viene reservado al mundo en gene­ral, a los problemas que lo están aplastando. Las conexiones o los intentos de fusión son muy a menudo trágicas porque el más aplastado es el ser humano, con sus sentimientos, sus pesares y sus creencias. Es por ello que estos intentos, esos juegos adentro-afuera, desem­bocan casi siempre en el hueco o en el vacío, como punto final de la existencia. He aquí sólo algunas de estas situaciones: «el hueco de los vestidos», «dame tu hueco, amor mío», «para ver los huecos de las nubes y los ríos», «ruedan los huecos puros, por mí, por ti, en el alba», «el hueco de una hormiga puede llenar el aire», «con el hueco blanquísimo de un caballo», «mi hueco traspasado por las axilas rotas», «mi hueco sin ti», «y queda el hueco de la danza sobre la última ceniza», «lo que importa es eso: hueco; Mundo solo, Desemboca­dura. También ese otro que ya hemos apuntado antes: «hay un dolor de huecos por el aire sin gente». Aún sin el contexto que les da la verdadera significación, esas construcciones nos descubren la dialéctica trágica y nada oculta del juego adentro-afuera, donde lo minia- tural y lo inmenso son copartícipes iguales en el intento de hacer que el espacio sea uno solo.
Ciudad sin sueño
Volvamos ahora a lo prometido: Poemas del lago Edén Mills, considerados después de la observación de Angel del Río como únicos en que el poeta «trata de recobrar su antigua voz (...), la voz de la sinceridad y del amor» (Op. cit. pág. 269). La demostración es difícil. Harto de los «ejercicios de ventanas» de la ciudad, de la «soledad prevista» o «esquiva en los hoteles», sentado en las orillas del lago, el poeta no logra recobrar esa voz sino tan sólo recordarla. La recuerda con añoranza, con todas las rosas que manaban de su lengua. La recuerda tanto que llega a sentirla presente como nunca y bebiendo su sangre, pero en este mismo tiempo sus ojos se quiebran con el viento, con el aluminio y las voces de los borra­chos. Surgen así las impresiones que trae consigo de la ciudad, tan fuertes que cubren la voz de antaño, dejándole tan sólo la libertad de ese recuerdo y del llanto:
Quiero llorar porque me da la gana
como lloran los niños del último banco,
porque yo no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que sondea las cosas de otro lado.
Calles y sueño es un detalle importante pero no en el sentido que se le atribuye. Tal como está esta sección dentro de la unidad del libro no parece ser un respiro en la trayectoria del libro, ni «una transición entre la incoherencia de los primeros poemas, de tono más perso­nal, y los poemas impersonales y abstractos que siguen» (Ángel del Río, id. 269). Al contra­rio, los poemas que siguen nos parecen mucho menos impersonales y abstractos por ser, en la mayoría, poemas donde el poeta asume la responsabilidad del yo, un yo crítico que denuncia, protesta y grita, dialoga con los valores de la humanidad a través de Whitman, muestra al mundo la América que «se anega en máquinas y llanto», muestra a Nueva York «de cieno, de alambre y de muerte» y en final huye con «Dos valses hacia la civilización», para echar ancla en La Habana.
Todo lo dicho nos incrementa la opinión que trataremos al final de nuestros apuntes: Lorca ha vuelto muchas veces sobre ese libro, en una elaboración larga y penosa. Un solo poema, Vaca, sí que nos trae un aire bucólico, tanto que casi no encaja ni en esa sección ni en las demás. Como si fuera parte de otra que dejó de escribir:
Arriba palidecen luces y yugulares.
Cuatro pezuñas tiemblan en el aire.
Apenas en esto distinguimos algo de la «voz antigua» del poeta, no tanto por recordar «los cuatro sollozos de plata» o «los cuatro cascos (que) eran cuatro resonancias» (Thamar...), como por la ternura habitual del poeta y por su manera de atar raíces, cielo, navaja, luna, dentro de una imagística muy suya.
Existe un poema espléndido de Juan Maragall, La vaca ciega, que tanto le ha gustado a Unamuno que lo ha hecho suyo en Poesías (1907), libro que Lorca hubiera podido conocer muy bien. Es un poema tan estremecedor en su argumento tan sencillo que nunca se olvida y se le toma cariño por cualquiera hallado frente a un animal desamparado que se abreva a tientas y después «con gesto de tragedia, parpadea/sobre las muertas niñas y se vuelve/ba­jo el ardiente sol de lumbre huérfano/por senderos que no olvida vacilando».
La correspondencia en sí es extraña como bella y más extraña aún es la semejanza de este poema lorquiano con uno de igual título de Serguei Esenin. Escrito en 1915, ese poema narra los instantes del pobre animal antes de que sea sacrificado. Se le sacrifica sí al ternero, la piel de éste flota al viento, colgada de las ramas de un árbol mientras la «mamá» se acerca a su fin soñando bosques, ríos y pastos. Los elementos son los mismos —cuernos, ojos, mo­rro, cielo, muerte— y ponen en movimiento las mismas imágenes.
A Esenin se le conoce poco en España incluso hoy (por no haber dado con su traductor) y es poco probable que Lorca haya conocido su poema. Pero dentro de lo que es la literatura comparativa, esos encuentros bien se merecen un estudio aplicado.
Luís Rosales

Otra posible deuda (y muy grande) de la literatura comparada con Lorca es la investiga­ción de sus poemas y a los de César Vallejo. Nos referimos, desde luego, a los poemas del Poeta en Nueva York. Es que el dolor lorquiano vertido en este libro no tiene parangón alguno en la poesía europea y universal de aquel entonces más que en la «voz indiana de los Andes» que ha sido César Vallejo.
Sensibilidades muy diferentes, Lorca y Vallejo viven la misma angustia para con el ser humano, bajo un signo paralelo de igual valor. De libro a libro, el uno como el otro tratan de superar su arte y, más allá de sus convicciones políticas, en las últimas obras que nos han dejado llegan a convertirse en voces de la humanidad, en sus más agudos momentos de dolor y desesperanza.
La investigación más fácil que pudiera hacerse en esta relación Lorca-Vallejo es ir observan­do la congoja de este último en sus Poemas humanos. Poemas como Epístola a los transeún­tes, Telúrica y magnética, Los nueve monstruos, Intensidad y altura, Traspié entre dos estre­llas, etc., ofrecen un sinnúmero de datos para que el comentario vuelva por sí solo a los poemas de Lorca. El encuentro de los dos poetas bajo el mismo estado de alma es sorpren­dente, tanto que permite hilar un diálogo lírico muy coherente casi con las mismas pala­bras. Versos de Danza de la muerte como «el director observando el manómetro/que mide el cruel silencio de la moneda» o aquel «hilo tenso» que va «De la esfinge a la caja de cauda­les» y «atraviesa el corazón de todos los niños pobres», mientras «los hombres fríos» beben «en el banco lágrimas de niña muerta» encuentran de golpe sus otras equivalencias en Los nueve monstruos, en versos como estos: «Jamás, hombre humano,/hubo tanto dolor en el pecho, en la solapa, en la costura/en el vaso, en la carnicería, en la aritmética.» o muchos otros más. De igual modo, fragmentos enteros de Paisaje de la multitud que orina —«campos libres donde silban mansas cabras deslumbradas/paisajes llenos de sepulcros que producen fresquísimas manzanas»— se sobreponen con otros tantos de Vallejo, incluso recuerdan sus poemas del primer libro: «Húmeda tierra/de cementerio huele a sangre amada» (El pan nuestro).
Evidentemente, mucho más interesante sería la lectura simultánea de los poemas lorquianos y los publicados por Vallejo en Heraldos negros y Trilce por ser éstos muy anteriores a los de Lorca. Aún así el diálogo sigue y aquellos desgarradores versos —«Quiero llorar por­que me da la gana/como lloran los niños...» a «Quiero llorar diciendo mi nombre,/rosa, niño y abeto...»— del Lago Edén reproducen mucho del ambiente que encontramos en «Esta tar­de llueve, llueve mucho. ¡Y no tengo ganas de vivir, corazón!» (Heces) o en «He salido a la puerta,/y me da ganas de gritar a todos:/Si echan de menos algo, aquí se queda» (Ágape), incluso en aquel «...y empieza a llorar en mis nervios/un fósforo que en cápsulas de silencio apagué» (Nervazón de angustia).
Recuérdense también la presencia del hueco sobre la cual hemos insistido adrede. Hela aquí, en los Heraldos negros de Vallejo:
Dios mío, y esta noche sorda, oscura, ya no 

podrás jugar porque la Tierra es un dado roído 

y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura 

que no puede parar sino en el hueco el hueco 

de una inmensa sepultura.
(Los dados eternos)
Las vivencias de los dos poetas no son las mismas, casi nunca. Lo que en Lorca es soledad, en Vallejo es melancolía. Lo que en Vallejo es esperanza e ilusión en Lorca es desengaño. Esperanza e ilusión son palabras desterradas del vocabulario lorquiano en Poeta en Nueva York. Lorca no espera: protesta, denuncia, escupe, directamente en la cara (Oficina y de­nuncia), se ofrece ser comido por la vacas, siempre falto de ilusión. El intuye la llegada de la guerra, con sus «melones de dinamita», no tiene ilusión pero sí tiene fe. Fe en la sangre que va a quemar «la clorofila de las mujeres rubias», fe en el «tuétano del bosque (que) penetrará por las rendijas», fe en la hierba y en las ortigas que «estremecerán patios y terra­zas», convirtiendo la Bolsa en «una pirámide de musgo». Después de los fusiles, tiene fe en la llegada de las hienas, hasta en «la resurrección de las mariposas disecadas». Sí que tenía mucha razón Juan Larrea al hablar de lo profético que hay en Federico.
Una investigación comparativa de Lorca y Vallejo, idea que me ha surgido al paso y la­mento no poder desarrollarla, tendrá que tener en cuenta dos pormenores más. El primero, el hecho de que cuando estos dos grandes poetas de nuestro siglo lloraban por la suerte del mundo y de la Tierra, ni en Europa, ni en otros partes, se hacían oír voces muy pareci­das. Las voces que resaltarán la libertad, la paz, los derechos del hombre y vituperarán la guerra y las injusticias vienen más tarde, después de la guerra misma. Si pensamos en Ara­gón, Eluard, Ungaretti, Hikmet, Seferis, Elytis, etc., vemos a Lorca y Vallejo como muy so­los. Tampoco Neruda se les acerca mucho y Mayacovski, por querer morir en 1930, no los acompaña, teniendo su lírica un universo muy otro. La entrevista Vallejo-Mayacovski se pro­duce en 1929 (justo cuando Lorca descubre a Whitman) y no tiene trascendencia alguna sobre el poeta peruano.
El segundo pormenor que no tenemos que olvidar es el encuentro mismo entre Lorca y Vallejo, aunque los testimonios sean pocos. Más que testimonios son hechos de la historia de la literatura: Lorca no ha podido conocer los Poemas humanos, publicado tres años más tarde de su asesinato y un año después de la muerte de Vallejo, que a su vez no ha podido tener en sus manos los poemas de Poeta en Nueva York. Pero sí Lorca hubiera podido cono­cer Los heraldos negros y Trilce. El primer libro se ha publicado en Lima, en 1918 y la prime­ra edición de Trilce es de 1922 (Tipográficos de la Penitenciaría) mas es poco probable que ejemplares de los dos libros hayan llegado a Madrid. Hasta, tal vez, 1925, cuando Vallejo mismo se hallara por vez primera en la capital española. La amistad de Juan Larrea con Va­llejo nos puede conducir hacia Lorca que en aquel entonces vivía en la Residencia. Dos per­sonas más eran amigos de los dos poetas: Ernesto Giménez Caballero y Gerardo Diego. Ade­más, en julio de 1930 Trilce se editará en Madrid con un prólogo de José Bergamín y un poema de Gerardo Diego. Lorca ha podido leer al menos esta edición al volver de Estados Unidos. Asimismo se da el caso de que en César Vallejo, Epistolario general, Editorial Pre­textos, Valencia, 1982, encontramos una carta (pag. 203 y sig.) de 27 de enero de 1932, diri­gida por Vallejo a Gerardo Diego donde le confiesa que a pesar de la ayuda amable de Lorca para que se estrenen en España sus obras de teatro (Lock-Out y Entre las dos orillas corre el río) esto no se ha cumplido. Importante es que sí, los dos poetas se conocían.
Que después de este «amplio y soleado paseo por la libertad de metro y rima» Federico García Lorca hubiera sido capaz de regresar a las formas de la preceptiva, para desenvolverse en sonetos, no dudamos. Como tampoco desconfiamos de su capacidad en regresar hacia su poesía andaluza. Su más perfecta obra dentro de ésta es el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, lo último que nos ha dejado.
Aún así las cosas, nos viene difícil considerar el Poeta en Nueva York como un accidente, sobre todo surrealista, en su carrera lírica. A la medida que hemos ahondado en la lectura de estos poemas descubriendo nuevos datos (forzosamente, en estos apuntes hemos prescin­dido de muchísimos), hemos venido convenciéndonos que el poeta ha invertido mucha ilu­sión en este libro, ilusión en cuanto a su futuro camino poético. No están estos poemas es­critos de primera mano, como era costumbre del poeta, sino fruto de una reelaboración muy aplicada, a base de unos borradores hechos in situ. Lo reconoce incluso Ángel del Río al hablar de una «clara organización externa y una ilación interna de los sentimientos y esta­dos del ánimo del poeta», destacando las cinco secciones del libro para concluir: «casi todos fueron rehechos después de abandonar Lorca la ciudad» (Op.cit. pág. 264).
Así lo creemos también nosotros. Su poca prisa en publicar un libro una vez que lo tenía escrito, como ha sucedido casi con todos los anteriores, no explica la nueva demora. Y con este fin hemos intentado sorprender el proceso de reelaboración en su movimiento evoluti­vo.
De una conferencia dada por el poeta en Madrid, en la Residencia de Señoritas, tal como ha quedado reseñada por V(íctor) de la S(erna), entendemos que aún en 1932 el libro esta­ba por hacerse, en la estructura que se nos presenta figurando tan solo cuatro de las cinco secciones que se nos presenta figurando tan solo cuatro de las cinco secciones mencionadas por Ángel del Río. Más todavía, en sus contenidos resultan bastante diferentes. El primer ciclo: la llegada del poeta al pueblo «sin raíces». Segundo ciclo: Harlem... Tercer ciclo: el campo y Wall Street arruinado; el pavor del abismo en un pueblo «que nunca ha luchado ni luchará por el cielo». Finalmente, el cuarto ciclo: la evasión del poeta, una evasión alegre, por el bisel antillano... Está claro que el libro no estaba «organizado», la primera parte no es la que tenemos y aunque descubramos en las cuatro secciones nombradas a las cinco y definitivas, faltan muchísimos elementos de la estructura final: calles, multitudes, sueños y sin sueños, la introducción a la muerte y la huida misma, en sus pormenores de valses y gritos. A no ser que el reseñador ha sido parco y perezoso,
Un año más tarde, es decir en 1933, en la entrevista concedida a Luís Méndez Domínguez para la revista Blanco y Negro, Lorca hablará más detenidamente sobre su libro: «No he querido hacer una descripción por fuera de Nueva York, como no la haría de Moscú. Son dos ciudades sobre las que se vierte ahora un río de libros descriptivos. Mi observación ha de ser lírica. Arquitectura extrahumana y ritmo furioso, geometría y angustia. Sin embargo, no hay alegría, pese al ritmo. Hombre y máquina viven la esclavitud del momento. Las aris­tas suben al cielo sin voluntad de nube ni voluntad de gloria. Nada más ético y terrible que la lucha de los rascacielos con el cielo que los cubre». (Lorca, op. cit., pág. 1673). Más adelante, el poeta cuenta su salida a la ciudad, recuerda una noche en el «agónico barrio armenio» (deducimos que el poema Asesinato es trascripción casi al pie de la letra de una conversación que Lorca escucha «detrás de la pared»), para parar después entre los negros, los únicos que entre tantas razas que siguen siendo extranjeras, no lo son. Se pasa en segui­da a Wall Street: «Impresionante por frío y por cruel. Llega el oro en ríos de todas las partes de la tierra, y la muerte llega con él. En ninguna parte del mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu (...) Horrible. Nadie puede darse idea de la soledad que siente allí un español, y más todavía un hombre del Sur. Porque si te caes —por ejemplo—, serás atropellado, y si resbalas al agua arrojarán sobre tí los papeles de sus meriendas. Esas son las gentes de Nueva Y)rk...»
Es decir, que esa indiferencia para con el ser humano indefenso que hoy es lugar común ya estaba muy desarrollada en esta ciudad desde los años 30...
Evidentemente, en el transcurso de la charla, Federico está narrando en prosa poemas ya hechos y que, finalmente, no los descubrimos así en la forma final del libro: «Lago verde, paisaje de abetos. Arpa judía. Miel, de arce. Saludo militar ante Lincoln. Cuatro caballos ciegos. Canciones de la épica heroica de Washington. Jazmines». No hay tales jazmines en lo que tenemos. Ni épica heroica ni saludo. La miel de arce se tornará en miel de establo (Vaca) y los cuatro caballos ciegos (que, en realidad eran uno solo según testimonio directo del poeta argentino José González (Carbalho) serán tres caballos ciegos (El niño Stanton) y el lago quedará sin el color verde.
En una carta dirigida a Ángel del Río desde Edén Mills y fechada en agosto de 1929, Lorca apunta: «Te escribo desde Edén Mills. Muy divertido. Es un paisaje prodigioso, pero de una melancolía infinita... pero los bosques y el lago me sumen en un estado de desespe­ración poética muy difícil de sostener. Escribo todo el día y a la noche me siento agotado». En otra carta, esta vez desde Nueva York, dirigida a Carlos Moría Lynch, tal vez a final de su viaje, encontramos: «Yo vivo en la Universidad de Columbia, en el centro de Nueva York, en un sitio espléndido junto al río Hudson... Pasé el verano en el Canadá con unos amigos y ahora estoy en Nueva York, que es una ciudad de alegría insospechada. He escrito mucho. Tengo casi dos libros de poemas y una pieza de teatro». ¿Dónde encontrar ahora, en el Poeta en Nueva York, esa «ciudad de alegría insospechada»? ¿Dónde se ha ido el «paisaje prodi­gioso» y muy divertido? Poco a poco, estas primeras impresiones han dejado paso a las defi­nitivas. En la entrevista con Felipe Morales que ya hemos citado y que suponemos que es de mayo 1936, leemos: «Nueva York es terrible. Algo monstruoso. A mí me gusta andar por las calles, perdido; pero reconozco que Nueva York es la gran mentira del mundo. Nue­va York es Senegal con máquinas» (lo subrayado es nuestro). También aquí un matiz muy lindo: «Pero así como en la América de abajo nosotros dejamos a Cervantes, los ingleses en la América de arriba no han dejado su Shakespeare»... Ahora sí podemos suponer que el Poeta en Nueva York estaba en su forma casi final: la definición de Nueva York como «Senegal con máquinas» dice muchas cosas, sobre todo sueña como una de sus profecías más certeras.
No dudamos, pues, de que este libro habrá tenido la más larga y penosa elaboración de todo lo escrito por Federico. Apenas en agosto de 1935 tenemos una confesión que nos de­termina considerar que el poeta se acercaba a la última forma: es la carta enviada a Miguel Benítez Inglott y Aurina. Dice: «Estoy poniendo a máquina mi libro de Nueva York para darlo a las prensas el próximo mes de octubre; te ruego encarecidamente me mandes a vuel­ta de correo el poema «Crucifixión», puesto que tú eres el único que lo tienes y yo me quedé sin copia. Desde luego irá en el libro dedicado a ti».
Miguel Benítez no ha cumplido con la demanda, el poema se publicará por vez primera en 1950 y los editores lo reproducen aún al final del libro, donde no tiene sentido alguno. A su vez, Lorca no ha dado el libro a las prensas, en el mes de octubre de 1935, tal vez, retocándole a continuación.
Que esos retoques han seguido nos lo muestra, entre otros, el poema Son de negros en Cuba (pág. 458), la última forma que tenemos presentando algunas diferencias en relación con la que reproduce Víctor de la Serna en la reseña mencionada (pág. 1664). Si el editor hubiese hecho una comparación, hubiera corregido «arpa de troncos vivos» por «arpa de to­nos vivos» que es la lectura correcta. Por cierto, las diferencias no son muchas ni importan­tes: ahora tenemos «dije» por «he dicho», «alcochol en las ruedas» por «alcohol en las me­chas» y falta un penúltimo verso que era «Oh, Cuba ¡Oh, curva de suspiro y barro!.
Un detalle más: en la sección de Poemas sueltos encontramos unos textos que sin lugar a dudas pertenecen a ese libro y será conveniente, al menos en una edición crítica, mencio­narlos como tal, al final del libro, o como addenda. Entre estos, Luna y panorama de los insectos —El poeta pide ayuda a la Virgen— (pág. 540) que ha sido parte del poema que tenemos con el mismo título. Antes de este texto van dos poemas —Omega y Normas I y II (pág. 539)— de clasificación difícil: traen mucho de la «voz antigua» del poeta pero tienen un cierto aire del libro que tratamos, sobre todo el primero. Asimismo, dudamos (muy poco) del poema Mundo (pág. 556) y de Soledad insegura — Noche (pág. 1782), pero no dudamos del poema Tierra y luna (pág. 557) que esto sí es del Poeta en Nueva York, poema del mismo corte y de la misma altura y además —¡mucha atención!— está escrito en 1935.
Tal vez, el poema Mundo podría significar el regreso de Federico a las formas de la pre­ceptiva. ¿Era esa su meta? Abierto hacia el futuro que le ha sido vedado por el fusil, el cami­no de su poesía así quedará. Cortada su voz, la seguiremos oyendo en su trayectoria imposi­ble, como una que es y una que hubiera podido ser la más grande de nuestro siglo. En estos mismos alejandrinos del Mundo encontramos estos dos versos que bien pueden servir para concluir nuestros apuntes:
Mundo, ya tiene meta para tu desamparo.

Para tu horror perenne de agujero sin fondo.


R. Darie Novaceanu y
 
 Cuadernos Hispanoamericanos
Núm. 433-36. julio-octubre 1986



Justificación

            Vuelvo de la Feria del Libro con el sentimiento de haber estado en una romería virtual, con chiringuitos reales y un Mercado agrícola, invadido por trasgénicos. Mucha fruta y mucha legumbre. Nombres extraños, rebuscados. Con dominación de origen certificada. De entre lo más vendido, una coliflor cruzada con cante jondo y oloroso de Jerez, ofrecida como novela: Los amores oscuros. Productor: Manuel Francisco Reina. Casa distribuidora: la Editorial Temas de Hoy. Y sigo leyendo receta, ingredientes, valor nutricional, caducidad (ver portada) y, poco a poco, me ilumino gracias a las prescripciones: Lo que definitivamente convierte a Federico en un hombre pleno es su relación con un joven albaceteño, Juan Ramírez de Lucas, que, por primera vez, se compromete con el y le corresponde en un amor firme, maduro y apasionado.
            Trato de salvarme y pido un Ian Gibson – Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca y el vendedor de un chiringuito zaragozano me ofrece Ian Gibson – Lorca y el mundo gay, con una presentación esencial: No se puede separar al Lorca poeta del Lorca homosexual.
Al advertir mi vacilación, el zaragozano me  ofrece un folleto, gratis con explicaciones: Federico García Lorca tenía una capacidad de seducción que podía con todo y, en cuanto conoce a Juan Ramírez de Lucas, se produce un flechazo a la primera vista.
            Me resisto; devuelvo la mercancía y pido algo natural, algo así, como un olivo fertilizado por la flor de cabrahígo, que pone las olivas muy gordas y muy sabrosas. Insisto: un Félix Grande – La calumnia. Y el vendedor lo siente mucho, puesto que tal producto, válido por toda la vida, está agotado hace mucho.
Félix Grande

            Me alejo de espaldas, tomo un sendero y, desde Alfonso XII, bajo por Moyano: feria permanente, libros de todos los tiempos, apilados  por todas partes y libreros muy avisados y muy amables. Encuentro lo que busco y hasta lo que no pensaba buscar.
            Ya en casa, me acuerdo de muchas cosas, de mis viajes a Granada, de mis libros dedicados a Lorca, de las conversaciones, a medía mañana, en Cuadernos hispanoamericanos,  con Félix Grande y Luís Rosales, entrañable amigo de Federico y de todos nosotros.  Y no sé cómo, los recuerdos me trasladan a México, exactamente al Mercado de La Merced, donde mis amigos poetas me han llevado muy de madrugada para admirar un milagro de todos los días: pirámides de frutas y legumbre de toda clase, construidas durante la noche. Sabores, olores y colores. Auténticas, como la Naturaleza.
            Admiro a Manuel Francisco Reina por “haber estado dos años enlorcado y haciendo una investigación rigurosa” de los amores oscuros de Federico, escarbando en la cajita de madera – cartas, poemas, dibujos y un diario – que Juan Ramírez de Lucas la había guardado toda la vida, con mucho sigilo, antes de entregarla a su hermana. No dudo de que su libro “va a aportar luz y puede abrir nuevas vías de investigación.” Ya el señor Ian Gibson  abre la veda – “creía que el Soneto de la dulce queja estaba dedicado a Rafael Rodríguez, secretario de la Compaña La Barraca” – y se prepara ir a Las Vegas para dar con el paradero de Mari Julí, hija de Ramón Ruiz Alonso, el que ha perseguido, acosado y detenido a Federico García Lorca, en la casa de Luís Rosales; tan calumniado por haber defendido la vida del poeta. Calumnia que le perseguirá hasta la muerte. He vivido muy de cerca su sufrimiento, sus largos silencios y luego sus palabras sin sonido.
            Tal vez, después de su exitosa investigación literaria en La Vegas, Ian Gibson volverá a leer Una temporada en el infierno y arriesgará un juicio más: No se puede separar al Rimbaud poeta del Verlaine homosexual, ni al revés, al Verlaine poeta del Rimbaud... Tal vez. Yo vuelvo a México, al Mercado de la Merced y se me antoja que Rimbaud ha escrito el Soneto de las vocales, todavía por investigar, rodeado de las pirámides de frutas y legumbres aztecas, ordenadas según sabores, olores, colores...  

Madrid, 31 de mayo de 2012