El
mérito de un poeta legítimo resulta ser siempre mayor de lo que él mismo pueda
imaginarse y representa mucho más de lo que dicen los eruditos de su época. En
primer término, por la sencillísima razón de que una persona de semejante
alcurnia, hoy en vía de extinción, nos comunica en su obra algo más de lo que
sabe. Es el ser humano con derecho a profecía e incluso al vaticinio. En lo
segundo, porque los eruditos dominan menos el futuro; ellos son dueños de lo
pasado y ese «algo más» transmitido por el poeta es cosa de mañana, de muchas
mañanas. Con el pasar del tiempo y de la gente, la obra poética se abre cada
vez más y nos revela sentidos nuevos, para otro período, dentro de una perpetua
contemporaneidad. Lo que no es más que su núcleo de eternidad, su duración y
su extensión más allá de sus límites concretos y relativamente reales. Núcleo
que, por otra parte, es lo más movible de todo, según la variación de
sensibilidad del tiempo.
En
el caso de la poesía de Federico García Lorca, la nota profética ha sido
señalada, entre los primeros, por Juan Larrea, al tratar del libro Poeta en
Nueva York. Sumergido, se me antoja en este instante, en un medio
olvido sin merecer, el más ultraísta de los ultraístas, identificaba en estos
poemas la más límpida voz del
subconsciente colectivo, fuerza que sigilosa y ocultamente orienta el andar de
la historia.
Otro
poeta de su generación ha añadido a esa calidad profética de la poesía
lorquiana la de la «plenitud de porvenir», subrayando así su insustituible
pérdida. Se trata de Jorge Guillén. Fundado, desde luego, en los datos
peculiares de esta poesía y, tal vez, en los claros y nada misteriosos
principios de una estética que habrá de reunir en un solo barco que surcara en
una noche a mediados de diciembre del 27 las aguas del Guadalquivir a casi
todos los insignes poetas de esta generación. Bello testimonio debido a Dámaso
Alonso según cuyo parecer nunca hubo tal estética.
Según
Jorge Guillén, Lorca se hallaba en el umbral de su máxima expresión, los
últimos poemas que la muerte le ha dejado escribir siendo como tanteos de
abordaje en las orillas de un continente que no logró descubrirnos mas podemos
suponer apoteósico.
No
sé cuál de las dos opiniones ha sido la más certera pero entiendo que entre
ambas han apartado durante algún tiempo si no a la obra en sí de su perpetua
contemporaneidad, a una importante parte de los intérpretes de esa obra,
volcados hacia futuros y adivinanzas más que hipotéticas.
Detenida por el fusil, en
unas albas que nunca llegarán a ser mediodías, la poesía lorquiana nos dejará
ver siempre su posible eclíptica en el futuro que le ha sido negado. Asimismo,
nos sorprenderá cada vez por los presagios de destrucción de los que hubiera
podido ser la humanidad de este siglo si no hubiese pasado por el holocausto de
las guerras y de las tantas pobrezas materiales y espirituales. Pero eso de
esbozar el perfil melodioso del poeta a base de una materia que él mismo no
llegó a tener entre las manos, me parece, sólo de un punto de vista, menos
provechoso. El futuro es un territorio en constante movimiento y
transformación. Valéry tenía plena razón al decir, no sin ironía, que «el
futuro ya no es lo que era». Nunca lo ha sido, como tampoco el pasado (a pesar
de lo mejor...), tan otro en la medida en que nos apartamos de él caminando
hacia el movible futuro. No hay fórmula alguna, la futurología se ha
descuidado, y tal vez sea mejor así, en descubrir una correlación obvia entre
las dos aguas, aunque las incógnitas de la ecuación se encuentren en la
trayectoria de una sola vida, es decir, de un solo ser humano.
Bien sé que la fama
universal de Federico García Lorca desmiente de manera tajante todo lo
sostenido por mí hasta este momento. El poeta granadino va por el mundo mano a
mano con el glorioso Cervantes y no hay indicio alguno de que otro nombre
español le quitara este sitio. Pero ya he dicho fama y no-proyección universal. Los
términos sí son parejos mas de contenido muy diferente. El primero tiene algo
de relámpago, el segundo es sólo trueno. La fama cubre más superficie en menos
tiempo, la proyección universal va lentamente pero abre surcos profundos. De
una parte mucho florecer, de otra frutas maduras.
Ignoro la existencia de
una versión de Don Quijote, digamos,
en japonés (tal vez la haya, como la hay en
bengala, idioma del norte del Zaire, hecha por mi amigo Antonio Casanueva,
bella locura desconocida por el Instituto Cervantes) pero no dudo de la
traducción de Lorca en este idioma, y esto descartando mi directo encuentro con
la poetisa Satoko Tamura, gran conocedora de la obra poética del granadino.
Llego así al punto
más que delicado del destino de la poesía de Federico: la fama debida a su
muerte. El crimen sí ha sido en Granada, pero ese crimen (por ser contra la
poesía misma) se ha esparcido repentinamente, por el mundo, lo que ha hecho que
todos los poetas del planeta se sintiesen en algún momento granadinos. Lo que
no ha logrado en la lírica universal ni siquiera el perfil apostólico del
recién conmemorado Ezra Pound, con sus largos y penosos años dentro de un
manicomio, incluida su añorada Venecia y la famosa carta escrita a su favor
por Giovanni Papini. En este caso el cristal veneciano ha tenido menos luz que
los plateados olivos de Viznar, alumbrados por la última luna de Federico: si
de profecías y presagios se está hablando:
Por
el olivar venían, bronce y sueño, los gitanos.
Por el cielo va
la luna con un niño de la mano.
No quiero escarbar en
cenizas frías y estoy viendo ya en la imaginación de mi. memoria alguna que
otra arruga de descontento y molestia en el rostro de algunos investigadores
«literarios» de la muerte de Federico. Tal vez, más que arrugas son arrumacos.
Por otro lado, tampoco
quiero apagar del todo estas cenizas: matar a un ser humano se llama homicidio
y el hecho se castiga según el contenido de la culpa bien medida. Pero ¿cómo se
llamaría matar a la poesía? ¿Quedaríamos contentos con deicidio? Personalmente,
no.
Adentrándome
un poco más en este terreno tan frágil para la sensibilidad y la superexcitación
sentimental ibéricas, no voy en contra de nadie. Pero también a mí me resulta
molesto el escarbar de otros. Para un estudioso de la obra de un poeta el
trabajo tiene que ser amor. Tal vez, en el caso de Lorca más que amor: pasión.
En este sentido, descubrir la mano que ha soltado la bala asesina importa mucho
menos que el hecho de que sí la ha soltado. Trabajar años para identificar esa
mano, traicionera de su propio destino, es incumbencia de la policía y no de
un investigador literario, a no ser que la misma persona junte las dos
preocupaciones de manera sobresaliente. Y aún así, una vez alcanzada la meta,
todo se pone embarazoso. En el caso que tratamos, la leyenda se ha hecho mito y
un mito nunca tiene tumba. Un poeta sin tumba la tiene en todas partes, sobre
todo en la tierra que llevamos dentro.
Reflejo
pálido de la insistencia de otros, mi insistencia de nutre también de otra
vertiente del asunto, es decir, no sólo se escarba en la muerte de Federico
sino hasta en su vida. Buscar dentro de ésta los pormenores oscuros, los
siguientes atardeceres fechados con precisión, los resortes no siempre
confesables que mueven al alma humana, todo ello basado en confesiones
deshilvanadas y dudosas (nada más engañoso y perverso que la materia de los
recuerdos), es un intento también oscuro de manchar la luz e incluso de
suavizar la trayectoria de la bala asesina. Conocemos el inútil sudor de
Saint-Beuve para violar el lecho nupcial de Víctor Hugo y reconocemos que no se
trata de un aporte en el profundizar la obra poética de éste. En el caso de
Federico, soy capaz de reconocer mi inocencia y mi posible equivocación: más
lejos que otros que quieren a Lorca, mi perspectiva carece del enfoque isleño.
Prefiero errar pero teniendo más tierra bajo mis pasos.
La fama
literaria de Federico García Lorca, debida a su muerte, tiene que ser
sustituida, al menos desde ahora, por la verdadera proyección universal de su
obra. Tal como nos ha quedado y no como hubiera podido dejárnosla. Sus grandes
logros poéticos justifican plenamente esta proyección y para la demostración
sirven todos sus libros de poemas, incluido el que lleva ese mismo título. Es
un poeta cuya alcurnia le da derecho a vivir de su poesía y no de su muerte. Y
de hecho, Lorca vive de su poesía desde hace mucho, traducido en todos los
idiomas del mundo, tal vez ningún otro poeta español haya gozado de tantos intérpretes
dentro y fuera de España. Allá, por los sesenta, en mi primer intento de
acercarme a su obra, no me ha sido difícil hacerme con unos ocho o diez largos
estudios y libros que les venían dedicados. Por lo menos unos veinticinco. Y
téngase en cuenta que la distancia entre mis tierras y las españolas no es la
que se mide en kilómetros.
La proyección universal de
Lorca funciona ya pero, al menos para mí, está claro que lo primero que le ha
dado tanta circulación por el mundo ha sido la fama de su muerte. Es por ello
que el volver una vez más sobre este asunto me parece más que molesto, puesto
que tal actitud le quita mucho de su verdadera luz, le corta el vuelo y, lo que
es muy importante, lo aisla de su mundo, de los poetas de su generación, y lo
trata como un fenómeno más, como un caso particular. Quienes conocen la larga
espera bucólica que dio paso a la gran poesía de Siglo del Oro entienden muy
bien que sólo esa generación del 27 es la que supo reiterar semejante hazaña.
Entienden también que Federico ha sido el elegido para que España se exprese
una vez más. Después de Lope, como sostiene Dámaso Alonso, Federico reúne en
el haz de su genio todos los elementos de la hispanidad: de toda España viene,
a toda España va.
El olivo donde fue fusilado Federico |
Detenida
por el fusil, la poesía de Federico García Lorca deja abierto el camino hacia
el futuro que le ha sido vedado. Intentar la prolongación de éste no es tarea
fácil pero sí de mucho provecho en cuanto al entendimiento de su arte poético
en cuya evolución descubrimos los únicos datos seguros para trazar su posible
andar. De modo que a veces hay que ir muy atrás, a los comienzos mismos de su
creación literaria y no quedarse solamente en los últimos poemas que la muerte
le ha permitido escribir. Los codiciados «sonetos del amor oscuro» que nos
faltaban ya los tenemos y resultan ser menos de lo que se esperaba y más de lo
que se suponía. Seguir relacionándolos con los presagios de la muerte y, sobre
todo con lo erótico que hay en el Diván del
Tamarit, sostener incluso que es el mismo universo (Marcelle Auclair),
no parece ser una dirección muy fértil. Juntos o separados, Eros y Tanatos son
orillas y no-eje de este camino.
La
doble crisis que, según muchos testimonios, atravesaba Federico después de la
merecida gloria que le había brindado el
Romancero gitano se puede seguir y explicar en los textos y en la vida y
es ella misma la que explica muchas cosas. Entre otras, sus continuos viajes
tanto al exterior (Estados Unidos, Cuba, Argentina), como por el interior de la
península, recorriendo su geografía con la famosa La Barraca. Por los dos lados, el poeta
trataba de estar ocupado, de desahogarse en el trabajo. Son los años, los
últimos años de su vida, cuando para superar la crisis sentimental va de una
parte a otra, mientras que, en el intento de superar la otra crisis, la de su
creación literaria, no para en construir proyectos de nuevos libros de poesía y
obras de teatro. Tal vez, los manuscritos de este período, los borradores
hechos en sus ininterrumpidos andares y en la casa que tenía en Alcalá 102,
para quien los tenga a la mano, alumbran muy bien estas búsquedas. A falta de
ellos sirven bastante sus confesiones directas, que podemos rastrear tanto de
las cartas como de las conversaciones y charlas ocasionales.
Es, por
ejemplo, en una de esas entrevistas, entre las últimas, la sostenida con Felipe
Morales, en 1936, cuando Lorca habla de sus libros inéditos: «Tengo cuatro
libros escritos que van a ser publicados:
Nueva York, Sonetos, la comedia sin título y otro...» (Obras Completas, cuarta edición, Aguilar,
1960; pág. 1.760; es la edición que usamos en estos apuntes). Ese «otro» libro
que el poeta no nombra da derecho a suposiciones, sobre todo si tenemos en
cuenta que en aquel entonces el Diván del
Tamarit estaba listo para imprenta bajo cuidado de su amigo Emilio
García Gómez, en la Universidad de Granada. ¿Cuál podría ser? De ningún modo «los
sonetos del amor oscuro» puesto que el poeta se refiere a un libro general de
sonetos y añade: «El libro de Sonetos
significa la vuelta a las formas de la preceptiva después del amplio y soleado
paseo por la libertad de metro y rima». Más aún, explica esa vuelta bajo una
onda de emulación colectiva: «En España, el grupo de poetas jóvenes emprende
hoy esta cruzada», la de sonetos que parece haberlo atraído dentro también a
él, siempre abierto a los ejercicios e interesado en enriquecer su arte. No es
casual por ello que en esta conversación surja el nombre de Quevedo, de la
injusticia que se ha cometido con él y de la muy reciente amistad de Lorca con
el exiliado de la torre de San Abad.
No
disponemos de más referencias, pero el poeta le comunica a Felipe Morales su
intención de hablar sobre Quevedo en México (lo que nos da derecho a suponer
que la entrevista es del mes de mayo). ¿Hubiera pensado Federico regresar hacia
el Siglo de Oro para seguir su camino poético? La pregunta, si no perdemos de
vista su generación, parece sin sentido: de algún modo, todos los poetas que la
integran se habían vuelto hacia aquellos tiempos y ese desandar los ha marcado
a cada uno según sensibilidad propia. Góngora había sido cátedra para todos y
entre todos los habían arrancado no tanto del olvido como del mal entender,
convirtiéndole en un poeta más de esa generación. Pero a Quevedo, no. O no tanto.
Lorca vislumbra la injusticia y hubiera sido capaz de poner en movimiento la
actualización de la obra quevediana. Si hubiese ocurrido esto, nos
arriesgaríamos a sostener la existencia de un panorama diferente de la poesía
española actual porque en Quevedo hay mucho caudal que aún se puede
aprovechar, y en aquel entonces sí que hacía falta.
Hacía
falta, puesto que es conveniente subrayar que la crisis que atravesaba Federico
no era algo muy suyo. En cierto grado la padecían todos los poetas de su
generación y era una crisis más fuerte aún en otros países, como Italia y,
sobre todo, Francia, donde la superación parece haber sido lograda después de
más tiempo a pesar de sus comienzos más tempranos. Tanto que si nos fijamos
bien podríamos sostener que para España, para «esa generación que no se alza
contra nada» (Dámaso Alonso), la crisis resulta ser producto de «importación»,
una vez con los «ismos» que se aventaban sobre aquellos años. Esa generación se
comunicaba con todo el pasado poético, no había ruptura y es por ello que
Jorge Guillén puede apuntar: «¿Qué poeta de entonces, francés, italiano, sobre
todo italiano, se habría atrevido a escribir sin ruborizarse un soneto? Para
aquellos españoles, el soneto podía ser escrito en un acto de libertad,
conforme a su «real gana» poética». (Una
generación, en Lenguaje y poesía,
Revista de Occidente, 1962, pág. 250).
Tan
dueño de su arte, Federico había «quemado» muchas experiencias poéticas en
intervalos muy cortos, su evolución lírica es impresionante en este sentido.
Logros estéticos han sido puestos de relieve por todos sus intérpretes, al
surgir por doquier: la exclusión de los elementos retóricos, la eliminación del
estribillo, la valoración del cante,
la resurrección del romance culto, la concisión de la palabra y el sorprendente
radio de sus metáforas son sólo algunos de los escales que hay que tener en
cuenta cuando se trata de su trayectoria futura. Pero la crisis, al menos para
él, no constaba tanto en la forma como en el contenido. Tal vez podríamos
hablar de un cansancio de los temas de su poesía. El mito de la gitanería lo
molestaba mucho y era obvio distanciarse de tal universo. No daba más y no era
Federico el poeta dispuesto a quedarse dentro de una fórmula o modalidad
poética, por genial que sea ésta, para «industrializarla» y producir un sin fin
de poemas y libros sin novedad alguna.
Es
por esto que aquellos libros que a veces nombra y otras veces no, libros
escritos o solamente pensados o esbozados, no son casualidades. Aunque sin
escribirlos, para él han existido de verdad, al menos como búsquedas y
respuestas a sus propias preguntas e inquietudes. Y los títulos no son pocos: El libro de las odas, Academia de la rosa y el
tintero, el Libro de las
diferencias, incluso los Sonetos del
amor oscuro y también La sirena y el
carabinero, del cual conocemos solamente los 24 alejandrinos publicados
en 1927.
Si a estos títulos
añadiéramos dos más que sí los tenemos —Poeta
en Nueva York y Diván del Tamarit— el panorama es
completo y cambia bajo muchos aspectos. En los dos libros observamos el
esfuerzo del poeta para hacer suya una materia poética muy ajena. Sobre todo
en el primer título. En el segundo, Lorca se vuelve hacia el universo de la
lejana lírica árabe de Andalucía bajo una necesidad interior de descubrirle los
elementos fundamentales y hacerlos fusionar con su poesía ya abierta por el Poeta en Nueva York a un humanismo nuevo
y a una tonalidad social muy firme. Tal vez, la fusión de estos tiempos
poéticos, armoniosa precisamente por sus contradicciones aparentes, hubiera
podido aportar una nueva dimensión de su lírica. Al no producirse, nos quedamos
con la hipótesis. El hecho de que en Diván
del Tamarit el poeta no traslada sino procesa muchos elementos de la poesía
árabe justifica esta opinión, señalando algo del mencionado camino futuro.
Dibujo de Federico |
En
este contexto, el Poeta en Nueva York
es, en nuestra opinión, el libro que ofrece el mayor número de sugerencias. No
por ser una «experiencia surrealista», como aún se sigue juzgándole, sino por
ser una confrontación lorquiana con un mundo que no tenía nada de mediterráneo
y también como medida concreta de su capacidad lírica en dominar ese mundo. No
hay, o no conocemos nosotros, una experiencia igual en aquel entonces en toda
la poesía universal y las obras que se invocan como posibles influencias o
puentes para acercar a Lorca a las otras orillas del Atlántico, importan bien
poco. Las huellas que dejan no son muchas, participan muy poco en la modalidad
poética de aprovechar esa materia tan insólita y casi desaparecen del
contenido de los poemas.
Un
verdadero temblor parece haberse producido en el alma del poeta una vez que ha
dejado su España para hallarse frente a frente con la «ciudad sin sueño» y con
la civilización del mundo nuevo. La actitud más normal, y más a la mano en este
caso, hubiera podido ser la negación, el rechazo del conocimiento y, tal vez,
el anatema desde el exterior. Pero no sucede nada de esto. Encarnación del
espíritu español, Lorca intuye mucho antes que los demás poetas europeos el
insoslayable desarrollo de esta civilización técnica más allá de sus confines y
preocupado en salvaguardar y defender al ser humano tiranizado por el vacío y
la voracidad de la técnica, abre un diálogo directo con los valores humanos,
como señal de alerta.
No a la estética de
los surrealistas —cuya presencia borrosa no negamos— es a quien presta su
atención sino a la ética, una ética aún por descubrir en sus principios dentro
de una sociedad no definida completamente. Una corriente subterránea de dolor y
de gran humanidad late en todos estos poemas y el autor se nos muestra por
primera vez como poeta- ciudadano, tribuna de los eternos valores del alma.
Frente a los inmensos muros color ceniza de la ciudad tentacular que arrasa de
igual modo a la naturaleza y al hombre, Lorca mide la dimensión del desierto
técnico a través de la violencia directa contra el ser humano. Me niego a saber
qué tiene de surrealista un verso como este: «Hay un dolor de huecos por el aire sin gente»
(Intermedio) pero entiendo que se trata de un verso de indudable acento
social y no me es difícil comprender que ese hueco es la muerte misma, la muerte como
vacío existencial. Del mismo modo, no sé cuáles serían la forma, la influencia
o las tendencias surrealistas que dominan el comienzo del poema Vuelta a la ciudad, mas no dudo que
después de estos versos:
Debajo de
las multiplicaciones
hay una
gota de sangre de pato;
debajo de
las divisiones
hay una
gota de sangre de marinero;
debajo de las sumas, un río de
sangre tierna.
el poeta subraya a su aire la «atmósfera
surrealista» trasladándola al verso, como un contable humilde, directamente de
un libro comercial:
Todos los días se matan en
New York cuatro millones de
patos, cinco millones de cerdos,
dos mil palomas para el gusto de los
agonizantes,
un millón de vacas,
un millón de corderos
y dos millones de gallos
que dejan los cielos hechos añicos.
Es
por ello que de lo primero que hay que hablar en el caso de estos poemas es del
enriquecer sustancial de las ideas y del fondo poético lorquiano. El poeta que
escribe versos como los de arriba es muy otro del que miraba cómo corría
Preciosa, llena de miedo, bajo una luna de pergamino y casi no tiene nada que
ver ni con aquellas sombras negras, con el alma de charol, que avanzaban de dos
en fondo para sembrar sobre la ciudad de la fiesta un rumor de siemprevivas.
Ahora, en vez de oír el relincho de un caballo malherido que llamaba a todas
las puertas, el poeta asiste a una «reunión de los animales muertos» estremecido
al mirar un gato laminado, las pezuñas de ceniza del hipopótamo eternamente alegre
o una gacela con una siempreviva en la garganta. El lenguaje poético lorquiano
es tota'- mente otro y también son muy diferentes los medios de expresión y
transfiguración de esta realidad nueva. La metáfora lorquiana, a veces con
predilección cultista, otras veces desatada de todo misterio, despliega ahora
su vuelo como nunca, se abre en dimensiones inéditas, los poemas en sí, esos
nuevos poemas, siendo como unas gigantescas metáforas.
¿Serían
estos poemas fruto de una experiencia no española? Con la ventaja de haber podido
seguir de cerca los pasos del poeta en su viaje, Ángel del Río habla de T.S.
Eliot, con su Tierra baldía, «el más
triste poema de nuestro siglo» (ya no lo es desde hace mucho...) y da como
seguro el libro Hojas de hierba de
Walt Whitman, a base del encuentro de Federico con León Felipe, traductor «del
poeta de Camden» (García Lorca: «Poeta en
Nueva York», en Estudios sobre la
literatura contemporánea española, Gredos, 1966, pág. 283 y sig.). Es Ángel
del Río también el que ha visto en el cuarto estudiantil de Lorca los libros de
Dos Passos y Erich María Remarque. Y Edmundo de Ory, en su estudio dedicado a
Lorca (Lorca, Editions
universitaires, París 1967, pág. 108 y sigs.) invoca los nombres de Baudelaire
y Heine, no tanto como influencia sino como posible comparación. A Lorca no le
eran desconocidos. A Heine, por ejemplo, lo menciona en su conferencia Imaginación... (Op. cit. pág. 1.548) que
es de 1928. Pero Edmundo de Ory recuerda a Heine dentro de sus propias
inquietudes en cuanto a la poesía expresionista alemana y la simbolista de las
ratas dentro de esta poesía En el caso de Lorca y de su Poeta en Nueva York, el símbolo tanático
más usual no son las ratas sino las ranas. Aparte de la serpiente, como lo ha
demostrado Gustavo Correa, llevando su investigación hacia lo mítico.
Tal
como ya hemos dicho, estos contactos o correspondencias tienen poco peso para
el contenido de los poemas lorquianos. En su contemplación (o «hecho del alma»,
como teoriza el poeta mismo) de este mundo, Lorca se puede encontrar con todos
los hombres porque los objetos contemplados son unos solos. Pero más allá,
cuando se pasa a la inspiración que es «un estado del alma», la situación
cambia puesto que se pasa desde el análisis a la fe, donde las diferencias
entre los seres humanos son obvias. Otros muchos hombres han mirado los mismos
edificios, las mismas calles, los mismos barrios y las mismas muertes. Pero ni
en Blas Cendrars, con su Pascuas en Nueva
York (1912), ni en Jules Renard, con su Diario póstumo (1925), ni en Pierre Loti,
tan aplicado a lo efímero, a la muerte y a la soledad, ni en, por fin, Vicente
Blasco Ibáñez (un «Baedecker inflado»...), ni en otros tantos encontraremos
algo que se parezca a la transfiguración lorquiana de este universo. Lorca ya
no es el Lorca de antaño. Tal vez, un solo poema, Poema doble del lago Edén Mills, del cual
hablaremos más adelante, nos recuerda «la voz antigua» del poeta.
Por
otro lado, la influencia surrealista, que por cierto no la negamos —hay dentro
de estos poemas una vibración, un aire, una línea específica del surrealismo—
se esfumina paso a paso para dejar entrada a un claroscuro que trata de
defender al menos partes separadas de la existencia que el poeta intenta
salvar.
Ese
claroscuro surge de una necesidad de espacio, que ya no es el conocido espacio
poético lorquiano, casi siempre abierto. Ahora, repentinamente, el espacio se
cierra. Insistiremos en esto porque ha sido poco tratado hasta la fecha y nos
parece ser de mucha importancia para el entendimiento del libro.
Fundamental
para el desenvolvimiento de los poemas lorquianos, el espacio abierto se
apoyaba otrora en unos elementos muy concretos —montañas, caminos, senderos,
barrancos, ríos, llanuras— y también en la vida misma —jinete, caballo,
reyertas, procesiones, etc.— sorprendida en sus movimientos pacíficos o
violentos. Tal vez, sólo en Prendimiento de
An- toñito Camborio y en Romance del
emplazado tenemos un espacio cerrado, mientras que en Poeta en Nueva York nos encontramos casi
siempre con este último, cortado por todos los lados:
A la izquierda, a la derecha, por el Sur y por
el Norte,
se levanta
el muro imposible...
(Oda al rey de Harlem)
Dentro de un
espacio así, el movimiento del alma está enjaulado, tropieza con las esquinas
y todo lo que logra es resbalar sobre el «tumulto de las ventanas» esos «enjambres»
que acribillan el muslo de la noche. El vuelo es imposible y casi no tiene
sentido puesto que el cielo mismo le es hostil:
Desfiladeros de cal
aprisionaban un cielo vacío donde sonaban las voces de los que mueren bajo el
guano. Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo, con el bozo y lirio agudo
de sus montañas invisibles, acabó con todos los más leves tallitos del canto...
(Danza de la muerte)
Un cómputo de
algunas palabras, únicos organismos reales dentro de un poema, nos arroja un
balance estremecedor: en Poeta en Nueva York
el cielo aparece 38 veces; la luna
también 38; los ojos (sin contar
miradas y adyacentes) 31; el hueso,
14 y la muerte, 23 veces. Tal vez,
las cifras no son muy exactas, pero muestran el esfuerzo del poeta en ampliar
el espacio que se le viene encima, cada vez más cerrado, cargado de vacío,
dolor, muerte, vómito y el orinar al lado de un gemido. Un esfuerzo desesperado
y muy significativo en comparación con lo que sucede, por ejemplo, en el Romancero gitano donde, si descontamos el Romance sonámbulo, la luna sólo aparece 8
veces y las imágenes en cuyas estructuras participa no tienen nada que ver con
lo que pasa ahora.
La
morfología de la cultura entiende el espacio, en primer término, como factor
dominante, exclusivamente determinante y con valor simbólico de una cultura o
de un estilo. En lo segundo, como acto creador de la sensibilidad consciente.
Por sus poemas, Lorca se adelanta a los antropólogos, investigando por vía
poética el cuadro estilístico de ese mundo cuya cultura, al menos en los años
30, funcionaba si no del todo caóticamente, bastante artificial debido a los
datos prestados de muchos horizontes espaciales, blancos o negros, que se
negaban (y aún se niegan) en fusionar, yendo por separado o enfrentándose. Porque
hace falta tiempo, mucho tiempo y relevo de más generaciones para que una
cultura adquiera su personalidad, su originalidad y sus caracteres peculiares.
Frobenius, entre otros, tratando la cultura árabe y subrayando sus caracteres
mágicos y fatalistas, llega a la conclusión de que esa tiene como cuadro
estilístico el espacio-bóveda, mientras que para la cultura del Oriente hay un
espacio-camino laberíntico. No hacen falta más ejemplos para resaltar la
importancia de ese cuadro, sobre todo para la subconsciencia, relacionada
orgánicamente al horizonte espacial.
Desde
luego, no hay que confundir ni identificar siempre el espacio espiritual con el
espacio meramente físico, aunque el primero tengo mucho que ver con ese otro.
Basta con recordar a C.G. Jung que ha mostrado la influencia de la geografía
física hasta en la morfología de la cara del hombre o a Ortega y Gasset,
cuando habla (Intimidades) sobre la
pampa, ese «órgano de promesas» que vive de sus confines y embriaga al ser
humano de irrealidad.
Frente a la
realidad doméstica de Nueva York, a Lorca le falta su espacio mediterráneo y no
por casualidad alza tantas veces sus miradas hacia el cielo, buscando una
salida para su sensibilidad sediente del habitual misterio visible. «Los
latinos queremos perfiles y misterio visible, Forma y sensualidades»,Op. cit. 1.548). Y no hay tal misterio. En
este cielo «mondado», donde el aire es un «viajero por su propio torso» y la
luna es «una calavera de caballo», el azul (el que vemos nosotros aunque la
ciencia nos diga que es negro), no es el de su Andalucía. Solamente en Norma y paraíso de los negros el poeta se
acerca seis veces a ese color y tantas veces lo encuentra tan diferente del
suyo. Ese otro de ahora es un azul desierto,
un azul crujiente, un azul sin un gusano. Se conoce de sobra la
función de los colores en la lírica lorquiana y en la de su generación. Se
conoce el símbolo que lleva cada uno y la desenvoltura de Lorca en trabajar con
ellos. Ahora ha cambiado incluso este trabajo, pero el resultado es
impresionante:
Es por el
azul sin historia,
azul de
una noche sin temor de día,
azul donde
el desnudo del viento va quebrando
los camellos sonámbulos de
las nubes vacías.
(Norma y paraíso...)
Ese azul sin historia, es decir sin tiempo ni
cuento, hace parar los pasos del poeta y, en ausencia de su espacio, lo obliga
a buscarle en un "movimiento hacia adentro: dolor, sangre, llanto,
lágrima, soledad, tristeza, grito, silencio. Que todos son movimientos
interiores. Los que funcionan en el exterior son como contrapeso de éstos
porque casi todo lo que sucede en el exterior los supone: asesinados y
asesinos, cementerios, tabernas (donde incluso «vivirán un día los
caballos...»), ruinas, aguas podridas, vómitos, orina. La naturaleza misma es
como nunca en su poesía un reflejo de los estados del alma, o, muchas veces,
partícipe desde fuera. Ya no estamos frente al chopo «maestro de la brisa» sino
a un «árbol de muñones que no canta» (Vuelta
de paseo). No oímos más el rumor de ese chopo articulando Fe-de-rico, sino
«el mugido del árbol asesinado por la oruga» (Cielo vivo).
Árboles, animales,
pájaros, peces, ranas e insectos casi no salen de este círculo. No pueden
salir. Lo único que logran son los trastornos y las transferencias
desesperadas:
¡Qué esfuerzo del caballo por ser perro!
¡Qué esfuerzo del perro por ser golondrina!
¡Qué esfuerzo de la golondrina por ser abeja!
¡Qué esfuerzo de la abeja por ser caballo!
(Introducción a la muerte)
¡Qué esfuerzo del
poeta para ganar un poco más de libertad y espacio para su alma! Mientras que
el círculo funciona con tenacidad y siguen también las transferencias y las
transformaciones como dentro de una pesadilla que no termina nunca:
porque los pájaros están a
punto de ser bueyes; pueden ser rocas blancas con la ayuda de la luna y son
siempre muchachos heridos...
(Panorama ciego de New York)
Tal vez, no es
puro azar el hecho de que en este mismo poema, después de tanto andar «sin
brazos, perdido/entre la multitud que vomita», el poeta trate de dar una
definición del dolor y lo hace con una lógica propia de la ciencia: «Todos
comprendemos el dolor que se relaciona con la muerte, pero el verdadero dolor
no está en el espíritu. No está en el aire, ni en nuestra vida, ni en esas
terrazas llenas de humo. El verdadero dolor que mantiene despiertas las cosas
es una pequeña quemadura infinita en los ojos inocentes de otros sistemas
(...). Es una cápsula de aire donde nos duele todo el mundo, es un pequeño
espacio vivo al loco unísono de la luz, es una escala indefinible donde las
nubes y las rosas olvidan el griterío chino que bulle por el desembarcadero de
la sangre...-». Apenas en esta última frase descubrimos la poesía, todo el párrafo
anterior —que hemos reproducido adrede sin marcar los renglones de los versos—
recordando muy de cerca el texto de un científico aficionado, tal vez, a la
literatura.
Pero, ¿para qué
seguir con los ejemplos? Haría falta citar todo el libro puesto que el mecanismo
es uno mismo en todos los poemas y es muy fácil advertir que siempre cuando se
trata del espacio de adentro o interior, el poeta está preocupado por el ser
humano, como individuo, mientras que el espacio de afuera o exterior viene
reservado al mundo en general, a los problemas que lo están aplastando. Las
conexiones o los intentos de fusión son muy a menudo trágicas porque el más
aplastado es el ser humano, con sus sentimientos, sus pesares y sus creencias.
Es por ello que estos intentos, esos juegos adentro-afuera, desembocan casi
siempre en el hueco o en el vacío, como punto final de la
existencia. He aquí sólo algunas de estas situaciones: «el hueco de los vestidos», «dame tu hueco, amor mío», «para ver los huecos de las nubes y los ríos»,
«ruedan los huecos puros, por mí, por
ti, en el alba», «el hueco de una
hormiga puede llenar el aire», «con el hueco
blanquísimo de un caballo», «mi hueco
traspasado por las axilas rotas», «mi hueco
sin ti», «y queda el hueco de la
danza sobre la última ceniza», «lo que importa es eso: hueco; Mundo solo, Desembocadura. También
ese otro que ya hemos apuntado antes: «hay un dolor de huecos por el aire sin gente». Aún sin el
contexto que les da la verdadera significación, esas construcciones nos
descubren la dialéctica trágica y nada oculta del juego adentro-afuera, donde
lo minia- tural y lo inmenso son copartícipes iguales en el intento de hacer
que el espacio sea uno solo.
Ciudad sin sueño |
Volvamos ahora a lo
prometido: Poemas del lago Edén Mills,
considerados después de la observación de Angel del Río como únicos en que el
poeta «trata de recobrar su antigua voz (...), la voz de la sinceridad y del
amor» (Op. cit. pág. 269). La
demostración es difícil. Harto de los «ejercicios de ventanas» de la ciudad, de
la «soledad prevista» o «esquiva en los hoteles», sentado en las orillas del
lago, el poeta no logra recobrar esa voz sino tan sólo recordarla. La recuerda
con añoranza, con todas las rosas que manaban de su lengua. La recuerda tanto
que llega a sentirla presente como nunca y bebiendo su sangre, pero en este
mismo tiempo sus ojos se quiebran con el viento, con el aluminio y las voces de
los borrachos. Surgen así las impresiones que trae consigo de la ciudad, tan
fuertes que cubren la voz de antaño, dejándole tan sólo la libertad de ese
recuerdo y del llanto:
Quiero
llorar porque me da la gana
como
lloran los niños del último banco,
porque yo
no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja,
pero sí un pulso herido que
sondea las cosas de otro lado.
Calles y sueño es un detalle importante
pero no en el sentido que se le atribuye. Tal como está esta sección dentro de
la unidad del libro no parece ser un respiro en la trayectoria del libro, ni
«una transición entre la incoherencia de los primeros poemas, de tono más personal,
y los poemas impersonales y abstractos que siguen» (Ángel del Río, id. 269). Al
contrario, los poemas que siguen nos parecen mucho menos impersonales y
abstractos por ser, en la mayoría, poemas donde el poeta asume la
responsabilidad del yo, un yo crítico que denuncia, protesta y grita, dialoga
con los valores de la humanidad a través de Whitman, muestra al mundo la
América que «se anega en máquinas y llanto», muestra a Nueva York «de cieno, de
alambre y de muerte» y en final huye con «Dos valses hacia la civilización»,
para echar ancla en La Habana.
Todo lo dicho nos
incrementa la opinión que trataremos al final de nuestros apuntes: Lorca ha
vuelto muchas veces sobre ese libro, en una elaboración larga y penosa. Un solo
poema, Vaca, sí que nos trae un aire
bucólico, tanto que casi no encaja ni en esa sección ni en las demás. Como si
fuera parte de otra que dejó de escribir:
Arriba palidecen luces y yugulares.
Cuatro pezuñas tiemblan en el
aire.
Apenas
en esto distinguimos algo de la «voz antigua» del poeta, no tanto por recordar
«los cuatro sollozos de plata» o «los cuatro cascos (que) eran cuatro resonancias» (Thamar...), como por la ternura habitual
del poeta y por su manera de atar raíces, cielo, navaja, luna, dentro de una
imagística muy suya.
Existe
un poema espléndido de Juan Maragall, La
vaca ciega, que tanto le ha gustado a Unamuno que lo ha hecho suyo en Poesías (1907), libro que Lorca hubiera
podido conocer muy bien. Es un poema tan estremecedor en su argumento tan
sencillo que nunca se olvida y se le toma cariño por cualquiera hallado frente
a un animal desamparado que se abreva a tientas y después «con gesto de
tragedia, parpadea/sobre las muertas niñas y se vuelve/bajo el ardiente sol de
lumbre huérfano/por senderos que no olvida vacilando».
La
correspondencia en sí es extraña como bella y más extraña aún es la semejanza
de este poema lorquiano con uno de igual título de Serguei Esenin. Escrito en
1915, ese poema narra los instantes del pobre animal antes de que sea
sacrificado. Se le sacrifica sí al ternero, la piel de éste flota al viento,
colgada de las ramas de un árbol mientras la «mamá» se acerca a su fin soñando
bosques, ríos y pastos. Los elementos son los mismos —cuernos, ojos, morro,
cielo, muerte— y ponen en movimiento las mismas imágenes.
A Esenin se le
conoce poco en España incluso hoy (por no haber dado con su traductor) y es poco
probable que Lorca haya conocido su poema. Pero dentro de lo que es la
literatura comparativa, esos encuentros bien se merecen un estudio aplicado.
Luís Rosales |
Otra posible deuda (y muy grande) de la literatura comparada con Lorca es la investigación de sus poemas y a los de César Vallejo. Nos referimos, desde luego, a los poemas del Poeta en Nueva York. Es que el dolor lorquiano vertido en este libro no tiene parangón alguno en la poesía europea y universal de aquel entonces más que en la «voz indiana de los Andes» que ha sido César Vallejo.
Sensibilidades
muy diferentes, Lorca y Vallejo viven la misma angustia para con el ser humano,
bajo un signo paralelo de igual valor. De libro a libro, el uno como el otro
tratan de superar su arte y, más allá de sus convicciones políticas, en las
últimas obras que nos han dejado llegan a convertirse en voces de la humanidad,
en sus más agudos momentos de dolor y desesperanza.
La
investigación más fácil que pudiera hacerse en esta relación Lorca-Vallejo es
ir observando la congoja de este último en sus Poemas humanos. Poemas como Epístola a los transeúntes, Telúrica y
magnética, Los nueve monstruos, Intensidad y altura, Traspié entre dos estrellas,
etc., ofrecen un sinnúmero de datos para que el comentario vuelva por sí solo a
los poemas de Lorca. El encuentro de los dos poetas bajo el mismo estado de
alma es sorprendente, tanto que permite hilar un diálogo lírico muy coherente
casi con las mismas palabras. Versos de
Danza de la muerte como «el director observando el manómetro/que mide el
cruel silencio de la moneda» o aquel «hilo tenso» que va «De la esfinge a la
caja de caudales» y «atraviesa el corazón de todos los niños pobres», mientras
«los hombres fríos» beben «en el banco lágrimas de niña muerta» encuentran de
golpe sus otras equivalencias en Los nueve
monstruos, en versos como estos: «Jamás, hombre humano,/hubo tanto dolor
en el pecho, en la solapa, en la costura/en el vaso, en la carnicería, en la
aritmética.» o muchos otros más. De igual modo, fragmentos enteros de Paisaje de la multitud que orina —«campos
libres donde silban mansas cabras deslumbradas/paisajes llenos de sepulcros que
producen fresquísimas manzanas»— se sobreponen con otros tantos de Vallejo,
incluso recuerdan sus poemas del primer libro: «Húmeda tierra/de cementerio
huele a sangre amada» (El pan nuestro).
Evidentemente,
mucho más interesante sería la lectura simultánea de los poemas lorquianos y
los publicados por Vallejo en Heraldos
negros y Trilce por ser éstos
muy anteriores a los de Lorca. Aún así el diálogo sigue y aquellos
desgarradores versos —«Quiero llorar porque me da la gana/como lloran los
niños...» a «Quiero llorar diciendo mi nombre,/rosa, niño y abeto...»— del Lago Edén reproducen mucho del ambiente
que encontramos en «Esta tarde llueve, llueve mucho. ¡Y no tengo ganas de
vivir, corazón!» (Heces) o en «He
salido a la puerta,/y me da ganas de gritar a todos:/Si echan de menos algo,
aquí se queda» (Ágape), incluso en
aquel «...y empieza a llorar en mis nervios/un fósforo que en cápsulas de
silencio apagué» (Nervazón de angustia).
Recuérdense también
la presencia del hueco sobre la cual
hemos insistido adrede. Hela aquí, en los
Heraldos negros de Vallejo:
Dios
mío, y esta noche sorda, oscura, ya no
podrás jugar porque la Tierra es un dado
roído
y ya redondo a fuerza de rodar a la aventura
que no puede parar sino en
el hueco el hueco
de una inmensa sepultura.
(Los dados eternos)
Las
vivencias de los dos poetas no son las mismas, casi nunca. Lo que en Lorca es
soledad, en Vallejo es melancolía. Lo que en Vallejo es esperanza e ilusión en
Lorca es desengaño. Esperanza e ilusión son palabras desterradas del
vocabulario lorquiano en Poeta en Nueva
York. Lorca no espera: protesta, denuncia, escupe, directamente en la
cara (Oficina y denuncia), se ofrece
ser comido por la vacas, siempre falto de ilusión. El intuye la llegada de la
guerra, con sus «melones de dinamita», no tiene ilusión pero sí tiene fe. Fe en
la sangre que va a quemar «la clorofila de las mujeres rubias», fe en el
«tuétano del bosque (que) penetrará por las rendijas», fe en la hierba y en las
ortigas que «estremecerán patios y terrazas», convirtiendo la Bolsa en «una
pirámide de musgo». Después de los fusiles, tiene fe en la llegada de las
hienas, hasta en «la resurrección de las mariposas disecadas». Sí que tenía
mucha razón Juan Larrea al hablar de lo profético que hay en Federico.
Una
investigación comparativa de Lorca y Vallejo, idea que me ha surgido al paso y
lamento no poder desarrollarla, tendrá que tener en cuenta dos pormenores más.
El primero, el hecho de que cuando estos dos grandes poetas de nuestro siglo
lloraban por la suerte del mundo y de la Tierra, ni en Europa, ni en otros
partes, se hacían oír voces muy parecidas. Las voces que resaltarán la
libertad, la paz, los derechos del hombre y vituperarán la guerra y las
injusticias vienen más tarde, después de la guerra misma. Si pensamos en Aragón,
Eluard, Ungaretti, Hikmet, Seferis, Elytis, etc., vemos a Lorca y Vallejo como
muy solos. Tampoco Neruda se les acerca mucho y Mayacovski, por querer morir
en 1930, no los acompaña, teniendo su lírica un universo muy otro. La
entrevista Vallejo-Mayacovski se produce en 1929 (justo cuando Lorca descubre
a Whitman) y no tiene trascendencia alguna sobre el poeta peruano.
El segundo pormenor
que no tenemos que olvidar es el encuentro mismo entre Lorca y Vallejo, aunque
los testimonios sean pocos. Más que testimonios son hechos de la historia de la
literatura: Lorca no ha podido conocer los
Poemas humanos, publicado tres años más tarde de su asesinato y un año
después de la muerte de Vallejo, que a su vez no ha podido tener en sus manos
los poemas de Poeta en Nueva York.
Pero sí Lorca hubiera podido conocer Los
heraldos negros y Trilce. El
primer libro se ha publicado en Lima, en 1918 y la primera edición de Trilce es de 1922 (Tipográficos de la
Penitenciaría) mas es poco probable que ejemplares de los dos libros hayan
llegado a Madrid. Hasta, tal vez, 1925, cuando Vallejo mismo se hallara por vez
primera en la capital española. La amistad de Juan Larrea con Vallejo nos
puede conducir hacia Lorca que en aquel entonces vivía en la Residencia. Dos
personas más eran amigos de los dos poetas: Ernesto Giménez Caballero y
Gerardo Diego. Además, en julio de 1930
Trilce se editará en Madrid con un prólogo de José Bergamín y un poema
de Gerardo Diego. Lorca ha podido leer al menos esta edición al volver de
Estados Unidos. Asimismo se da el caso de que en César Vallejo, Epistolario general, Editorial Pretextos,
Valencia, 1982, encontramos una carta (pag. 203 y sig.) de 27 de enero de 1932,
dirigida por Vallejo a Gerardo Diego donde le confiesa que a pesar de la ayuda
amable de Lorca para que se estrenen en España sus obras de teatro (Lock-Out y Entre las dos orillas corre el río) esto
no se ha cumplido. Importante es que sí, los dos poetas se conocían.
Que
después de este «amplio y soleado paseo por la libertad de metro y rima»
Federico García Lorca hubiera sido capaz de regresar a las formas de la
preceptiva, para desenvolverse en sonetos, no dudamos. Como tampoco
desconfiamos de su capacidad en regresar hacia su poesía andaluza. Su más
perfecta obra dentro de ésta es el Llanto
por Ignacio Sánchez Mejías, lo último que nos ha dejado.
Aún
así las cosas, nos viene difícil considerar el Poeta en Nueva York como un accidente,
sobre todo surrealista, en su carrera lírica. A la medida que hemos ahondado en
la lectura de estos poemas descubriendo nuevos datos (forzosamente, en estos
apuntes hemos prescindido de muchísimos), hemos venido convenciéndonos que el
poeta ha invertido mucha ilusión en este libro, ilusión en cuanto a su futuro
camino poético. No están estos poemas escritos de primera mano, como era
costumbre del poeta, sino fruto de una reelaboración muy aplicada, a base de
unos borradores hechos in situ. Lo
reconoce incluso Ángel del Río al hablar de una «clara organización externa y
una ilación interna de los sentimientos y estados del ánimo del poeta»,
destacando las cinco secciones del libro para concluir: «casi todos fueron rehechos
después de abandonar Lorca la ciudad» (Op.cit. pág. 264).
Así
lo creemos también nosotros. Su poca prisa en publicar un libro una vez que lo
tenía escrito, como ha sucedido casi con todos los anteriores, no explica la
nueva demora. Y con este fin hemos intentado sorprender el proceso de
reelaboración en su movimiento evolutivo.
De
una conferencia dada por el poeta en Madrid, en la Residencia de Señoritas, tal
como ha quedado reseñada por V(íctor) de la S(erna), entendemos que aún en 1932
el libro estaba por hacerse, en la estructura que se nos presenta figurando
tan solo cuatro de las cinco secciones que se nos presenta figurando tan solo
cuatro de las cinco secciones mencionadas por Ángel del Río. Más todavía, en
sus contenidos resultan bastante diferentes. El primer ciclo: la llegada del
poeta al pueblo «sin raíces». Segundo ciclo: Harlem... Tercer ciclo: el campo y
Wall Street arruinado; el pavor del abismo en un pueblo «que nunca ha luchado
ni luchará por el cielo». Finalmente, el cuarto ciclo: la evasión del poeta,
una evasión alegre, por el bisel antillano... Está claro que el libro no estaba
«organizado», la primera parte no es la que tenemos y aunque descubramos en las
cuatro secciones nombradas a las cinco y definitivas, faltan muchísimos elementos
de la estructura final: calles, multitudes, sueños y sin sueños, la
introducción a la muerte y la huida misma, en sus pormenores de valses y
gritos. A no ser que el reseñador ha sido parco y perezoso,
Un
año más tarde, es decir en 1933, en la entrevista concedida a Luís Méndez
Domínguez para la revista Blanco y Negro,
Lorca hablará más detenidamente sobre su libro: «No he querido hacer una
descripción por fuera de Nueva York, como no la haría de Moscú. Son dos
ciudades sobre las que se vierte ahora un río de libros descriptivos. Mi
observación ha de ser lírica. Arquitectura extrahumana y ritmo furioso,
geometría y angustia. Sin embargo, no hay alegría, pese al ritmo. Hombre y
máquina viven la esclavitud del momento. Las aristas suben al cielo sin voluntad
de nube ni voluntad de gloria. Nada más ético y terrible que la lucha de los
rascacielos con el cielo que los cubre». (Lorca, op. cit., pág. 1673). Más adelante, el
poeta cuenta su salida a la ciudad, recuerda una noche en el «agónico barrio
armenio» (deducimos que el poema Asesinato
es trascripción casi al pie de la letra de una conversación que Lorca escucha
«detrás de la pared»), para parar después entre los negros, los únicos que
entre tantas razas que siguen siendo extranjeras, no lo son. Se pasa en seguida
a Wall Street: «Impresionante por frío y por cruel. Llega el oro en ríos de
todas las partes de la tierra, y la muerte llega con él. En ninguna parte del
mundo se siente como allí la ausencia total del espíritu (...) Horrible. Nadie
puede darse idea de la soledad que siente allí un español, y más todavía un
hombre del Sur. Porque si te caes —por ejemplo—, serás atropellado, y si
resbalas al agua arrojarán sobre tí los papeles de sus meriendas. Esas son las
gentes de Nueva Y)rk...»
Es
decir, que esa indiferencia para con el ser humano indefenso que hoy es lugar
común ya estaba muy desarrollada en esta ciudad desde los años 30...
Evidentemente,
en el transcurso de la charla, Federico está narrando en prosa poemas ya hechos
y que, finalmente, no los descubrimos así en la forma final del libro: «Lago
verde, paisaje de abetos. Arpa judía. Miel, de arce. Saludo militar ante
Lincoln. Cuatro caballos ciegos. Canciones de la épica heroica de Washington.
Jazmines». No hay tales jazmines en lo que tenemos. Ni épica heroica ni saludo.
La miel de arce se tornará en miel de establo (Vaca) y los cuatro caballos ciegos (que, en realidad
eran uno solo según testimonio directo del poeta argentino José González
(Carbalho) serán tres caballos ciegos (El
niño Stanton) y el lago quedará sin el color verde.
En
una carta dirigida a Ángel del Río desde Edén Mills y fechada en agosto de
1929, Lorca apunta: «Te escribo desde Edén Mills. Muy divertido. Es un paisaje
prodigioso, pero de una melancolía infinita... pero los bosques y el lago me
sumen en un estado de desesperación poética muy difícil de sostener. Escribo
todo el día y a la noche me siento agotado». En otra carta, esta vez desde
Nueva York, dirigida a Carlos Moría Lynch, tal vez a final de su viaje,
encontramos: «Yo vivo en la Universidad de Columbia, en el centro de Nueva
York, en un sitio espléndido junto al río Hudson... Pasé el verano en el Canadá
con unos amigos y ahora estoy en Nueva York, que es una ciudad de alegría
insospechada. He escrito mucho. Tengo casi dos libros de poemas y una pieza de
teatro». ¿Dónde encontrar ahora, en el Poeta
en Nueva York, esa «ciudad de alegría insospechada»? ¿Dónde se ha ido el
«paisaje prodigioso» y muy divertido? Poco a poco, estas primeras impresiones
han dejado paso a las definitivas. En la entrevista con Felipe Morales que ya
hemos citado y que suponemos que es de mayo 1936, leemos: «Nueva York es
terrible. Algo monstruoso. A mí me gusta andar por las calles, perdido; pero
reconozco que Nueva York es la gran mentira del mundo. Nueva York es Senegal con máquinas» (lo
subrayado es nuestro). También aquí un matiz muy lindo: «Pero así como en la
América de abajo nosotros dejamos a Cervantes, los ingleses en la América de
arriba no han dejado su Shakespeare»... Ahora sí podemos suponer que el Poeta en Nueva York estaba en su forma casi
final: la definición de Nueva York como «Senegal con máquinas» dice muchas
cosas, sobre todo sueña como una de sus profecías más certeras.
No
dudamos, pues, de que este libro habrá tenido la más larga y penosa elaboración
de todo lo escrito por Federico. Apenas en agosto de 1935 tenemos una confesión
que nos determina considerar que el poeta se acercaba a la última forma: es la
carta enviada a Miguel Benítez Inglott y Aurina. Dice: «Estoy poniendo a
máquina mi libro de Nueva York para darlo a las prensas el próximo mes de
octubre; te ruego encarecidamente me mandes a vuelta de correo el poema
«Crucifixión», puesto que tú eres el único que lo tienes y yo me quedé sin
copia. Desde luego irá en el libro dedicado a ti».
Miguel
Benítez no ha cumplido con la demanda, el poema se publicará por vez primera en
1950 y los editores lo reproducen aún al final del libro, donde no tiene
sentido alguno. A su vez, Lorca no ha dado el libro a las prensas, en el mes de
octubre de 1935, tal vez, retocándole a continuación.
Que
esos retoques han seguido nos lo muestra, entre otros, el poema Son de negros en Cuba (pág. 458), la
última forma que tenemos presentando algunas diferencias en relación con la que
reproduce Víctor de la Serna en la reseña mencionada (pág. 1664). Si el editor
hubiese hecho una comparación, hubiera corregido «arpa de troncos vivos» por
«arpa de tonos vivos» que es la lectura correcta. Por cierto, las diferencias
no son muchas ni importantes: ahora tenemos «dije» por «he dicho», «alcochol
en las ruedas» por «alcohol en las mechas» y falta un penúltimo verso que era
«Oh, Cuba ¡Oh, curva de suspiro y barro!.
Un
detalle más: en la sección de Poemas sueltos
encontramos unos textos que sin lugar a dudas pertenecen a ese libro y será
conveniente, al menos en una edición crítica, mencionarlos como tal, al final
del libro, o como addenda. Entre estos, Luna
y panorama de los insectos —El poeta pide ayuda a la Virgen— (pág. 540)
que ha sido parte del poema que tenemos con el mismo título. Antes de este
texto van dos poemas —Omega y Normas I y II (pág. 539)— de clasificación
difícil: traen mucho de la «voz antigua» del poeta pero tienen un cierto aire
del libro que tratamos, sobre todo el primero. Asimismo, dudamos (muy poco) del
poema Mundo (pág. 556) y de Soledad insegura — Noche (pág. 1782), pero
no dudamos del poema Tierra y luna
(pág. 557) que esto sí es del Poeta en Nueva
York, poema del mismo corte y de la misma altura y además —¡mucha
atención!— está escrito en 1935.
Tal vez, el poema Mundo podría significar el regreso de
Federico a las formas de la preceptiva. ¿Era esa su meta? Abierto hacia el
futuro que le ha sido vedado por el fusil, el camino de su poesía así quedará.
Cortada su voz, la seguiremos oyendo en su trayectoria imposible, como una que
es y una que hubiera podido ser la más grande de nuestro siglo. En estos mismos
alejandrinos del Mundo encontramos
estos dos versos que bien pueden servir para concluir nuestros apuntes:
Mundo, ya tiene meta para tu desamparo.
Para tu horror perenne de agujero sin fondo.
R. Darie Novaceanu y
R. Darie Novaceanu y
Cuadernos Hispanoamericanos
Núm. 433-36. julio-octubre 1986
Justificación
Vuelvo
de la Feria del
Libro con el sentimiento de haber estado en una romería virtual, con
chiringuitos reales y un Mercado agrícola, invadido por trasgénicos. Mucha
fruta y mucha legumbre. Nombres extraños, rebuscados. Con dominación de origen
certificada. De entre lo más vendido, una coliflor cruzada con cante jondo y
oloroso de Jerez, ofrecida como novela: Los
amores oscuros. Productor: Manuel
Francisco Reina. Casa distribuidora: la Editorial Temas de Hoy. Y sigo leyendo receta, ingredientes,
valor nutricional, caducidad (ver portada) y, poco a poco, me ilumino gracias a
las prescripciones: Lo que
definitivamente convierte a Federico en un hombre pleno es su relación con un
joven albaceteño, Juan Ramírez de Lucas, que, por primera vez, se compromete
con el y le corresponde en un amor firme, maduro y apasionado.
Trato
de salvarme y pido un Ian Gibson – Vida,
pasión y muerte de Federico García Lorca y el vendedor de un chiringuito
zaragozano me ofrece Ian Gibson – Lorca y
el mundo gay, con una presentación esencial: No se puede separar al Lorca poeta del Lorca homosexual.
Al advertir mi vacilación, el
zaragozano me ofrece un folleto, gratis
con explicaciones: Federico García Lorca
tenía una capacidad de seducción que podía con todo y, en cuanto conoce a Juan
Ramírez de Lucas, se produce un flechazo a la primera vista.
Me
resisto; devuelvo la mercancía y pido algo natural, algo así, como un olivo
fertilizado por la flor de cabrahígo, que pone las olivas muy gordas y muy
sabrosas. Insisto: un Félix Grande – La
calumnia. Y el vendedor lo siente mucho, puesto que tal producto, válido
por toda la vida, está agotado hace mucho.
Félix Grande |
Me
alejo de espaldas, tomo un sendero y, desde Alfonso XII, bajo por Moyano: feria
permanente, libros de todos los tiempos, apilados por todas partes y libreros muy avisados y
muy amables. Encuentro lo que busco y hasta lo que no pensaba buscar.
Ya
en casa, me acuerdo de muchas cosas, de mis viajes a Granada, de mis libros
dedicados a Lorca, de las conversaciones, a medía mañana, en Cuadernos hispanoamericanos, con Félix Grande y Luís Rosales, entrañable
amigo de Federico y de todos nosotros. Y
no sé cómo, los recuerdos me trasladan a México, exactamente al Mercado de La Merced, donde mis
amigos poetas me han llevado muy de madrugada para admirar un milagro de todos
los días: pirámides de frutas y legumbre de toda clase, construidas durante la
noche. Sabores, olores y colores. Auténticas, como la Naturaleza.
Admiro
a Manuel Francisco Reina por “haber estado dos años enlorcado y haciendo una investigación rigurosa” de los
amores oscuros de Federico, escarbando en la cajita de madera – cartas, poemas,
dibujos y un diario – que Juan Ramírez de Lucas la había guardado toda la vida,
con mucho sigilo, antes de entregarla a su hermana. No dudo de que su libro “va
a aportar luz y puede abrir nuevas vías de investigación.” Ya el señor Ian
Gibson abre la veda – “creía que el Soneto de la dulce queja estaba dedicado
a Rafael Rodríguez, secretario de la Compaña
La Barraca” – y se prepara ir a Las Vegas para dar con el
paradero de Mari Julí, hija de Ramón Ruiz Alonso, el que ha perseguido, acosado
y detenido a Federico García Lorca, en la casa de Luís Rosales; tan calumniado
por haber defendido la vida del poeta. Calumnia que le perseguirá hasta la
muerte. He vivido muy de cerca su sufrimiento, sus largos silencios y luego sus
palabras sin sonido.
Tal
vez, después de su exitosa investigación literaria en La Vegas, Ian Gibson volverá a
leer Una temporada en el infierno y
arriesgará un juicio más: No se puede separar al Rimbaud poeta del Verlaine homosexual,
ni al revés, al Verlaine poeta del Rimbaud... Tal vez. Yo vuelvo a México, al Mercado de la Merced y se me antoja
que Rimbaud ha escrito el Soneto de las
vocales, todavía por investigar, rodeado de las pirámides de frutas y
legumbres aztecas, ordenadas según sabores, olores, colores...
Madrid, 31 de mayo de 2012