Pedro
Altares
A principios del diciembre de
2010 – si acaso os acordáis - , por entre el alboroto de los controladores del
cielo, que habían dejado en tierra más de medio millón de pasajeros, y la
revelación de papeles secretos que dejaba al desnudo la diplomacia
estadounidense, democrática y globalizadora, los amigos de siempre han
encontrado un hueco en la prensa del día para Pedro Altares que, justo un año
antes, el 6 de diciembre de 2009, había dejado la Ribera de Manzanares, donde
tenía su casa siempre abierta, cruzando las orillas oscuras del Aqueronte.
Una partida en el amanecer – aunque no tenía
prisa alguna -, cuando la luz acrecienta la esperanza. Y una ausencia que para,
algunos – cuando las horas veloces – habrá
de ser lo que es el olvido, y para otros presencia viva, insustituible. Por
todo lo que ha sido y hecho, no solamente como excelso periodista de la Transición – época
difícil, contradictoria, según él -, sino también como institución cultural e
ideológica.
Verdad es que el día 3 de
aquel diciembre, El Consejo de Ministros le había concedido La Medalla de la Orden del Mérito
Constitucional, a título póstumo y, en esta ocasión, los amigos de siempre
habían organizado un acto conmemorativo en El
Circulo de Bellas Artes, donde Ana Belén, con su don mágico, ha desatado
los manantiales de la nostalgia, los de la España camisa blanca.
Una manifestación de gratitud para sus labores vistas y menos vistas, que eran las más agobiantes. Pienso en sus Escritos en el aire y, sobre todo, en Cuadernos para el Diálogo, la revista que, desde su fundación – octubre de 1966 –, se había convertido en plataforma principal de debate intelectual y pensamiento político. Empresa donde, como secretario de redacción, al lado de Joaquín Ruiz Jiménez, abriendo ventanas hacia un futuro que se demoraba en llegar, Pedro Altares ha sabido encontrar un territorio común, integrador, para las más diferentes opciones políticas.
Una manifestación de gratitud para sus labores vistas y menos vistas, que eran las más agobiantes. Pienso en sus Escritos en el aire y, sobre todo, en Cuadernos para el Diálogo, la revista que, desde su fundación – octubre de 1966 –, se había convertido en plataforma principal de debate intelectual y pensamiento político. Empresa donde, como secretario de redacción, al lado de Joaquín Ruiz Jiménez, abriendo ventanas hacia un futuro que se demoraba en llegar, Pedro Altares ha sabido encontrar un territorio común, integrador, para las más diferentes opciones políticas.
Es
así como se ha desenvuelto en la vida, sin tener enemigos, ni adversarios
desleales. Algo impensable para la mayoría de los humanos, pero no para él,
exigente consigo mismo, comprensivo con
los demás. La amistad, la bondad, la modestia y la sinceridad han sido los
puntos cardinales de una existencia llevada a cabo sin sobresaltos, con ahínco
y paciencia.
Es
así como le he conocido, sabiendo que, a partir de aquel instante, podré apoyarme
como en un árbol que, bien plantado, disfrutaba del fluir del tiempo, siempre
cuando lograba aprovecharle bien.
Ha
sido en Valencia, en el verano de 1987, cuando el Segundo Congreso
Internacional de Escritores Antifascistas que, evocando al Primero, habrá de
convertirse, repentinamente, desde la ceremonia inaugural, en tribuna
anticomunista a secas. Opción promovida, entre otros, por Jorge Semprún,
vengativo con su propio pasado, y otros nombres más que prefiero no recordar.
Único
participante del Este – al tanto del asunto, los otros países hermanos habían
declinado la invitación -, tenía que aguantar la tormenta que, en más de una
intervención, iba dirigida a Rumanía y de modo expreso a Ceausescu, el futuro
“sátrapa de los Cárpatos”, añorado hoy en día, al menos, por la mitad del
pueblo rumano.
Tanto que los que me conocían
– Octavio Paz, Carlos Barral, Manuel Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa,
Francisco Brines, Antonio Senillosa Cross, etc. - me miraban con un aire de compasión cómplice.
Sobre todo, Ricardo Muñoz Suay, uno de los organizadores del evento. Buen
conocedor del marxismo y su vertiente totalitarista, trataba de aliviarme las
rachas frías: no te aflijas tanto. Tú no
tienes culpa alguna. Más bien, podríamos decir que la culpa es de los que están
hablando ahora de este modo. Han dormido en una cama y se han despertado en
otra... Palabras que reconstruyo, recordándome su despacho en La
Cinemateca, donde su aporte ha sido determinante.
En
tales circunstancias, se me ha acercado una azafata para decirme que me estaba
buscando el señor Pedro Altares, de la Radio Nacional. Y allí
estaba, en una mesa, al aire libre, bajo unos cuantos árboles, al borde del cauce
seco del Turia, con una grabadora en función, conversando con una persona que
yo había conocido años atrás, en Santiago de Chile. Eso sí, durante otro
congreso de escritores – Neruda, Rulfo, Marechal, Onetti, Mario Monteforte,
Llosa, Garmendia, Ángel Ramas, Marta Traba, etc. – mucho mejor que el de ahora.
Gente de oficio, abierta a toda novedad, donde me había tocado hablar sobre el realismo socialista, cuando
Stalin aplastaba las estepas caucáseas y la hierba reverdecía bajo sus botas.
Una provocación amistosa que venía de parte de Enrique Lhin. Estábamos en
agosto de 1969, un año después de la invasión de Checoslovaquia por los blindados
soviéticos y la mayoría de los comunistas chilenos – como Francisco Coloane –
eran muy pro rusos, mientras nosotros los rumanos, que no habíamos ido a
Praga, con nuestros soldados, como todos del “campo socialista”, recibíamos a
Nixón en Bucarest, con medio millón de banderitas americanas.
No
he vacilado en contar lo que sabía y sentía – al estar Santiago de Chile tan
lejos de Bucarest, creía que nadie se va a enterar de mi opinión... – he
concluido con: es por ello, que yo, en
lugar del realismo socialista prefiero un socialismo realista.
Y ahora, en Valencia, Pedro Altares, como sí
nos hubiésemos conocido de toda la vida: - Darío,
me ha contado Jorge (era Jorge Edwards) lo
del realismo socialista en Rumanía. ¿Cómo están las cosas ahora? Sé que has detestado el realismo socialista,
defendiendo un socialismo realista. ¿Sigues en ello?
Reconstruyo
el diálogo, conservando los términos exactos: - Sí, soy partidario de lo imposible para quitarme de encima el peso de
lo insoportable...
Más
que diálogo, ha sido una charla muy entretenida, ya que al terminar su programa
en directo, Pedro ha apagado la grabadora y hemos hablado sin micrófonos. Todas
las orillas eran suyas y remaba contento, con una naturaleza que he encontrado
en muy poca gente. Conocía mejor que yo los libros de Cioran y Eliade –
prohibidos en Rumanía -, al inevitable Drácula, el verdadero, y sabía mucho de dictaduras.
Estaba interesado en el periodismo rumano, muy extrañado por las dos únicas
horas diarias de la
Televisión, dedicadas en gran parte a enaltecer la figura de
Ceauşescu y su omnímoda esposa, Elena. No, no sintonizamos las televisiones vecinas.
Solamente los que viven cerca de las fronteras disfrutan de ello. A Bucarest
apenas llega la Televisión
búlgara, pero muy mal, como una nevada espesa en las pantallas. Y esto con unas
antenas japonesas, con una varilla muy
larga, de 24 elementos, difícil de anclar.
En esto, mirando a Jorge
Edwards, Pedro quería saber si después de Valencia pasaré por Madrid. – No dejes de buscarme para vernos con más
tiempo.
Es así como he ido a su casa, en
Ribera de Manzanares, donde todo era periodismo, el de la biblioteca – Quevedo,
Jovellanos, Feijoo, Lara, Ortega y Gasset, Azorin, Unamuno, etc. – y el de día
a día, un montón de nombres y renombres, amigos suyos con los cuales se
comunicaba más a menudo. Más las videocasetes y discos de música a los cuales
he añadido algunos de música rumana, descrubiendo que no eran los primeros,
siendo un gran devorador de libros, películas y música, no sólo clásica. Más
algún que otro objeto decorativo – recuerdos de sus viajes, como en México,
durante Portillo – y juguetes raros, muñecos mecánicos o con música, con los
cuales se divertía igual que Juan y Guillermo, sus dos hijos, fuertes, altos y
buenos como los robles. En esto, el niño que llevaba dentro se revelaba a sus
anchas, alegre y feliz.
Es así como, después de pasar
por Torrecaballeros, su noble residencia rústica – era el día de San Pedro - he
salido para Bucarest con tres amplificadores Televés, de diferentes frecuencias, más instrucciones, conexiones y
enchufes de toda categoría. Algo totalmente desconocido en aquel entonces, en
el mercado electrónico de Rumanía. Que es como sí he conseguido sintonizar la Televisión búlgara y
durante la noche, con nubes propicias, hasta las de Grecia y Turquía.
Nada extraño: las primeras
imágenes que prologaban la caída de Ceauşescu las hemos visto a través de las
emisoras vecinas. Lo que habrá de alegrarle sobremanera a Pedro, cuando se lo
había contado. Cerveza por medio y su cuento del 23 F. Alguien se acordará,
recordándolo yo. Pedro se hallaba en el hemiciclo de los diputados, cubriendo la
información al día. Y de pronto, los pistoletazos y ¡todos abajo! Y luego, en la Cafetería,
donde uno de los camareros ha ofrecido café
para todos... Apoyado en la barra, Pedro estaba tranquilo pero otros no,
entre ellos un periodista del Mundo
Obrero, muy preocupado por su vida, ya que su credencial lo delataba como
de los comunistas. – Yo tenía dos y así se le he dicho, invitándole a sentarse
a mi lado. He sacado una, la había metido en la cajetilla de tabaco, bajo sus
miradas, ofreciéndola para que cogiera un pitillo. El tonto ha tomado la
cajetilla, la había mirado por las dos partes y me la había devuelto: - No, yo
no fumo rubio...
No era fácil viajar a España. Una
vez cada dos años, con invitación personal – el anfitrión cubría la estancia –
y el comprobante de que tenías como mínimo 200 dólares. Más las excepciones,
que he aprovechado siempre. Carlos Barral me había invitado para publicar Poesía rumana contemporánea, en su
editorial (1972), Jaime Salinas para la antología Narrativa rumana contemporánea (Alianza Editorial, 1974). Además, y
esto ha sido lo más importante, La Dirección General de Relaciones Culturales del
MAAEE me ha concedido becas de estudio en tres ocasiones, la última de un
trimestre entero.
En situaciones así, la Dirección de Pasaportes
no ponía pegas. Contaba el papel con membrete, firma fecha y sello. A veces me
lo inventaba: con el apoyo de José María Merino, Director General del Libro, he
organizado una exposición del libro español en Rumanía. Por lo cual había hecho dos viajes. Uno en el otoño del 1988,
cuando he traído unos 240 títulos de autores españoles vertidos al rumano,
desde 1835 hasta la fecha. Y uno otro en febrero del siguiente, para cuidar el
catálogo y montar la exposición en los Salones de la Biblioteca Nacional.
Pero esta vez el asunto habrá
de complicarse: subiendo por Arenal
hacia El Sol, alguien me ha puesto una zancadilla con
disculpas, casi abrazándome, y en el Metro, ya no tenía la cartera... Ni el
pasaporte, ni otros documentos, ni los 200 dólares, que nunca los gastaba para
tenerlos en una otra ocasión. Desesperado, he ido a ver a Pedro y éste, al
llevarme a casa – me alojaba donde mi amigo poeta, Pío Serrano, en Escalinata - y en el camino me ha entregado 200 dólares.
De nada ha servido mi negativa. Me los ha metido a fuerza en el bolsillo, con
las palabras apropiadas: Para que puedas
volver...
Esto no lo hubiera hecho casi
nadie de entre mis amigos españoles. Jamás y de ninguna manera, J. M. Caballero
Bonald - pongo el ejemplo más significativo por miserable -, cuya amistad había
cultivado desde el primer encuentro en Cuba (1968), a quien le había
proporcionado un viaje a Rumania, a través de la Unión de Escritores, y le
había acompañado a lo ancho y a lo largo del país, después de haber traducido y
colocado en la mejor editorial nuestra, Eminescu,
su novela Ágata ojo de gato (1978).
Todo ello, cuando se nos vigilaba todo contacto con extranjeros, e incluso a
él le estaba vedado viajar a “Rusia y
países satélites”. Por lo cual, había ido primero a Roma, y desde allí –
diligencias mías -, sólo con un volante emitido por el cónsul rumano, había
entrado en el país de Drácula, con todo pagado: viaje, estancia de un mes,
regalos, más gastos ocasionales.
Esto ha sido posible gracias,
por un lado, a una cierta apertura – las había muy raras veces – hacia el
Occidente y, por el otro, debido a mi excelente relación con el gran poeta y
novelista, Zaharia Stancu, a la sazón
Presidente de la Unión
de Escritores. Coyunturas que me han servido para invitar también a Carlos
Barral con Ivonne, a Félix Grande y Gerardo Diego, mas no a Luís Rosales, que
venía en la lista, puesto que la ventanilla se había, repentinamente, cerrado
cual guillotina, sobre nuestras libertades.
No hago todo el cuento. Los
curiosos pueden leerlo, con toda su miseria, en sus, en mi caso, desmemoriadas
memorias, publicadas en La costumbre de
vivir, título subrepticiamente prestado del diario póstumo de Pavese, El oficio de vivir.
Cuidadoso con su futuro,
Caballero Bonald empieza su viaje a
Rumanía desde Rótterdam, donde conoce a una “escritora rumana” que intenta
llevársela a la cama y la “hispanista a ratos perdidos” se comporta según la
trata, exigiéndole el pago de sus servicios por adelantado. Se equivocaba: no
era Charro, ni Marizápalos...
Por contrapartida, nada más
volver de Holanda, para resarcirse del “mal sabor rumano” del sexo, recibe una
invitación del departamento de filología hispánica de la universidad de
Bucarest - ¡donde la hispanista acosada en Rótterdam era catedrática!-, “para
hablarles a los alumnos de mi obra y de paso conocer el país.” Frío: la
invitación era de la Unión
de Escritores. Pero, para su biografía, Unión
era muy soviético... Frío otra vez:
dicho departamento hispánico no disponía de dinero para invertir en huéspedes,
mas nuestro gremio, gracias a Zaharia Stancu, que había conseguido
personalmente de Ceausescu, un sello literario
– título/tirada – se permitía el lujo de invitar gente como Pasolini, Moravia,
Alain Resnais, Miguel Ángel Asturias, Carpentier, Juan Bosch, Rafael Alberti y
María Teresa León. Mientras Ceausescu recibía a Yaser Arafat, Golda Meier, Sadam
Husein, Gaddafi, hasta a De Gaulle o Richard Nixón.
Así pues, siendo este su
primer viaje al campo socialista, la invitación le había brindado la ocasión de
suplantar durante el viaje al mismísimo Sherlock Holmes, inventándose toda
clase de intrigas y misterios que, capacitado, los resuelve uno tras otro. Así,
recorre Rumanía, no en Oriente Express,
sino en vagones “deficientes”, destartalados y sin champan; cruza Dobrudja,
con sus inmensos campos despoblados (Bărăgan, el sagrado espacio narrativo de
Panait Istrati), y se detiene en las orillas del Mar Negro, para entretenerse
un rato con la estatua de Ovidio y darle cuenta de sus “perseverantes
devociones por la poesía latina”. Luego, a ver la playa, donde mete el índice
en la arena y lo mira como si fuese un termómetro: 20 grados bajo cero. ¿Hará
más frío en el Delta? Digo que sí y decide “volver a mi hotel capitolino”. Aunque
en el programa figuraba esta visita y había hecho ya las reservas hoteleras. Luego,
en sus desmemorias, apunta que la excursión había sido suspendida por mí.
Porque, nada extraño para
Sherlock Holmes Segundo: “me empezó a intrigar la conducta de Novãceanu,
hablaba mucho por teléfono y se había puesto muy caviloso”. Más: en Bucarest
descubre que alguien le había registrado “sin el menor disimulo” el equipaje,
buscando planos, armas o explosivos para algún que otro sabotaje.
Desde Bucarest a Transilvania
que, por su historia y cultura, ha sido y es nuestro estado de vigilia. Empezando
con la ciudad medieval de Sibiu (el antiguo Cibinium),
donde han vivido Lucian Blaga, Octavian Goga, Emil Cioran, etc., o han pasado
personas como Mihai Eminescu. Nada, el viajante jerezano, sigue con sus peripecias,
algunas imaginarias, otras reales pero olvidadas. Ni palabra, pongo un ejemplo,
sobre La Capilla
de la Cruz,
donde tenemos un Jesús crucificado entre
María y Juan, talla de 1417, obra
de Petrus Lantregen, de valor singular
para nuestro arte gótico. Nada sobre nada. Memadas y nimiedades.
Porque al viajante le quedan
para resolver algunas incógnitas: “¿de qué vivía realmente Novăceanu, cuya
economía particular parecía bastante holgada mientras su país atravesaba por
una gravísima crisis?” Más aún: en Cuba, llevaba unos cuatro meses de estancia
(¿cómo y por qué?). Luego aparecía frecuentemente por Madrid y había
descubierto que “tenía una cierta influencia en los círculos superiores de la
cultura oficial rumana y un manifiesto prestigio intelectual”. Eso le era lo
más difícil de entender pero ata cabos, rastrea, pesa, mide, husmea, sugiere y
deja bien insinuado: Novãceanu es un espía,
agente de...
Pedro, Pelí y el Embajador |
Un acierto que ni Sherlock
Holmes no lo hubiera logrado mejor, pero él sí. Con datos y documentos. Vigilar
y perseguir a Luís de Góngora y Argote por toda Córdoba, en la Plaza del Potro y en la de la Corredera, en la Catedral, donde fingía
ser racionero; investigar en la biblioteca y en manuscritos, ojear los papeles
de Cristóbal de Heredia para ver cuántos ducados le adeudaba y dar parte de
ello a la Central. Seguirle
los pasos a Salamanca (encuentro con Lope de Vega), Valladolid (encuentro con
Quevedo), Madrid y Aranjuez (cómplice de Juan Tassis Peralta, apodado conde de Villamediana,
para secuestrar a la Reina)
e informar oportunamente a la misma Agencia de Bucarest. Conseguir huellas
dactilares y alguna muestra ADN y enviar
todo a los laboratorios de la policía política de Ceausescu a ver si era su
mano o de Polifemo y averiguar si era verdad lo de la limpieza de sangre o era
judío limpio.
Todo este material recogido en un
informe general titulado Góngora: 1,5
kilos papel impreso que pesa más que el papel blanco; 750 páginas - 16,7 x 23,7 centímetros -
letra pequeña; estudio introductorio, traducciones, notas, comentarios. Total,
8 años de trabajo, más otros tantos para perseguir a Lorca, Juan Ramón Jiménez,
Machado, etc., etc. También unos tres meses para recorrer las marismas barrocas
de Argónida y ver a qué se dedicaba Ágata ojo de gato...
Así lo pone el señor en su Costumbre de vivir, antes de irse a
Doñana para superar la “seria avería psicológica” adquirida en Rumanía. Todo
bien atado con la prueba fehaciente de mi secreta profesión: mi nombramiento
por Petrus (¡es Petre!) Roman, como
Embajador de Rumanía en España. Frío, muy mucho frío – mi amistad con don Pedro se había apagado antes de
nacer -, y también muy caliente: como invitado, el señor Caballero Bonald
disponía de una dieta de viaje de, exactamente, 140 lei, mientras la mía era
tan sólo de 40 lei. Para cada céntimo, tenía que presentar documentos, con
sello, firma y fecha. Nos sentábamos en la misma mesa, pero la cuenta tenía que
venir por separado. Cuando me pasaba con un café auténtico, tenía que pagarlo
de mi bolsillo o pedir permiso al servicio de protocolo de la Unión. Lo mismo, con las
reservas del hotel, cuando tenía que establecer por teléfono día y hora. Para
ser tratado a cuerpo de rey, ya que el nuestro, al entregar el país a los
rusos, los comunistas le han dejado refugiarse en Suiza, con todo un tesoro de
arte (¡hasta un El Greco!...) y
bienes; que nada era suyo, sino de la Corona.
Atento a la bolsa de valores
culturales – lo he advertido mientras tanto -, siempre cuando nota una caída de
su prestigio, el señor Caballero aprovecha el viento de popa o lo provoca,
preparando una que otra entrevista, para enderezar la flecha de su gloria,
impactando con juicios absolutos. Así para él, la tan difícil Transición
española no ha sido lo que han dicho muchos, entre ellos Pedro Altares, sino “un
pacto entre el secretario general del Partido Comunista y el secretario general
del Movimiento, o sea, entre Carillo y Suárez”. Por lo cual “el franquismo nos
sobrevuela, disfrazado de democracia”. Cito de una entrevista con Juan Cruz (El País Semanal), donde insiste también
en el valor testimonial de sus memorias, amargado porque “hay dos personas que me retiraron el
saludo por lo que digo de ellas”. Solamente dos. Una soy yo, tal como se lo he
dicho, sin tapujos. Cosa por la cual no me arrepiento.
Lo malo es que mis amigos,
confiados en su testimonio, una vez que he dejado el cargo de Embajador y me he
instalado en Madrid, me han retirado
también el saludo, me han colgado los teléfonos y han impedido, según
relaciones de capillas – que son muchas – cualquier intento de volver a lo mío,
a la literatura y periodismo.
Termino – hay más -, puesto
que deploro a los vivos de alma muerta y vuelvo a Pedro Altares, que en febrero
de 1989, me ha dejado 200 dólares para poder volver a España, sin que
supiéramos, ninguno de los dos, que ya no me harán falta.
En el diciembre de aquel año –
asunto de otro costal - había caído Ceausescu. Y lo primero que había hecho yo,
ha sido fundar un periódico sobre los cimientos de Scânteia, órgano central del partido comunista. Así, desde el fin
del diciembre de 1989, hasta marzo de 1991, he hecho periodismo, llegando a más
de 3 millones ejemplares. Una tirada que no se dará jamás en Rumanía. Más que
del hambre, los rumanos tenían sed de comunicarse entre sí, libremente, tener
noticias e informaciones verdaderas. Que no por casualidad, la cabecera del
diario habrá de ser Adevărul (La Verdad). El cambio de rumbo
había sido violento y repentino, sin vuelta atrás, que es como lo he vivido.
En aquel interlunio, cuando la
gente trataba de volver a su vida, a conciencia de que será diferente,
necesitaba saber que iba bien y que el sacrificio – 1104 muertos durante la
insurrección - no había sido inútil. Y yo sentía que podría decirle hacia dónde
y cómo caminar. Pensaba en las labores de Pedro Altares – nuestras charlas
sobre ello
habían sido siempre largas – y quería hacer lo
mismo: periodismo para la
Transición.
Conocía bien su trabajo, todavía
tengo en Bucarest ejemplares de Cuadernos
para el diálogo, Triunfo y Cambio 16, donde incluso había
colaborado. Una razón de más, en los primeros meses se hablaba mucho de la transición
española como modelo por seguir. Me lo creía, descubriendo, poco a poco, que no
era posible.
En el pasar de una sociedad
desde el totalitarismo rojo a la democracia no hay arquetipos por seguir. Invocada
por muchos, la transición española ha sido modélica sin ser un modelo. Se trata
de la participación determinante de las fuerzas de izquierda, la implicación
activa de las del centro y la expectación no contraria de las de derecha. Todo
bajo la voluntad de La Corona
y la actuación sabia y directa del Rey, quien ha llevado el timón de la restauración
y salvaguarda de la democracia. Se trata también de una sociedad “bien atada”,
pero no arrodillada, donde la propiedad privada tenía cierto margen de
libertades. Puedo equivocarme en parte u olvidarme algunos factores (los Pactos
de la Moncloa)
o más componentes comprometidos con el aperturismo democrático, pero así veo y
así entiendo la transición española. Así veo y entiendo la actuación de Pedro
Altares y otros periodistas, en un proceso singular, dentro de un contexto
internacional muy favorable al cambio.
Nada de todo esto se ha dado
en Rumanía. Nuestra revolución no ha sido tal, tal y como la había visto todo
el planeta, la primera revolución en la
historia de la humanidad retransmitida en directo, sino una sublevación
real, sincera y espontánea, más una conspiración ideada e instrumentada allende
las fronteras, en los edificios sin ventanas del espionaje mundial y en los
salones de lujo, acorazados cual submarinos, de las grandes finanzas. Todo con
el patrocinio de una Trinidad efímera – Bush, Gorbachov y Mitterrand – y
acólitos, más el respaldo interior de una
cuadrilla de insatisfechos, hipócritas de profesión, falsos disidentes,
vende-patrias, fracasados por vocación, chanchulleros políticos, trepadores
sociales y malandrines de toda clase.
Además, el contexto
internacional era totalmente otro que el de la Transición española. En
nuestro regreso a la libertad y democracia hemos sido acompañados, cual
minusválidos, desde el principio, por el piadoso capitalismo, reasentado en el
Este europeo como economía de mercado libre. Un disfraz para la nueva ideología
financiera globalizadora, que ha saqueado el país como si de una colonia se
tratara, arruinándole.
Todo esto lo he comprendido
también poco a poco, sobre la marcha, al descubrir los primeros brotes de una
corrupción desalmada, tratando de hacerle frente de uno solo. Abriendo, en la
primera página, un serial – Corupţia -,
con los casos más flagrantes, descubiertos por tres redactores capacitados para
ello, tal vez los primeros periodistas de investigación. Así, día tras día de
revelaciones, y también, día tras día de felicitaciones protestas, teléfonos,
amenazas y visitas a la redacción de algunos corruptos que posaban en corderos
y pedían reparaciones morales y materiales como para alimentar una manada de búfalos que aseguraba con leche y queso a
los policías y jueces, tan útiles en estos menesteres. Un desastre nacional que
funciona hasta hoy en día, estupendamente.
Muy pocos periódicos me habían
acompañado en la contienda, muchas veces como abogados de “la parte perjudicada”. Hasta
el mes de marzo de 1991, cuando la Magna
Corrupción se ha a preparado con lo justo y necesario y, en
un descuido mío, se ha apoderado del periódico, en el nombre de...la libertad
de expresión y el de la imprescindible privatización (robo legal) de los bienes
del estado, que era el tema y la fiebre al día. No era lo mismo con privatizar
un combinado siderúrgico a precio de ganga más comisiones en los bancos suizos.
Era mucho más, era un combinado de opinión pública, codiciado para manipularle
y aprovecharle como trampolín hacia el poder. Y lo ha conseguido. Desde dentro
- siempre hay un caballo de Troya – y con una fuerza convincente y decisiva: dos
sobres cuidadosamente cerrados, uno en mi despacho de director del periódico y
otro pegado a la puerta de mi casa, cada uno con el mismo mensaje claro: dos
balas de pistola, calibre 7,65, envueltos en tela roja, como de bandera. Era el
día del equinoccio de primavera y he decidido vivir más equinoccios.
Más allá del reconocimiento de
mí obra literaria – de la cual he vivido
no holgadamente, como Caballero Bonald, de sus muchas prebendas, fundaciones y
presidente de jurados literarios de premios amañados -, algunos han considerado
que mi llegada a España, en noviembre de aquel año, como Embajador de Rumanía,
era una recompensa de los nuevos gobernantes del país por haberles ayudado en
llegar al poder.
Ni lo uno, ni lo otro, sino...todo lo contrario.
He reconocido sí como buenas y oportunas – cuando lo eran – algunas medidas del
primero gobierno, forzosamente provisorio, y también del siguiente, salido de
las primeras urnas, verdaderamente libres.
No he hecho lo mismo respecto
a las actuaciones de la “oposición”, por juzgarlas como contraproducentes para
aquel periodo y para el cambio político del país. Actuaciones que, por
excluyentes, vengativas y violentas, no llevaban ni pizca de democracia. Con
razón y muchas sinrazones. Disueltos, luego prohibidos y perseguidos por el
partido único – por algo era el único -, los así llamados partidos históricos
volvían a la vida política tras cuarenta años de ausencia total, tanto que
el retorno era más bien una resurrección furtiva, desde lápidas sepulcrales. Con
muy pocos líderes vivos y en vida, con muchos años de cárcel o
de exilio, que – sean de derecha o del centro, ya que la izquierda no
interesaba - no habían elegido mejor camino para afirmarse y definirse que la
violencia y la venganza.
De ahí, los continuos desfiles
y mítines en contra del Frente de Salvación Nacional (FSN) que, al principio no
se ha declarado como partido, pero habrá de actuar como tal, vacilante o
prepotente. De donde la adversidad de los demás, que sí eran partidos (o habían
sido), pero con pocos militantes auténticos y poco margen para reclutar fuerzas
nuevas y hacerse con un electorado fuerte y de suficiente peso.
Tampoco el FSN ha manifestado
mucho interés para un diálogo adecuado a las circunstancias. Siendo lo que era,
un aglomerado con tendencias más bien centrífugas que centrípetas, se ha comportado con
soberbia, llegando a las primeras elecciones con una ventaja vergonzosa, aplastante.
Si se hubiese alargado el periodo preelectoral, estoy seguro que se hubiera desmoronado
cual castillo de naipes.
En mis conversaciones seguidas
con Pedro Altares – durante los primeros meses del 1990, he venido tres veces a
Madrid – hemos discutido mucho sobre este asunto y sobre la dificultad de la
democracia en afirmarse plenamente. Su modo de actuar en pro de la Transición española, ha
sido el idóneo. Y no por casualidad, en su último artículo, publicado un día
después de su muerte (El País, 7 de
diciembre de 2009), diagnosticando El fin
del milagro español, evoca y reivindica “una palabra, ahora maldita”, el consenso, el que ha hecho que, por
una vez, derecha, izquierda y nacionalistas, aparquen las diferencias y
participen en una tarea común: la Constitución.
Esto, en Rumanía, no era
factible: para aparcar, hay que tener qué aparcar. Y no lo había. Tanto que lo
que los ganadores (ya corruptos) llaman transición
rumana a la democracia y mercado libre, ha sido un periodo no tanto de
vacío político, sino de provisorato caótico y, si se me apura, muy agresivo,
con consecuencias nefastas y secuelas sociales y morales, permanentes.
Todos aquellos meses de
manifestaciones fuera de la ley, incluidas las llegadas ilegales de los mineros
a Bucarest (maniobra del FSN) o el mitin ilegal de 54 días (maniobra de los partidos históricos),
prorrogado casi un mes después de las elecciones y retransmitido en directo por
todas las televisiones del mundo, como la manipulada revolución – los 63.000
muertos, deseados por necesarios para desfigurar el retrato del pueblo, cuando
la cifra real ha sido de 1104 – ilustran suficientemente un panorama político
nada esperanzador.
Sin olvidar la tentativa de mi
linchamiento, durante un mitin del Partido Nacional Campesino Cristiano y
Democrático, en la Plaza de los Aviadores (Domingo de Ramos, de
1990), por una manada de borregos que luego se trasladaran a la Plaza de la Universidad para
balar, contra pago diario, dinero al contado. Los 54 días seguidos; de
promiscuidad y desahogo errabundo
No, no he podido elogiar en
mis editoriales semejantes actos de vandalismo. Tampoco me he metido en la palestra
como gladiador desesperado. Lo único que les he dicho, con todo el respeto,
casi implorándoles, a los partidos históricos, ha sido la invitación de tomar el país desde donde lo han
encontrado y no desde donde lo habían dejado cuarenta años atrás, puesto
que durante estos años, nosotros también hemos sufrido. Militantes con o sin
carné del partido único. No me han hecho caso. De ahí la tentativa de mi
linchamiento. De ahí, el regreso a sus difuntas glorias, pisoteando lo que
habíamos construido – y era mucho - sin ellos. Tal han sido las cosas, que la
más importante contribución de esta gente a la democracia ha sido el desprestigio
de la palabra comunista transformada en blasfemia e injuria. El único país del
mundo donde decir comunista significa 4 millones de diablos, el total general
de los rumanos con carné de militantes.
En cuanto a los instalados en
el poder, de manera expresa los que presumían de ser un partido monolítico y no
un aglomerado de intereses contrarios, tras el triunfo electoral les había
advertido, que era oportuno fundar un partido
de verdad, e inventarse una oposición real. ¡Pamplinas!
Somos un partido, me ha replicado don Pedro. Y se han desmoronado. Primero
el partido, luego su liderazgo y, al final (septiembre de 1991), su gobierno.
Antes de mi llegada (diciembre del mismo año) a Madrid, como embajador.
En las vísperas de las
primeras elecciones libres (20 de mayo de 1990), Manuel Leguineche me ha
encontrado en mi despacho, con las galeradas de la próxima edición sobre la
mesa y no podía creérselo: la primera página de Adevărul venía ¡totalmente en blanco!...
La algarabía política, la
pugna entre un centenar de partidos “de bolsillo” y los tres principales, que
habían logrado imponer sus candidatos, era tan de otro mundo, que había
decidido no involucrarme de ningún modo.
A mis amigos, los que me quedaban
tras la “limpieza” psíquico-sanitaria de Caballero Bonald, no les he dicho nada
de mi elección entre balas y destierro.
Pero sí a Pedro. Siempre al
tanto de mis quehaceres – Juan, su hijo, había recorrido Europa en coche y
había llegado a Bucarest para verme -, muy extrañado por todo y sin poder dar
crédito al retorcido camino de nuestra malograda transición. - ¿Por qué te has metido solo en la boca del
lobo?, me ha preguntado un día. Para
explicarme en otra ocasión: - Batallas
así nunca se ganan en solitario.
Luego, con el pasar del tiempo,
me he dado cuenta que Pedro nunca estaba solo, incluso cuando estaba a solas,
frente al papel o a la máquina de escribir, destilando en sus palabras
pensamientos de su grupo de amigos, un ser colectivo, buscando el lenguaje
adecuado para las circunstancias del momento. Tan certero en sus juicios,
que, leyendo más veces su último
artículo, El fin del milagro español,
todo se ilumina: “Y empezó el milagro,
esta vez el económico, ayudado en parte por la llegada masiva, que no es lo
mismo con “invasiva”, por tierra, mar y aire, de más de cinco millones de
emigrantes. Y seguidamente: Confío
que alguien cuente en el futuro la epopeya de pateras y cayucos (...) España no
hubiera llegado donde estaba antes de la crisis sin la emigración.” Sé que
esta observación ha molestado a muchos, pero la realidad del “ladrillazo”
estaba por doquier y Pedro miraba atrás, hacia un pasado ya asumido, tratando
de alejarle de un futuro de contornos bastante dudosos. No presumía de virtudes
premonitorias, pero desde las colinas verdes de este pasado, veía como “las baronías se han convertido en “virreinatos”
con mención de honor a Valencia y su Educación para la Ciudadanía en inglés. Y
una medalla especial para la Virreina
de Madrid, la condesa descalza y su
afán para cambiar las leyes cuando no se ajustan a sus intereses y por acabar
con la educación pública y la sanidad, que, como todo el mundo lo sabe, son
cosas de pobres. Vislumbres, brotes que apenas levantaban las puntas y
ahora son todo un bosque con apariencia de secular. Pero Pedro, y no por
precavido, no subía más allá de las primeras colinas,
evitando un tópico casi siempre vigente: en este mundo, cuando no es bastante
tarde, es demasiado temprano.
Cuando
he comprendido esta multiplicidad de
Pedro, lo de uno en todos y de todos en uno, ya figuraba en su particular Libro de familia, pasando juntos, en Ribera de Manzanares, muchas
Nochebuenas, con su familia verdadera, tíos, tías, primos y sobrinos, suyos o
de Pelí. La llave de su alma, que nos hacía sentar a la mesa, apretaditos, los
que no cabían – habitualmente los hijos, y la gente joven – haciéndolo al lado,
contiguos a la alegría de la fiesta.
Juntos también, en fiestas aleatorias, en
Torrecaballeros, que era el lugar que más me evocaba el paraíso de mi lejana
infancia, en las faldas de los Cárpatos, y Pedro tenía el buen cuidado de no
tratarme como huésped, sino como uno de la casa. Con obligado derecho a
guadañar la hierba, podar las rosas, esquejar un geranio o colgar un cuadro,
habitualmente un paisaje con figuras, ya que sin figura el paisaje no te
dice nada.
Torrecaballeros |
Esperando a Pedro |
Y
después, el desenlace, cuando yo, muy lejos de Ribera de Manzanares, no he
podido llegar para despedirme y él había aprovechado el amanecer para cruzar
las orillas oscuras del Aqueronte.
Muchas veces, desde entonces, desde mi casa de
Ferráz, suelo bajar el último tramo de Urquijo, me paro en el Balcón de los
Rosales, ubico la Floridita
y cruzo con la mirada, a la derecha del Puente de los Franceses, donde una
columna sin destino. Detrás está su casa.
Madrid, 30 de mayo de 2012
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