jueves, 31 de mayo de 2012

PAPELES CONTRA EL OLVIDO


Pedro Altares

A principios del diciembre de 2010 – si acaso os acordáis - , por entre el alboroto de los controladores del cielo, que habían dejado en tierra más de medio millón de pasajeros, y la revelación de papeles secretos que dejaba al desnudo la diplomacia estadounidense, democrática y globalizadora, los amigos de siempre han encontrado un hueco en la prensa del día para Pedro Altares que, justo un año antes, el 6 de diciembre de 2009, había dejado la Ribera de Manzanares, donde tenía su casa siempre abierta, cruzando las orillas oscuras del Aqueronte.
 Una partida en el amanecer – aunque no tenía prisa alguna -, cuando la luz acrecienta la esperanza. Y una ausencia que para, algunos – cuando las horas veloces – habrá de ser lo que es el olvido, y para otros presencia viva, insustituible. Por todo lo que ha sido y hecho, no solamente como excelso periodista de la Transición – época difícil, contradictoria, según él -, sino también como institución cultural e ideológica.
Verdad es que el día 3 de aquel diciembre, El Consejo de Ministros le había concedido La Medalla de la Orden del Mérito Constitucional, a título póstumo y, en esta ocasión, los amigos de siempre habían organizado un acto conmemorativo en El Circulo de Bellas Artes, donde Ana Belén, con su don mágico, ha desatado los manantiales de la nostalgia, los de la España camisa blanca.
Una manifestación de gratitud para sus labores vistas y menos vistas, que eran las más agobiantes. Pienso en sus Escritos en el aire y, sobre todo, en Cuadernos para el Diálogo, la revista que, desde su fundación – octubre de 1966 –, se había convertido en plataforma principal de debate intelectual y pensamiento político. Empresa donde, como secretario de redacción, al lado de Joaquín Ruiz Jiménez, abriendo ventanas hacia un futuro que se demoraba en llegar, Pedro Altares ha sabido encontrar un territorio común, integrador, para las más diferentes opciones políticas.
            Es así como se ha desenvuelto en la vida, sin tener enemigos, ni adversarios desleales. Algo impensable para la mayoría de los humanos, pero no para él, exigente  consigo mismo, comprensivo con los demás. La amistad, la bondad, la modestia y la sinceridad han sido los puntos cardinales de una existencia llevada a cabo sin sobresaltos, con ahínco y paciencia.
            Es así como le he conocido, sabiendo que, a partir de aquel instante, podré apoyarme como en un árbol que, bien plantado, disfrutaba del fluir del tiempo, siempre cuando lograba aprovecharle bien.
            Ha sido en Valencia, en el verano de 1987, cuando el Segundo Congreso Internacional de Escritores Antifascistas que, evocando al Primero, habrá de convertirse, repentinamente, desde la ceremonia inaugural, en tribuna anticomunista a secas. Opción promovida, entre otros, por Jorge Semprún, vengativo con su propio pasado, y otros nombres más que prefiero no recordar.
            Único participante del Este – al tanto del asunto, los otros países hermanos habían declinado la invitación -, tenía que aguantar la tormenta que, en más de una intervención, iba dirigida a Rumanía y de modo expreso a Ceausescu, el futuro “sátrapa de los Cárpatos”, añorado hoy en día, al menos, por la mitad del pueblo rumano.
Tanto que los que me conocían – Octavio Paz, Carlos Barral, Manuel Vázquez Montalbán, Mario Vargas Llosa, Francisco Brines, Antonio Senillosa Cross, etc. -  me miraban con un aire de compasión cómplice. Sobre todo, Ricardo Muñoz Suay, uno de los organizadores del evento. Buen conocedor del marxismo y su vertiente totalitarista, trataba de aliviarme las rachas frías: no te aflijas tanto. Tú no tienes culpa alguna. Más bien, podríamos decir que la culpa es de los que están hablando ahora de este modo. Han dormido en una cama y se han despertado en otra... Palabras que reconstruyo, recordándome su despacho en La Cinemateca, donde su aporte ha sido determinante.
            En tales circunstancias, se me ha acercado una azafata para decirme que me estaba buscando el señor Pedro Altares, de la Radio Nacional. Y allí estaba, en una mesa, al aire libre, bajo unos cuantos árboles, al borde del cauce seco del Turia, con una grabadora en función, conversando con una persona que yo había conocido años atrás, en Santiago de Chile. Eso sí, durante otro congreso de escritores – Neruda, Rulfo, Marechal, Onetti, Mario Monteforte, Llosa, Garmendia, Ángel Ramas, Marta Traba, etc. – mucho mejor que el de ahora. Gente de oficio, abierta a toda novedad, donde me había tocado  hablar sobre el realismo socialista, cuando Stalin aplastaba las estepas caucáseas y la hierba reverdecía bajo sus botas. Una provocación amistosa que venía de parte de Enrique Lhin. Estábamos en agosto de 1969, un año después de la invasión de Checoslovaquia por los blindados soviéticos y la mayoría de los comunistas chilenos – como Francisco Coloane – eran muy pro rusos, mientras nosotros los rumanos, que no habíamos ido a Praga, con nuestros soldados, como todos del “campo socialista”, recibíamos a Nixón en Bucarest, con medio millón de banderitas americanas.
            No he vacilado en contar lo que sabía y sentía – al estar Santiago de Chile tan lejos de Bucarest, creía que nadie se va a enterar de mi opinión... – he concluido con: es por ello, que yo, en lugar del realismo socialista prefiero un socialismo realista.
 Y ahora, en Valencia, Pedro Altares, como sí nos hubiésemos conocido de toda la vida: - Darío, me ha contado Jorge (era Jorge Edwards) lo del realismo socialista en Rumanía. ¿Cómo están las cosas ahora? Sé que has detestado el realismo socialista, defendiendo un socialismo realista. ¿Sigues en ello?
            Reconstruyo el diálogo, conservando los términos exactos: - Sí, soy partidario de lo imposible para quitarme de encima el peso de lo insoportable...
            Más que diálogo, ha sido una charla muy entretenida, ya que al terminar su programa en directo, Pedro ha apagado la grabadora y hemos hablado sin micrófonos. Todas las orillas eran suyas y remaba contento, con una naturaleza que he encontrado en muy poca gente. Conocía mejor que yo los libros de Cioran y Eliade – prohibidos en Rumanía -, al inevitable Drácula, el verdadero, y sabía mucho de dictaduras. Estaba interesado en el periodismo rumano, muy extrañado por las dos únicas horas diarias de la Televisión, dedicadas en gran parte a enaltecer la figura de Ceauşescu y su omnímoda esposa, Elena. No, no sintonizamos las televisiones vecinas. Solamente los que viven cerca de las fronteras disfrutan de ello. A Bucarest apenas llega la Televisión búlgara, pero muy mal, como una nevada espesa en las pantallas. Y esto con unas antenas  japonesas, con una varilla muy larga, de 24 elementos, difícil de anclar.
En esto, mirando a Jorge Edwards, Pedro quería saber si después de Valencia pasaré por Madrid. No dejes de buscarme para vernos con más tiempo.
Es así como he ido a su casa, en Ribera de Manzanares, donde todo era periodismo, el de la biblioteca – Quevedo, Jovellanos, Feijoo, Lara, Ortega y Gasset, Azorin, Unamuno, etc. – y el de día a día, un montón de nombres y renombres, amigos suyos con los cuales se comunicaba más a menudo. Más las videocasetes y discos de música a los cuales he añadido algunos de música rumana, descrubiendo que no eran los primeros, siendo un gran devorador de libros, películas y música, no sólo clásica. Más algún que otro objeto decorativo – recuerdos de sus viajes, como en México, durante Portillo – y juguetes raros, muñecos mecánicos o con música, con los cuales se divertía igual que Juan y Guillermo, sus dos hijos, fuertes, altos y buenos como los robles. En esto, el niño que llevaba dentro se revelaba a sus anchas, alegre y feliz.
Es así como, después de pasar por Torrecaballeros, su noble residencia rústica – era el día de San Pedro - he salido para Bucarest con tres amplificadores Televés, de diferentes frecuencias, más instrucciones, conexiones y enchufes de toda categoría. Algo totalmente desconocido en aquel entonces, en el mercado electrónico de Rumanía. Que es como sí he conseguido sintonizar la Televisión búlgara y durante la noche, con nubes propicias, hasta las de Grecia y Turquía.
Nada extraño: las primeras imágenes que prologaban la caída de Ceauşescu las hemos visto a través de las emisoras vecinas. Lo que habrá de alegrarle sobremanera a Pedro, cuando se lo había contado. Cerveza por medio y su cuento del 23 F. Alguien se acordará, recordándolo yo. Pedro se hallaba en el hemiciclo de los diputados, cubriendo la información al día. Y de pronto, los pistoletazos y ¡todos abajo! Y luego, en la Cafetería, donde uno de los camareros ha ofrecido café para todos... Apoyado en la barra, Pedro estaba tranquilo pero otros no, entre ellos un periodista del Mundo Obrero, muy preocupado por su vida, ya que su credencial lo delataba como de los comunistas. – Yo tenía dos  y así se le he dicho, invitándole a sentarse a mi lado. He sacado una, la había metido en la cajetilla de tabaco, bajo sus miradas, ofreciéndola para que cogiera un pitillo. El tonto ha tomado la cajetilla, la había mirado por las dos partes y me la había devuelto: - No, yo no fumo rubio...


No era fácil viajar a España. Una vez cada dos años, con invitación personal – el anfitrión cubría la estancia – y el comprobante de que tenías como mínimo 200 dólares. Más las excepciones, que he aprovechado siempre. Carlos Barral me había invitado para publicar Poesía rumana contemporánea, en su editorial (1972), Jaime Salinas para la antología Narrativa rumana contemporánea (Alianza Editorial, 1974). Además, y esto ha sido lo más importante, La Dirección General de Relaciones Culturales del MAAEE me ha concedido becas de estudio en tres ocasiones, la última de un trimestre entero.
En situaciones así, la Dirección de Pasaportes no ponía pegas. Contaba el papel con membrete, firma fecha y sello. A veces me lo inventaba: con el apoyo de José María Merino, Director General del Libro, he organizado una exposición del libro español en Rumanía. Por lo cual había hecho dos viajes. Uno en el otoño del 1988, cuando he traído unos 240 títulos de autores españoles vertidos al rumano, desde 1835 hasta la fecha. Y uno otro en febrero del siguiente, para cuidar el catálogo y montar la exposición en los Salones de la Biblioteca Nacional.
Pero esta vez el asunto habrá de complicarse: subiendo por Arenal hacia El  Sol, alguien me ha puesto una zancadilla con disculpas, casi abrazándome, y en el Metro, ya no tenía la cartera... Ni el pasaporte, ni otros documentos, ni los 200 dólares, que nunca los gastaba para tenerlos en una otra ocasión. Desesperado, he ido a ver a Pedro y éste, al llevarme a casa – me alojaba donde mi amigo poeta, Pío Serrano, en Escalinata -  y en el camino me ha entregado 200 dólares. De nada ha servido mi negativa. Me los ha metido a fuerza en el bolsillo, con las palabras apropiadas: Para que puedas volver...

Esto no lo hubiera hecho casi nadie de entre mis amigos españoles. Jamás y de ninguna manera, J. M. Caballero Bonald - pongo el ejemplo más significativo por miserable -, cuya amistad había cultivado desde el primer encuentro en Cuba (1968), a quien le había proporcionado un viaje a Rumania, a través de la Unión de Escritores, y le había acompañado a lo ancho y a lo largo del país, después de haber traducido y colocado en la mejor editorial nuestra, Eminescu, su novela Ágata ojo de gato (1978). Todo ello, cuando se nos vigilaba todo contacto con extranjeros, e incluso a él le estaba vedado viajar a  “Rusia y países satélites”. Por lo cual, había ido primero a Roma, y desde allí – diligencias mías -, sólo con un volante emitido por el cónsul rumano, había entrado en el país de Drácula, con todo pagado: viaje, estancia de un mes, regalos, más gastos ocasionales.
Esto ha sido posible gracias, por un lado, a una cierta apertura – las había muy raras veces – hacia el Occidente y, por el otro, debido a mi excelente relación con el gran poeta y novelista,  Zaharia Stancu, a la sazón Presidente de la Unión de Escritores. Coyunturas que me han servido para invitar también a Carlos Barral con Ivonne, a Félix Grande y Gerardo Diego, mas no a Luís Rosales, que venía en la lista, puesto que la ventanilla se había, repentinamente, cerrado cual guillotina, sobre nuestras libertades.
No hago todo el cuento. Los curiosos pueden leerlo, con toda su miseria, en sus, en mi caso, desmemoriadas memorias, publicadas en La costumbre de vivir, título subrepticiamente prestado del diario póstumo de Pavese, El oficio de vivir.  
Cuidadoso con su futuro, Caballero Bonald  empieza su viaje a Rumanía desde Rótterdam, donde conoce a una “escritora rumana” que intenta llevársela a la cama y la “hispanista a ratos perdidos” se comporta según la trata, exigiéndole el pago de sus servicios por adelantado. Se equivocaba: no era Charro, ni Marizápalos...
Por contrapartida, nada más volver de Holanda, para resarcirse del “mal sabor rumano” del sexo, recibe una invitación del departamento de filología hispánica de la universidad de Bucarest - ¡donde la hispanista acosada en Rótterdam era catedrática!-, “para hablarles a los alumnos de mi obra y de paso conocer el país.” Frío: la invitación era de la Unión de Escritores. Pero, para su biografía, Unión era muy soviético... Frío otra vez: dicho departamento hispánico no disponía de dinero para invertir en huéspedes, mas nuestro gremio, gracias a Zaharia Stancu, que había conseguido personalmente  de Ceausescu, un sello literario – título/tirada – se permitía el lujo de invitar gente como Pasolini, Moravia, Alain Resnais, Miguel Ángel Asturias, Carpentier, Juan Bosch, Rafael Alberti y María Teresa León. Mientras Ceausescu recibía a Yaser Arafat, Golda Meier, Sadam Husein, Gaddafi, hasta a De Gaulle o Richard Nixón.
Así pues, siendo este su primer viaje al campo socialista, la invitación le había brindado la ocasión de suplantar durante el viaje al mismísimo Sherlock Holmes, inventándose toda clase de intrigas y misterios que, capacitado, los resuelve uno tras otro. Así, recorre Rumanía, no en Oriente Express, sino en vagones “deficientes”, destartalados y sin champan; cruza Dobrudja, con sus inmensos campos despoblados (Bărăgan, el sagrado espacio narrativo de Panait Istrati), y se detiene en las orillas del Mar Negro, para entretenerse un rato con la estatua de Ovidio y darle cuenta de sus “perseverantes devociones por la poesía latina”. Luego, a ver la playa, donde mete el índice en la arena y lo mira como si fuese un termómetro: 20 grados bajo cero. ¿Hará más frío en el Delta? Digo que sí y decide “volver a mi hotel capitolino”. Aunque en el programa figuraba esta visita y había hecho ya las reservas hoteleras. Luego, en sus desmemorias, apunta que la excursión había sido suspendida por mí.
Porque, nada extraño para Sherlock Holmes Segundo: “me empezó a intrigar la conducta de Novãceanu, hablaba mucho por teléfono y se había puesto muy caviloso”. Más: en Bucarest descubre que alguien le había registrado “sin el menor disimulo” el equipaje, buscando planos, armas o explosivos para algún que otro sabotaje.
Desde Bucarest a Transilvania que, por su historia y cultura, ha sido y es nuestro estado de vigilia. Empezando con la ciudad medieval de Sibiu (el antiguo Cibinium), donde han vivido Lucian Blaga, Octavian Goga, Emil Cioran, etc., o han pasado personas como Mihai Eminescu. Nada, el viajante jerezano, sigue con sus peripecias, algunas imaginarias, otras reales pero olvidadas. Ni palabra, pongo un ejemplo, sobre La Capilla de la Cruz, donde tenemos un Jesús crucificado entre María y Juan,  talla de 1417, obra de  Petrus Lantregen, de valor singular para nuestro arte gótico. Nada sobre nada. Memadas y nimiedades.
Porque al viajante le quedan para resolver algunas incógnitas: “¿de qué vivía realmente Novăceanu, cuya economía particular parecía bastante holgada mientras su país atravesaba por una gravísima crisis?” Más aún: en Cuba, llevaba unos cuatro meses de estancia (¿cómo y por qué?). Luego aparecía frecuentemente por Madrid y había descubierto que “tenía una cierta influencia en los círculos superiores de la cultura oficial rumana y un manifiesto prestigio intelectual”. Eso le era lo más difícil de entender pero ata cabos, rastrea, pesa, mide, husmea, sugiere y deja bien insinuado: Novãceanu es un espía, agente de...
Pedro, Pelí y el Embajador
Un acierto que ni Sherlock Holmes no lo hubiera logrado mejor, pero él sí. Con datos y documentos. Vigilar y perseguir a Luís de Góngora y Argote por toda Córdoba, en la Plaza del Potro y en la de la Corredera, en la Catedral, donde fingía ser racionero; investigar en la biblioteca y en manuscritos, ojear los papeles de Cristóbal de Heredia para ver cuántos ducados le adeudaba y dar parte de ello a la Central. Seguirle los pasos a Salamanca (encuentro con Lope de Vega), Valladolid (encuentro con Quevedo), Madrid y Aranjuez (cómplice de Juan Tassis Peralta, apodado conde de Villamediana, para secuestrar a la Reina) e informar oportunamente a la misma Agencia de Bucarest. Conseguir huellas dactilares y alguna muestra  ADN y enviar todo a los laboratorios de la policía política de Ceausescu a ver si era su mano o de Polifemo y averiguar si era verdad lo de la limpieza de sangre o era judío limpio.
Todo este material recogido en un informe general titulado Góngora: 1,5 kilos papel impreso que pesa más que el papel blanco; 750 páginas - 16,7 x 23,7 centímetros - letra pequeña; estudio introductorio, traducciones, notas, comentarios. Total, 8 años de trabajo, más otros tantos para perseguir a Lorca, Juan Ramón Jiménez, Machado, etc., etc. También unos tres meses para recorrer las marismas barrocas de Argónida y ver a qué se dedicaba Ágata ojo de gato...
Así lo pone el señor en su Costumbre de vivir, antes de irse a Doñana para superar la “seria avería psicológica” adquirida en Rumanía. Todo bien atado con la prueba fehaciente de mi secreta profesión: mi nombramiento por Petrus (¡es Petre!) Roman, como Embajador de Rumanía en España. Frío, muy mucho frío – mi amistad con don Pedro se había apagado antes de nacer -, y también muy caliente: como invitado, el señor Caballero Bonald disponía de una dieta de viaje de, exactamente, 140 lei, mientras la mía era tan sólo de 40 lei. Para cada céntimo, tenía que presentar documentos, con sello, firma y fecha. Nos sentábamos en la misma mesa, pero la cuenta tenía que venir por separado. Cuando me pasaba con un café auténtico, tenía que pagarlo de mi bolsillo o pedir permiso al servicio de protocolo de la Unión. Lo mismo, con las reservas del hotel, cuando tenía que establecer por teléfono día y hora. Para ser tratado a cuerpo de rey, ya que el nuestro, al entregar el país a los rusos, los comunistas le han dejado refugiarse en Suiza, con todo un tesoro de arte (¡hasta un El Greco!...) y bienes; que nada era suyo, sino de la Corona.
Atento a la bolsa de valores culturales – lo he advertido mientras tanto -, siempre cuando nota una caída de su prestigio, el señor Caballero aprovecha el viento de popa o lo provoca, preparando una que otra entrevista, para enderezar la flecha de su gloria, impactando con juicios absolutos. Así para él, la tan difícil Transición española no ha sido lo que han dicho muchos, entre ellos Pedro Altares, sino “un pacto entre el secretario general del Partido Comunista y el secretario general del Movimiento, o sea, entre Carillo y Suárez”. Por lo cual “el franquismo nos sobrevuela, disfrazado de democracia”. Cito de una entrevista con Juan Cruz (El País Semanal), donde insiste también en el valor testimonial de sus memorias, amargado  porque “hay dos personas que me retiraron el saludo por lo que digo de ellas”. Solamente dos. Una soy yo, tal como se lo he dicho, sin tapujos. Cosa por la cual no me arrepiento.
Lo malo es que mis amigos, confiados en su testimonio, una vez que he dejado el cargo de Embajador y me he instalado en Madrid, me  han retirado también el saludo, me han colgado los teléfonos y han impedido, según relaciones de capillas – que son muchas – cualquier intento de volver a lo mío, a la literatura y periodismo.
Termino – hay más -, puesto que deploro a los vivos de alma muerta y vuelvo a Pedro Altares, que en febrero de 1989, me ha dejado 200 dólares para poder volver a España, sin que supiéramos, ninguno de los dos, que ya no me harán falta.
     
En el diciembre de aquel año – asunto de otro costal - había caído Ceausescu. Y lo primero que había hecho yo, ha sido fundar un periódico sobre los cimientos de Scânteia, órgano central del partido comunista. Así, desde el fin del diciembre de 1989, hasta marzo de 1991, he hecho periodismo, llegando a más de 3 millones ejemplares. Una tirada que no se dará jamás en Rumanía. Más que del hambre, los rumanos tenían sed de comunicarse entre sí, libremente, tener noticias e informaciones verdaderas. Que no por casualidad, la cabecera del diario habrá de ser Adevărul (La Verdad). El cambio de rumbo había sido violento y repentino, sin vuelta atrás, que es como lo he vivido.
En aquel interlunio, cuando la gente trataba de volver a su vida, a conciencia de que será diferente, necesitaba saber que iba bien y que el sacrificio – 1104 muertos durante la insurrección - no había sido inútil. Y yo sentía que podría decirle hacia dónde y cómo caminar. Pensaba en las labores de Pedro Altares – nuestras charlas sobre ello  
habían sido siempre largas – y quería hacer lo mismo: periodismo para la Transición.
Conocía bien su trabajo, todavía tengo en Bucarest ejemplares de Cuadernos para el diálogo, Triunfo Cambio 16, donde incluso había colaborado. Una razón de más, en los primeros meses se hablaba mucho de la transición española como modelo por seguir. Me lo creía, descubriendo, poco a poco, que no era posible.
En el pasar de una sociedad desde el totalitarismo rojo a la democracia no hay arquetipos por seguir. Invocada por muchos, la transición española ha sido modélica sin ser un modelo. Se trata de la participación determinante de las fuerzas de izquierda, la implicación activa de las del centro y la expectación no contraria de las de derecha. Todo bajo la voluntad de La Corona y la actuación sabia y directa del Rey, quien ha llevado el timón de la restauración y salvaguarda de la democracia. Se trata también de una sociedad “bien atada”, pero no arrodillada, donde la propiedad privada tenía cierto margen de libertades. Puedo equivocarme en parte u olvidarme algunos factores (los Pactos de la Moncloa) o más componentes comprometidos con el aperturismo democrático, pero así veo y así entiendo la transición española. Así veo y entiendo la actuación de Pedro Altares y otros periodistas, en un proceso singular, dentro de un contexto internacional muy favorable al cambio.

Nada de todo esto se ha dado en Rumanía. Nuestra revolución no ha sido tal, tal y como la había visto todo el planeta, la primera revolución en la historia de la humanidad retransmitida en directo, sino una sublevación real, sincera y espontánea, más una conspiración ideada e instrumentada allende las fronteras, en los edificios sin ventanas del espionaje mundial y en los salones de lujo, acorazados cual submarinos, de las grandes finanzas. Todo con el patrocinio de una Trinidad efímera Bush, Gorbachov y Mitterrand – y acólitos, más el respaldo interior de una cuadrilla de insatisfechos, hipócritas de profesión, falsos disidentes, vende-patrias, fracasados por vocación, chanchulleros políticos, trepadores sociales y malandrines de toda clase.
Además, el contexto internacional era totalmente otro que el de la Transición española. En nuestro regreso a la libertad y democracia hemos sido acompañados, cual minusválidos, desde el principio, por el piadoso capitalismo, reasentado en el Este europeo como economía de mercado libre. Un disfraz para la nueva ideología financiera globalizadora, que ha saqueado el país como si de una colonia se tratara, arruinándole.

Todo esto lo he comprendido también poco a poco, sobre la marcha, al descubrir los primeros brotes de una corrupción desalmada, tratando de hacerle frente de uno solo. Abriendo, en la primera página, un serial – Corupţia -, con los casos más flagrantes, descubiertos por tres redactores capacitados para ello, tal vez los primeros periodistas de investigación. Así, día tras día de revelaciones, y también, día tras día de felicitaciones protestas, teléfonos, amenazas y visitas a la redacción de algunos corruptos que posaban en corderos y pedían reparaciones morales y materiales como para alimentar una manada de búfalos que aseguraba con leche y queso a los policías y jueces, tan útiles en estos menesteres. Un desastre nacional que funciona hasta hoy en día, estupendamente.

Muy pocos periódicos me habían acompañado en la contienda, muchas veces  como abogados de “la parte perjudicada”. Hasta el mes de marzo de 1991, cuando la Magna Corrupción se ha a preparado con lo justo y necesario y, en un descuido mío, se ha apoderado del periódico, en el nombre de...la libertad de expresión y el de la imprescindible privatización (robo legal) de los bienes del estado, que era el tema y la fiebre al día. No era lo mismo con privatizar un combinado siderúrgico a precio de ganga más comisiones en los bancos suizos. Era mucho más, era un combinado de opinión pública, codiciado para manipularle y aprovecharle como trampolín hacia el poder. Y lo ha conseguido. Desde dentro - siempre hay un caballo de Troya – y con una fuerza convincente y decisiva: dos sobres cuidadosamente cerrados, uno en mi despacho de director del periódico y otro pegado a la puerta de mi casa, cada uno con el mismo mensaje claro: dos balas de pistola, calibre 7,65, envueltos en tela roja, como de bandera. Era el día del equinoccio de primavera y he decidido vivir más equinoccios.

Más allá del reconocimiento de  mí obra literaria – de la cual he vivido no holgadamente, como Caballero Bonald, de sus muchas prebendas, fundaciones y presidente de jurados literarios de premios amañados -, algunos han considerado que mi llegada a España, en noviembre de aquel año, como Embajador de Rumanía, era una recompensa de los nuevos gobernantes del país por haberles ayudado en llegar al poder.
Ni lo uno, ni lo otro, sino...todo lo contrario. He reconocido sí como buenas y oportunas – cuando lo eran – algunas medidas del primero gobierno, forzosamente provisorio, y también del siguiente, salido de las primeras urnas, verdaderamente libres.
No he hecho lo mismo respecto a las actuaciones de la “oposición”, por juzgarlas como contraproducentes para aquel periodo y para el cambio político del país. Actuaciones que, por excluyentes, vengativas y violentas, no llevaban ni pizca de democracia. Con razón y muchas sinrazones. Disueltos, luego prohibidos y perseguidos por el partido único – por algo era el único -, los así llamados partidos históricos volvían a la vida política tras cuarenta años de ausencia total, tanto que el retorno era más bien una resurrección furtiva, desde lápidas sepulcrales. Con muy pocos líderes vivos y en vida, con muchos años de cárcel o de exilio, que – sean de derecha o del centro, ya que la izquierda no interesaba - no habían elegido mejor camino para afirmarse y definirse que la violencia y la venganza.
De ahí, los continuos desfiles y mítines en contra del Frente de Salvación Nacional (FSN) que, al principio no se ha declarado como partido, pero habrá de actuar como tal, vacilante o prepotente. De donde la adversidad de los demás, que sí eran partidos (o habían sido), pero con pocos militantes auténticos y poco margen para reclutar fuerzas nuevas y hacerse con un electorado fuerte y de suficiente peso.
Tampoco el FSN ha manifestado mucho interés para un diálogo adecuado a las circunstancias. Siendo lo que era, un aglomerado con tendencias más bien centrífugas  que centrípetas, se ha comportado con soberbia, llegando a las primeras elecciones con una ventaja vergonzosa, aplastante. Si se hubiese alargado el periodo preelectoral, estoy seguro que se hubiera desmoronado cual castillo de naipes.

En mis conversaciones seguidas con Pedro Altares – durante los primeros meses del 1990, he venido tres veces a Madrid – hemos discutido mucho sobre este asunto y sobre la dificultad de la democracia en afirmarse plenamente. Su modo de actuar en pro de la Transición española, ha sido el idóneo. Y no por casualidad, en su último artículo, publicado un día después de su muerte (El País, 7 de diciembre de 2009), diagnosticando El fin del milagro español, evoca y reivindica “una palabra, ahora maldita”, el consenso, el que ha hecho que, por una vez, derecha, izquierda y nacionalistas, aparquen las diferencias y participen en una tarea común: la Constitución.

Esto, en Rumanía, no era factible: para aparcar, hay que tener qué aparcar. Y no lo había. Tanto que lo que los ganadores (ya corruptos) llaman transición rumana a la democracia y mercado libre, ha sido un periodo no tanto de vacío político, sino de provisorato caótico y, si se me apura, muy agresivo, con consecuencias nefastas y secuelas sociales y morales, permanentes.
Todos aquellos meses de manifestaciones fuera de la ley, incluidas las llegadas ilegales de los mineros a Bucarest (maniobra del FSN) o el mitin ilegal de 54 días  (maniobra de los partidos históricos), prorrogado casi un mes después de las elecciones y retransmitido en directo por todas las televisiones del mundo, como la manipulada revolución – los 63.000 muertos, deseados por necesarios para desfigurar el retrato del pueblo, cuando la cifra real ha sido de 1104 – ilustran suficientemente un panorama político nada esperanzador.
Sin olvidar la tentativa de mi linchamiento, durante un mitin del Partido Nacional Campesino Cristiano y Democrático, en la Plaza de los Aviadores (Domingo de Ramos, de 1990), por una manada de borregos que luego se trasladaran a la Plaza de la Universidad para balar, contra pago diario, dinero al contado. Los 54 días seguidos; de promiscuidad y desahogo errabundo
No, no he podido elogiar en mis editoriales semejantes actos de vandalismo. Tampoco me he metido en la palestra como gladiador desesperado. Lo único que les he dicho, con todo el respeto, casi implorándoles, a los partidos históricos, ha sido la invitación de tomar el país desde donde lo han encontrado y no desde donde lo habían dejado cuarenta años atrás, puesto que durante estos años, nosotros también hemos sufrido. Militantes con o sin carné del partido único. No me han hecho caso. De ahí la tentativa de mi linchamiento. De ahí, el regreso a sus difuntas glorias, pisoteando lo que habíamos construido – y era mucho - sin ellos. Tal han sido las cosas, que la más importante contribución de esta gente a la democracia ha sido el desprestigio de la palabra comunista transformada en blasfemia e injuria. El único país del mundo donde decir comunista significa 4 millones de diablos, el total general de los rumanos con carné de militantes.
En cuanto a los instalados en el poder, de manera expresa los que presumían de ser un partido monolítico y no un aglomerado de intereses contrarios, tras el triunfo electoral les había advertido, que era oportuno fundar un partido de verdad, e inventarse una oposición real. ¡Pamplinas! Somos un partido, me ha replicado don Pedro. Y se han desmoronado. Primero el partido, luego su liderazgo y, al final (septiembre de 1991), su gobierno. Antes de mi llegada (diciembre del mismo año) a Madrid, como embajador.
En las vísperas de las primeras elecciones libres (20 de mayo de 1990), Manuel Leguineche me ha encontrado en mi despacho, con las galeradas de la próxima edición sobre la mesa y no podía creérselo: la primera página de Adevărul venía ¡totalmente en blanco!... 
La algarabía política, la pugna entre un centenar de partidos “de bolsillo” y los tres principales, que habían logrado imponer sus candidatos, era tan de otro mundo, que había decidido no involucrarme de ningún modo.
Como Leguinece seguía sin creerlo, hemos bajado a la sala de máquinas, donde la rotativa echaba a la cadena el primer millón de ejemplares, con la portada blanca.

A mis amigos, los que me quedaban tras la “limpieza” psíquico-sanitaria de Caballero Bonald, no les he dicho nada de mi elección entre balas y destierro.
Pero sí a Pedro. Siempre al tanto de mis quehaceres – Juan, su hijo, había recorrido Europa en coche y había llegado a Bucarest para verme -, muy extrañado por todo y sin poder dar crédito al retorcido camino de nuestra malograda transición. - ¿Por qué te has metido solo en la boca del lobo?, me ha preguntado un  día. Para explicarme en otra ocasión: - Batallas así nunca se ganan en solitario.
Luego, con el pasar del tiempo, me he dado cuenta que Pedro nunca estaba solo, incluso cuando estaba a solas, frente al papel o a la máquina de escribir, destilando en sus palabras pensamientos de su grupo de amigos, un ser colectivo, buscando el lenguaje adecuado para las circunstancias del momento. Tan certero en sus juicios, que,  leyendo más veces su último artículo, El fin del milagro español, todo se ilumina: “Y empezó el milagro, esta vez el económico, ayudado en parte por la llegada masiva, que no es lo mismo con “invasiva”, por tierra, mar y aire, de más de cinco millones de emigrantes. Y seguidamente: Confío que alguien cuente en el futuro la epopeya de pateras y cayucos (...) España no hubiera llegado donde estaba antes de la crisis sin la emigración.” Sé que esta observación ha molestado a muchos, pero la realidad del “ladrillazo” estaba por doquier y Pedro miraba atrás, hacia un pasado ya asumido, tratando de alejarle de un futuro de contornos bastante dudosos. No presumía de virtudes premonitorias, pero desde las colinas verdes de este pasado, veía como “las baronías se han convertido en “virreinatos” con mención de honor a Valencia y su Educación para la Ciudadanía en inglés. Y una medalla especial para la Virreina de Madrid, la condesa descalza y su afán para cambiar las leyes cuando no se ajustan a sus intereses y por acabar con la educación pública y la sanidad, que, como todo el mundo lo sabe, son cosas de pobres. Vislumbres, brotes que apenas levantaban las puntas y ahora son todo un bosque con apariencia de secular. Pero Pedro, y no por precavido,  no subía más allá de las primeras colinas, evitando un tópico casi siempre vigente: en este mundo, cuando no es bastante tarde, es demasiado temprano.
            Cuando he comprendido esta multiplicidad de Pedro, lo de uno en todos y de todos en uno, ya figuraba en su particular Libro de familia,  pasando juntos, en Ribera de Manzanares, muchas Nochebuenas, con su familia verdadera, tíos, tías, primos y sobrinos, suyos o de Pelí. La llave de su alma, que nos hacía sentar a la mesa, apretaditos, los que no cabían – habitualmente los hijos, y la gente joven – haciéndolo al lado, contiguos a la alegría de la fiesta. 
Torrecaballeros
Juntos también, en fiestas aleatorias, en Torrecaballeros, que era el lugar que más me evocaba el paraíso de mi lejana infancia, en las faldas de los Cárpatos, y Pedro tenía el buen cuidado de no tratarme como huésped, sino como uno de la casa. Con obligado derecho a guadañar la hierba, podar las rosas, esquejar un geranio o colgar un cuadro, habitualmente un paisaje con figuras, ya que sin figura el paisaje no te dice nada.
Esperando a Pedro
            Luego, lo imprevisible, con la salud mermada, Pedro ha tenido que pasar más veces por el quirófano, regresando a casa con los huesos consolidados por varillas de acero o con unos centímetros menos de intestinos. Siempre de buen humor y ganas de vivir, que es como lo había encontrado siempre, cuando iba a visitarle, en un salón que perdía el ambiente del clínico, repleto de libros, revistas, una radio con auriculares, hasta un muñeco y una antesala, donde esperábamos nuestro turno para verle.
            Y después, el desenlace, cuando yo, muy lejos de Ribera de Manzanares, no he podido llegar para despedirme y él había aprovechado el amanecer para cruzar las orillas oscuras del Aqueronte.
             Muchas veces, desde entonces, desde mi casa de Ferráz, suelo bajar el último tramo de Urquijo, me paro en el Balcón de los Rosales, ubico la Floridita y cruzo con la mirada, a la derecha del Puente de los Franceses, donde una columna sin destino. Detrás está su casa.
Madrid, 30 de mayo de 2012
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