martes, 12 de marzo de 2013





El último tren hacia Atocha

Hay mafias que trafican con seres humanos.
Y hay políticos que lo hacen con los muertos.

...En España padecemos la patología del sectarismo crónico y de cuando en cuando sufrimos brotes agudos de fiebres dogmáticas. Ahora estamos en uno de estos picos de intolerancia y todos nos odiamos los unos a los otros con entusiasmo. No hay más que ver a qué enrabietadas simas hemos caído con el rifirrafe en torno al 11-M para comprobar que somos capaces de manosear incluso algo tan puro y tan sagrado como el profundo sufrimiento. (Rosa Montero – Odio -El País, martes 20 de Marzo de 2012)

Descuartizados, recompuestos en camisas de plomo y encerrados en ataúdes de serrín encolado, calafateados con laca color caoba, cual canoas amarradas al suelo de la cueva de aluminio de un avión militar al borde del desuso, diez de los dieciséis rumanos perecidos en la matanza terrorista perpetrada en Madrid, el 11 de Marzo, de 2004, regresaban así, cinco días más tarde, sin saberlo, definitivamente, a la tierra patria.
Luego, en vuelos regulares y sin ninguna publicidad, llegaban a las mismas orillas tres canoas más, mientras las últimas no llegarán jamás, ni siquiera con las cenizas: al cabo de 41 horas seguidas y 191 autopsias practicadas por 68 forenses, los cuerpos de los últimos tres rumanos han quedado sin identificar; triturados en la argamasa de la muerte depositada en el Pabellón 6 del recinto ferial de Ifema.
Detrás de España, Rumanía ha sido el segundo país más golpeado por la masacre desatada por los fanáticos islamistas, y conviene recordarlo. Al menos, para añadir al monumento conmemorativo erguido en Atocha, lo que el vidrio – materia inerte, útil para fabricar botellas - no puede expresar: el triunfo de la vida sobre la muerte.
Una ley no escrita me impedía hablar de mis muertos durante los primeros cuarenta días, que es cuanto dura el pasar del alma por las nueve aduanas del cielo hacia el mundo del más allá. Mientras tanto, la avalancha de noticias, reportajes y, sobre todo, las secuencias televisivas digitalizadas desde Atocha, donde los vagones del tren se abrían como orugas partidas en tres, amasando la carne humana, me han aniquilado las palabras, vaciándolas de todo sentido para colmarlas de horror y desesperanza.
He seguido sí el ceremonial del regreso, observando las diligencias perentorias, bien cumplidas por las autoridades de los dos países. Así, me he enterado de que todos los difuntos volvían a Rumanía, por primera vez, con papeles de inmigrantes en regla.
Muchos de ellos, como la mayoría de los 96 heridos, eran de los sin papeles; uno de ellos llegado tres días antes de morir, ya que la muerte no hace discriminación ninguna, mientras que, frente a las leyes, los ilegales no existen más que muertos. Como estos rumanos infelices que volvían legalmente al país de origen, acompañados por los representantes del gobierno y parientes cercanos. Muchos representantes – dietas oficiales por medio; pocos parientes – dos por cada difunto, obligados a firmar un documento en el que reconocían que no estaban asegurados y renunciaban a cualquier indemnización, en el caso de que la nueva, ahora estrenada barca militar de Caronte, se hundiera en los mares de las nubes, cruzando los Balcanes, hacia los mil y un valles de los Cárpatos.           
Que los desalmados terroristas no entienden nada del dolor ajeno, está en su insensata naturaleza destructiva. Pero la decisión de inscribir así, como ataúd colectivo volador, el avión Antonov-26, ilustra el total sin cuidado de un gobierno para con sus súbditos e infunde un miedo muy peculiar en los desgraciados pasajeros, que no saben a quién llorar primero: a sus muertos o a ellos mismos, sin posibilidad ninguna de apearse en el anden de la tierra firme.

           Cierto, para testificar la identidad de sus muertos - ¿quién si no ellos?- se les había hecho el jamás deseado favor de viajar gratis en un avión militar que respeta sus leyes y reglas específicas. Pero también es cierto que el sufrido y brutalmente golpeado gobierno español se había hecho cargo de todos los gastos para estos difuntos, incluido el transporte. ¿Quién me asegura, así el caso, que, en su fructífero insomnio, la burocracia no se ha cobrado la prestación de estos servicios? El periodista Pablo de Sandoval, quien narra con aplicación el regreso, no se detiene – ni era su obligación – en este pormenor. Apunta sí las seis horas de retraso de los dos aviones, en Torrejón de Ardoz, aprovechadas, en Bucarest, por los soldados de Guardia de Honor “para ensayar el traslado de los féretros”, e insiste sobre la presencia de las autoridades rumanas, que esperaban a los difuntos en el aeropuerto, los cubrían con la bandera tricolor y, con la voz del primer ministro, los reconocían como héroes de la patria, víctimas del terrorismo, afirmando que “ Rumanía y España nunca conocerán un nuevo horror como éste”.
             A su vez, el jerarca de la iglesia rumana abreviaba la misa de cuerpo presente, asegurando a los vivos que al mundo de más allá van todos por igual, “tanto el rico, como el pobre”, y consolando a los muertos con decirles que llegarán a “un verde lugar, donde no hay dolor, ni tristeza, ni suspiros, sino tan sólo paz y vida eterna”...
Palabras sentidas, las de la misa, por estar dentro de nuestras creencias; fuera de la verdad las que declaran héroes de la patria a unos seres indefensos, que tú mismo, como gobierno, los habías dejado en el desamparo, empujándolos fuera del país – victimas de la pobreza y del terrorismo. Conducta que sobrepasa mi entender del mundo y tiempo.
En estas circunstancias, no esperaba un discurso exculpatorio, pero una breve fórmula de perdón público hubiera disminuido la hipocresía política, consolidando la fe de los presentes que, compungidos, habían pedido tres veces a Dios, siguiendo al patriarca de la iglesia, la absolución de los difuntos- Dumnezeu sǎ-i ierte!- por los pecados cometidos con voluntad o sin voluntad, a conciencia o sin conciencia...
Pasada la medianoche y absueltos por el Cielo, los difuntos se despedían de este mundo y de entre ellos, llevados por los soldados con los pies entumecidas por el frío, hacia los coches fúnebres. Reanudaban así, por separado, el último tramo del viaje hacia sus aldeas de Transilvania – casi todos, y no por casualidad, eran de esta provincia - que abandonarán luego y para siempre, para mudarse a la morada eterna –locul de veci.
Durante el traslado a los coches, una nieve repentina, con copos grandes cual mariposas heladas, caía como mortaja sobre los féretros, precedido cada uno – apunta el reportero – por “una cruz de madera [blanca] en la que se podía leerse el nombre del fallecido y su fecha de nacimiento”, ya que la fecha de la muerte era una sola, la misma para todos: 11 de Marzo de 2004, Madrid, España.
Con esta última imagen, la televisión rumana cerraba la retransmisión en directo, conservándola como portada para un libro de desventuras rumanas, que nadie ha vuelto abrir. Ni yo lo haría tampoco si no hubiese advertido que le faltaban algunas páginas, imprescindibles para entender bien a las allí resumidas. Cosas que se ven y no se conocen, porque son cultura, y otras que se conocen pero no se dicen porque son asuntos políticos. 

El humilladero ausente

Así, hablando de cultura, es instructivo saber que las diez cruces de madera blanca no son cruces más que en la forma: son stâlpi, es decir, mástiles que llevarán durante seis semanas las velas negras de los viajantes sin regreso. Luego, se plantarán las cruces verdaderas y, al cumplirse un año, en una encrucijada de caminos, cerca de una fuente o en las faldas de una colina umbrosa, se levantará una cruz para todos; una troiţă, un humilladero, que es como honramos la memoria de los perecidos lejos de sus tierras. Sobra decir que, hasta hoy en día, ocupados con sus continuas escaramuzas políticas, los gobernantes rumanos no han encontrado el lugar idóneo para erguir este monumento.
“A los muertos, decía un polígrafo nuestro, no los busquéis en las tumbas, sino en los entierros”, que es donde más se expresa la fe en la vida, por perecedera que sea.
      Un sinfín de costumbres y ritos apotropáicos surgen, de improviso, en estas circunstancias, prácticas que son el gesto supremo en defensa de la vida contra la muerte, la que llega solamente una vez pero la sentimos en todos los instantes de nuestro vivir.
 
Muchos de los rumanos perecidos en Atocha eran solteros: un abeto, alto y joven, junto a la cruz, transfigurará la boda póstuma, sustituyendo la no encontrada pareja. Al tallarlo, los hombres, siempre de número impar, se arrodillan a su lado, le dicen por qué le quitan la vida y le piden perdón. Adornado con flores, espejos diminutos como corazones o lágrimas y pañuelos bordados a mano, el abeto lleva en la corteza letras de un alfabeto perdido, signos como las runas, testimoniando rituales ancestrales.
Ninguno de los difuntos llevaba en la palma de la mano la moneda de plata, para pagar el tránsito hacia el Paraíso, ya que en nuestra religión no existe el Purgatorio, y así abaratamos costes hacia el mundo de más allá. Ninguno tenía a su lado, en el ataúd de serrín encolado, la vara de mimbre, con la medida exacta de su estatura, para que los ángeles sepan dónde darles el adecuado cobijo en los nuevos parajes. Ninguno había tenido el cuidado de proveerse de los 40 pañuelos blancos, cada uno con su monedita anudada en una de las puntas, para cubrir los altos en el camino hacia el campo santo –cimitir -, haciendo más larga la despedida.

Ninguno se había confesado - spovedit; ninguno había comulgado- împǎrtǎşit; ninguno había recibido la extremaunción - sfântul mir. Ninguno había tenido en sus manos el cabo de vela- lumânarea - encendido, para que en el instante de la expiación, cuando al alma se despide del cuerpo, haya lumbre en el camino hacia el más allá.
         En ningún rincón de la cueva de aluminio se hallaba la bandeja con el bodigo de pan sin levadura - prescura-, ni el pudín de trigo hervido sin moler - coliva -, ni el cirio amarillo, de cera olorosa de abejas, ni la vasija de arcilla con incienso tǎmâie-, para ahuyentar los malos espíritus en el camino hacia el prometido Paraíso.
Panecillo en forma de cruz, de este bodigo se prepara la anafura para el sacramento de la eucaristía – cuminecǎtura. Trozos de pan bendito y vino consagrado que el sacerdote reparte a los que acuden a la misa sin haber comido nada antes.
La vida alrededor de Dios y de los muertos.

La vida alrededor de Dios y de los muertos

De una a otra orilla, los pueblos de los Balcanes y sus vecinos nombran con la misma palabra eslava - colac- el último pan que los muertos ofrecen a los vivos. Junto con coliva, el pudín de trigo sin moler. Porque en cada grano, en el punto desde donde brota la vida, los creyentes vislumbran el rostro de Cristo.
Es el mismo pan que los parientes del difunto colocan sobre una mesa fabricada adrede por el carpintero de la aldea. Durante siete días, al anochecer, uno de los pobres de la aldea – siempre los hubo – se sentará en esta mesa para tomar las cenas del ausente – serile mortului. Solo y sin hablar, sin más presencia que el recuerdo del difunto.
En el camino hacia el mundo del más allá, más importante que los alimentos es el agua. La fuente del olvido, siempre a la sombra de un manzano en flor. Durante cuarenta días, cada madrugada, una muchacha dejará en el umbral de una casa vecina, un cántaro nuevo, con agua pura.
Ningún lugareño irá a la fuente antes que la muchacha, que llevará la cuenta marcando los días en una vara de mimbre – rǎboj. La tarja que, al acabar su deber, la presentará delante del altar, con otras ofrendas, para ser bendecida por el sacerdote, quien proclama así el desatar del manantial – slobozirea izvorului.
Orillas oriundas de los rumanos perecidos en Atocha, Transilvania ha conservado mejor que otras provincias las costumbres y creencias como las aquí mencionadas. Prácticas que vienen de un tiempo sin historia y se han convertido en preceptos asumidos por nuestra religión. Cumplidos y transmitidos de una a otra generación, en las dos vertientes de los Cárpatos, que es cómo los he conocido y sigo viviéndolos. Un diálogo sin palabras, que los vivos siguen manteniendo con sus difuntos, al asentar sus casas en torno a la iglesia y al cementerio. La vida alrededor de Dios y de los muertos.

La semántica cruel de la imagen

Que el ex-minero asturiano no conociera cosas así, no se le puede reprochar nada. Pero que no hubiera conocido la capacidad mortífera de la dinamita que había robado para venderla, sabiendo que vendía muerte, no podrá decirlo a nadie. Que los terroristas lo saben y la usan, queda probado, y no hacía falta la masacre de Atocha para comprobarlo.
 Comprobada está también la terquedad de algunos políticos de aferrarse a los féretros para sacar una tajada más de poder. Asunto y deber, en este caso, de una sociedad que se deja castrar por el tartamudeo periodístico de algunos intelectuales que, según más versatilidad moral muestran, más beneficios y prebendas reciben de los medios de comunicación subvencionados con el dinero de todos.
Durante muchos días, sojuzgados por la semántica de la imagen, estos medios han seguido triturando los cuerpos de los difuntos, torturando así el alma de los vivos, sin pensar siquiera que, de este modo, abren los grifos para saciar el gozo de los terroristas.
A los muertos se les da sepultura y se les honra la memoria, pero no se les saca a la calle cada rato, como otrora el Conde-Duque de Olivares, quien acostumbraba pasear la boda, partiendo desde El Retiro, que era suyo, hasta el cuartel militar, también suyo.
No es éste el camino hacia una Europa de todos y para todos. Hablo de la ideal, que no se halla en los mapas que decoran los despachos de la burocracia de Bruselas, sino en Kosovo, Pristina, Mitrovica y Sarajevo; en las aguas del Drina, Sava y Danubio sin puentes; destruidos por los misiles inteligentes de la OTAN, a sabiendas que donde entra la guerra, llega la pobreza y la vida se va.
En los últimos quince años, desde los Balcanes se ha ido muchísima vida, dejando que las armas vigilen los brotes nacionalistas y administren la miseria. Considerar esta geografía como trastero de fracasos históricos, y no como uno de los mejores puentes posibles hacia un Oriente próspero y pacífico, es una gran ceguera política que el Occidente sigue sin curársela desde antes y, sobre todo, después de la caída del Bizancio.

El puente de libros

Uno de estos puentes, por poner un ejemplo, el menos costoso y el más duradero, ha sido obra de un príncipe rumano, a quien la ciudad de Alepo le debe la primera imprenta de su historia. Un Misal (1701), un Evangelio y un Salterio (1706), luego un Cantoral (1708), inauguran esta fábrica de libros, cuando no existía otra ninguna en todo el mundo árabe, ni lo habrá hasta siglo y medio más tarde. Homilías, himnos religiosos (Juan Damasceno), prédicas (Efraim el Sirio, Cirilo de Alejandría), u obras para el cultivo y la elevación del espíritu, siempre en griego y árabe, han salido de las prensas traídas por los rumanos a lomo de camellos. Galeras, tablas con listones, componedores y letras varias para los dos idiomas, todo en madera de peral; más el equipo de artesanos-artistas que habían aprendido el oficio de los serbios y búlgaros, quienes lo habían conocido de los impresores venecianos.
Estos eran los Balcanes de aquel entonces: talegos y zurrones de piel de oveja, llenos con letras móviles, cinceladas en madera de peral. Y no mochilas con dinamita y teléfonos móviles, con los cuales terroristas han sembrado la muerte en Atocha.
Una imprenta no era una catedral, pero en aquel tiempo era la única solución para conservar y cultivar la paz y el espíritu y los valores de la religión cristiana. Por ello, el generoso, e ilustrado príncipe rumano, Constantin Brâncoveanu, había regalado imprentas como la de Alepo a todos los pueblos vecinos, sin nunca poner su nombre como donante. Solamente su sello, un águila, con la cruz en el pico y alas desplegadas sobre los Cárpatos, que los impresores seguirán reproduciendo - años después de su decapitación en Estambul- como portada adornada con la geometría santa de las flores y ángeles, que es como han llegado hasta nuestros días; verdaderas fachadas de templos ortodoxos.

Las pateras de ruedas

Volviendo al cauce del tema, confieso que no he ido a despedirme de mis difuntos compatriotas, fulminados por la masacre terrorista de Atocha. No he tenido el valor de verlos llevados a las cuevas de los aviones militares convertidos en coches fúnebres. Porque he sido yo quien, como embajador de Rumanía en Madrid, ha negociado y suscrito, en 1994, el Acuerdo de readmisión entre Rumanía y España. Lo he firmado porque era un acuerdo de readmisión de los vivos, supuestamente culpables de algún que otro delito, y no para expulsión de los muertos que, con o sin papeles, se levantaban a las primeras horas de la madrugada para ir al trabajo.

A la altura del ‘94, en España había unos 4 mil inmigrantes rumanos. En tan sólo ocho años, se habían multiplicado por cien, llegando en la actualidad, según dicen, entre legales e irregulares, a rozar el millón. Censo que, leído desde Bucarest, está muy por de bajo del que se transcribe en Madrid. Me fío del primero, me quedo con el segundo y me pregunto: ¿por qué tantos rumanos y tan de golpe? Y, ¿cómo es que tantos de los tantos – según los caza-noticias - infringen las leyes y se convierten en delincuentes?
           No soy yo quien tiene que contestar, ni es éste el lugar apropiado. Lo que sí puedo decir, con el privilegio de que ya no soy el excelentísimo embajador, es que las dos preguntas son una sola, en cuanto de inmigración se trata. De inmigración y emigración, cara y cruz de la misma moneda que, a falta de una voluntad política europea común, sigue siendo acuñada en los talleres de la corrupción que las mafias regentan por doquier.
No hace falta que uno sea un gran politólogo para darse cuenta que después de la caída del comunismo, en algunos países del Este las reformas políticas y económicas han sido inadecuadas, aplicadas adrede para hundirlos más, como castigo inmerecido.
Desde hace bastantes años, decenas de autocares – chatarra con video y aire acondicionado – siguen enfilando hacia los Cárpatos, vaciándoles del más importante y fructífero segmento demográfico. Aparentemente todo ha sido legal, hasta podría decirse que es un gesto de solidaridad y humanitarismo, puesto que los “transportistas” han llegado siempre donde faltaba el dinero y sobraba la mano de obra.
También, se han hecho cargo de todas las formalidades y gastos de viaje. Bastaba con firmar, entregar el pasaporte y subir al autobús para bajar justo donde sobraba el dinero (negro) y faltaba la mano de obra. Y es así, en estas pateras de ruedas, como los rumanos, navegando sobre todo de noche, han cruzado los Pirineos, encadenados por deudas de las que difícilmente logran librarse.

Siempre juntas y nunca por separado, las mafias rumanas y españolas los tienen atados y controlados como los piratas de otrora a los forzados de galeras. Nada de solidaridad y humanitarismo: tráfico de seres humanos, puro y duro, llevado a cabo con pleno conocimiento de causa, al margen de las leyes que proclaman la libre circulación de las personas y los derechos universales del hombre. Una esclavitud diferente a la de otrora, puesto que, esta vez, las personas se entregan por voluntad propia o inducida, ya que en los naufragios lo que importa son las orillas.
Aparte, la hipocresía – urge llamarla por su nombre - de las instituciones de estados, que siempre invocan, como muestra de buena acogida, las famosas remesas, ignorando el muchísimo dinero de la economía sumergida que desequilibra la sociedad, las edades, los valores éticos y el futuro mismo. Porque donde abunda el dinero negro falta la moralidad sana y transparente.
Que una vez llegados al final del viaje, los inmigrantes se asientan en núcleos compactos, es materia más bien para la antropología aplicada y menos para otras disciplinas. Se agrupan para ayudarse entre sí y para no desnaturalizarse, casi siempre según lugares de origen. Así, la mayoría de los 40 mil, que viven en Alcalá de Henares y poblados aledaños, proviene de las mismas comarcas transilvanas.
En ello, el efecto llamada ha tenido su cierto papel, pero más importante sigue siendo la necesidad de convivir, en otra geografía, bajo los horizontes espirituales del espacio oriundo. Es el subconsciente colectivo, generador de arquetipos, el que determina la estructura de estos horizontes y define la matriz estilística de la cultura de un pueblo.
Tanto es así que, algún tiempo – el desarraigo no tiene piedad - los rumanos seguirán viviendo (y muriendo) bajo cielos cuyas estrellas solamente ellos están viendo.
Por esto, los que viven en Alcalá de Henares y lugares cercanos han pedido un trozo modesto de barbecho para una iglesia y un cementerio. Porque son muchos, y algunos se mueren y quieren saber que, incluso muertos, descansarán bajo el mismo cielo, entre los suyos. Petición denegada, hasta ahora, por muchos motivos y ninguna razón.
Y es de Alcalá de Henares, de donde habían salido, en la madrugada del 11 de Marzo, de 2004, los que no barruntaban que aquel viaje hacia Atocha habrá de ser el último. También, del mismo Corredor habían salido los 96 heridos – entre ellos, mutilados e inválidos de por vida. Lo que no quiere decir que no había más rumanos en los trenes pulverizados, en los cuales viajaban con el sentimiento que eran sus trenes.
Siempre en los mismos vagones, elegidos para bajar cerca de la boca del metro o frente las escaleras mecánicas. No para acortar distancias, sino para abreviar el tiempo, que es lo que más importa en las primeras horas del día.
Y han sido éstos, exactamente éstos, los vagones donde los terroristas han colocado sus mochilas para sembrar la muerte donde había más vida. Lo que supone que ellos mismo habían hecho más de una vez estos recorridos, calculando, reloj en mano, distancias y paradas. Antes de ser programados para encender la mecha de la dinamita, los mismos teléfonos se han dejado oír más veces en los trenes que iban a Atocha. Una masacre de tal magnitud no hubiera sido posible sin comprobaciones previas. Ensayos que, extrañamente, han pasado desapercibidos.
No he ido a despedirme de mis compatriotas, pero desde entonces vuelvo siempre a la cueva de aluminio del avión militar y sigo acompañando a los que regresan así, definitivamente y sin saberlo, a la tierra patria.
Porque no hay mafias filantrópicas, ni terroristas generosos.

Nota: versión revisada de un texto anterior