Oameni si cai
De ce să ne facem spaimă si inimă rea degeaba? La noi nu e nici mai
multă nici mai puţină stricăciune decât ìn alte părţi ale lumii, şi nici chiar
s-ar putea altfel. Calităţile şi defectele omeneşti sunt pretutindeni aceleaşi;
oamenii sunt peste tot oameni. (....)
Nu există pe pământ speţă zoologică mai
unitară decât a regelui creaţiunii. Între un polinezian antropofag şi cel
mai rafinat european, altă deosebire
hotărâtă nu există decât modul de a-şi găti bucatele.(...)
Fie dată în omenire parte cât mai
frumoasă şi neamului românesc.
Dumnezeu să te ţină în sfânta lui pază!
(I.L. Caragiale – Scrisoare
către Vlahuţă – 19 martie 1910)
Mihail Sadoveanu (1880-1961)
Iapa lui Vodă
Stătea stâlp acolo, în acele zile grase
şi vesele, un răzăş străin, care mie îmi era drag foarte. Închina oala cătră
toate obrazele, asculta cu ochii duşi cântecele lăutarilor şi se lua la
întrecere până şi cu moş Leonte la tâlcuirea tuturor lucrurilor de pe lumea
asta... Era un om nalt, cărunt, cu faţa uscată si adânc brăzdată. In jurul
mustăţii tuşinate şi la coada ochilor mititei, pielea era scrijelată în creţuri
mărunte şi nenumărate. Ochiul lui era aprig şi neguros, obrazul cu mustaţă
tuşinată părea că râde cu tristeţă.
II chema Ioniţă comisul. Dumnealui Ioniţă
comisul avea o pungă destul de grea în chimir, sub straiele de şiac sur. Şi
venise călare pe un cal vrednic de mirare. Era calul din poveste, înainte de a
mânca tipsia cu jar. Numai pielea şi ciolanele ! Un cal roib, pintenog de trei
picioare, cu şaua naltă pe dânsul, neclintit într-un dos de părete, cu
mănunchiul de ogrinji sub bot...
«Eu aici îs trecător... cuvânta, cu oala
în mână, dumnealui Ioniţă comisul; eu încalic şi pornesc în lumea mea... Roibu
meu îi totdeauna gata, cu şaua pe el... Cal ca mine n-are nimeni... încalic,
îmi plesnesc căciula pe-o ureche şi mă duc, nici nu-mi pasă...»
De dus însă nu se ducea. Stătea cu noi.
- Într-adevăr... îi răspunse într-un rând
moş Leonte; cal ca al dumnitale nu se găseşte să umbli nouă ani, la toţi
împăraţii pământului! Numai pielea lui câte parale face! Când mă gândesc,
m-apucă groaza...
- Să ştii dumneata, prietine Leonte!
strigă răzăşul zbârlindu-şi mustaţa tuşinată. Asemenea cal uscat şi tare nu
ştie de nevoie nici de trudă. La mâncare se uită numai c-un ochi şi nu se
supără când îl las neadăpat. Şi şaua parcă-i crescută dintr-însul. Aista-i cal
dintr-o viţă aleasă. Se trage dintr-o iapă tot pintenoagă, cu care m-am fudulit
eu în tinereţele mele şi la care s-a uitat cu mare uimire chiar măria ni Vodă
Mihalache Sturza...
- Cum s-a uitat cu uimire, cucoane Ioniţă
? Era tot aşa de slabă?
- Se-nţelege. Asta-i o poveste pe care aş
putea să V-o spun, dacă m-ascultaţi...
(Iapa lui Vodă – fragment din Hanul Ancuţei)
Ion Agârbiceanu (1882-1963)
La Fefeleaga
Al despuntar el alba se le encontraba por el camino tirando
su caballo por el ronzal. Estampa de mujer alta, flaca, con la cara comida de
cicatrices de viruelas, quemada al sol y al viento. Marchaba a pasos pesados
haciendo resonar sus botas de cuero seco, duro y arrugado. El caballo la
seguía, el cuello tendido, moviendo penosamente sus corvejones óseos. Sobre su
lomo profundamente arqueado llevaba dos cuévanos. Cuando éstos se levantaban
un poco, se percibían en el lomo del animal dos mataduras color terroso. El caballo
era blanco, pero bajo los cuévanos, esas dos placas sin pelo y endurecidas
mostraban las cicatrices de las mataduras causadas por los fardos. Marchaba
detrás de la mujer, adormecido parecía por el ruido monótono de las botas. No
volvía su enorme cabeza ni a un lado ni a otro. En cuanto a la mujer, sin
ocuparse de él, avanzaba y avanzaba dejando caer de vez en vez, como hablando
con ella misma: "¡Uju, Bator!" Así desfilaban los dos a lo largo de
las callejuelas de la población, para trepar en seguida el sendero que subía a
la Colina de las Minas, y desaparecer sobre la abrupta ladera, del otro lado
de la colina. El sendero se estrechaba al descender el costado pedregoso y la
mujer no cesaba de repetir con la voz calmada: "¡Uju, viejo Bator! ¡No te apures,
viejo, no nos están persiguiendo los tártaros!" Pero Bator se desancaba y
al tomar la inclinada pendiente, sus huesos parecían que iban a dislocarse, en
tal forma asomaban a través de su piel como si buscaran por donde salir de su
cuerpo viejo y cansado, mientras los cuévanos vacíos se balanceaban de aquí
para allá, como queriendo desatarse de la pequeña montura de madera a la que
iban atados. Los cascos delanteros de Bator se apoyaban fuertemente al suelo y
sus párpados caían y se levantaban de continuo sobre las dos heridas blancuzcas
que le quedaban de los ojos, como si levantara una piel negra que recubriera
luces desde hace mucho tiempo apagadas.
Al
llegar al valle, se detiene cerca de montones de piedra triturada, saca de uno
de los cuévanos una pala de madera, la llena de piedras y se pone a cargar. El
caballo se inclina tan pronto de un costado como de otro, según el lado en que
la mujer carga las piedras en uno u otro de los cuévanos. Una vez que estos
están llenos, retornan y suben lentamente la cuesta. De paso encuentra
muchachos que, encaramados sobre sus monturas sobre pequeños caballos, lanzan
gritos de alegría. Ellos también van a cargar piedra. Saludan a la mujer y
siguen su camino. "¡Buena suerte, hijitos!", contesta la mujer
tirando con fuerza del ronzal. Los caballos jóvenes relinchan, llamándose unos
a otros, mientras Bator sube penosamente, la cabeza baja, sin oír nada, ni
siquiera el ruido de las botas de la mujer. Con el casco tantea el terreno, ya
conoce donde hay repechos más difíciles de trepar. Allí reúne sus fuerzas,
exhala un resoplido húmedo y fuerte por sus anchas narices, que la edad había
arrugado. "¡Uju, despacio, pobre Bator, descansemos, no nos vienen
persiguiendo los tártaros...!" El caballo se detiene contento y resopla,
mientras la mujer arregla los cuévanos. Empujando hacia el fondo las piedras
que están para caerse, mira hacia adelante: ¿cuánto habrá hasta la cumbre?...
(Antología de la prosa rumana. Selección y traducción
de Miguel Ángel Asturias. Editorial
Losada – Buenos Aires,
1967)
Marin Preda (1922-1980)
«Sagrado cuerpo y nutrimento para sí.
Hagi rompía de él.»
Ion Barbu
.
Florea Gheorghe
tenía un mar de quehaceres, pero ele todos quería acabar con uno ahora, por la
mañana, antes que el sol saliese y empezase el calor; lo había pensado ya el
día anterior.
Aquella mañana se
había despertado más temprano. Después de engullir unos sorbos de polenta con
queso, se fue al establo y comenzó a hurgar entre unas caderas y correas, las
dejó luego, tomó un cabestro y se acercó a un caballo que dormía tranquilo
cerca del pesebre. Le puso el cabestro, le desató y tiró de él lentamente
hasta mitad del corral.
En el cielo
brillaban aún unas pocas estrellas moradas, rezagadas del enjambre de la noche.
Había silencio, y el cielo fresco y limpio temblaba blanco sobre los altores y
las acacias altas que lindaban la aldea.
Era un caballo
alto, viejo; tenía el pelo encrespado bajo el vientre y roído por el jaez casi
en toda la piel. Marchaba penosamente y la cabeza le colgaba, tambaleándose
pesada y lentamente como un cubo grande y
escacharrado. Se había parado petrificado en medio del corral; luego, cuando el
hombre le tiró del cabestro, todos los huesos de su cuerpo comenzaron a
deshacerse y a moverse, y con todo esto el animal apenas dio unos pasos. Toda
clase de huesitos y cuerdas se le salían por las articulaciones y por entre las
costillas y se juntaban uno con otro extrañamente, para tenderle lentamente las
cuatro piernas.
Al lado, Florea
Gheorghe se echó a reír, parándose y mirando cómo se había quedado agotado en
medio del corral, con los cascos anclados cual cuencos negros en el suelo, y
cómo no podía moverse más. Se le acercó aún y comenzó a acariciarle, tirándole
del pelo de la frente.
—Vamos, viejo, vamos —dijo al
cabo de un rato y luego partió tirando del cabestro hacia la puerta que daba a
la calle.
Sobre el pontezuelo
se detuvieron de nuevo. El caballo roncó de repente y, con una breve tos,
esparció una perdigonada de modos en todas direcciones.
—¡Muermoso! —le dijo el hombre,
se enjugó y echó de nuevo a reír. Luego continuó:
—¡Los soplas sobre mí! ¡Bueno,
ea! ¡Anda!
Poco a poco se
encaminaron por medio de la carretera. El caballo marchaba despacio, meciendo
el cuerpo y a cada paso los huesos le salían agudos, arriba, punzándole la
piel como para romperla.
—¡Ea, anda, viejo, que ya te
comiste la vida!... Ven a comer ahora hierba fresca...
Cerca de una fuente
el caballo se paró. El hombre frunció las cejas. Permaneció un tiempo cabizbajo
y, esta vez, ya no lo miraba y no reía. Por la cabeza le pasaba algo como un
aleteo de humo, que se le adentró y le hizo estremecerse.
Esto duró un
instante y, en el siguiente, la mano del hombre estrechó suavemente el látigo y
lo agitó en el aire:
—¡Arre!
Pero el caballo no se movió.
Florea Gheorghe se
acercó a la fuente, soltó al cabestro y cogió el cubo. De dos sacudidas lo
envió al fondo del pozo, lo hundió, luego lo sacó, también de dos sacudidas, y
vertió el agua en el abrevadero. Sacó otro. El caballo venía con el cuello
tendido, metió la cabeza en el abrevadero y bebió. El agua se le veía pasándole
por el cuello en grandes tragos y se oía como le caía con ruido en la barriga.
En el silencio de
la mañana, los dos estaban juntos, quietos y contentos y, tiempo después, el
caballo suspiró y encogió una de las cuatro piernas de modo que parecía que se
preparaba para quedarse allá, cerca del abrevadero.
Florea Gheorghe
cogió el cabestro y tiró de él:
—¡Ven, que será ya mediodía y
tengo un mar de quehaceres! ¡Arre!... ¡Eh, al diablo! ¡Eso es, ahora! ¡Quisieras
que te llevara a las espaldas!...
4
El hombre parecía
estremecerse, espantado. Miró en torno a él, rascándose la cabeza, luego soltó
el cabestro y de la cintura tiró una soga que puso alrededor del cuello del
caballo; dio unos pasos atrás, siguiendo con la soga en la mano e inclinase
hasta el suelo. Cogió de la hierba fresca una pata blanca de caballo, gruesa y
endurecida por la sequedad, y la hizo mover, probándola para darse cuenta cuán
ágil era. Se acercó al caballo y cuando alzó la mano, el aire vibró. Un
instante, por el rostro pasó una sombra encarnizada. El animal se sobresaltó
fuertemente —algo había empezado a moverse en él —y se levantó con violencia,
agitando la cabeza aterrorizado.
Algo similar brotó
entonces también en 'Florea Gheorghe. Sintió que el cerebro se le movía como
una máquina con innumerables ruedecillas,
dio algunos pasos atrás mirando
al animal al que había levantado sin darse cuenta y, terrible, dominado por el
temor, estrechó la soga y le dio en la cabeza, precisamente en la frente del
animal atónito, con una tranquilidad extraña, que a él mismo le asombraba.
Luego le azotó de nuevo, más y más, tirando siempre de la soga. Levantándose
una vez más en dos patas, el caballo quiso echar a correr, pero cayó y se
tendió resoplando penosamente.
Cuando lo vio
abajo, tendido y grande y resoplando penosamente, Florea Gheorghe sintió de
repente en sus adentros algo que se quebraba y se desvanecía, algo que
retumbaba en él como una tabla sacudida por el viento, cual si de la cabeza y
del corazón le hubieran volado unos pájaros; tomó aliento, y enjugóse la frente
bañada de sudor frío.
Agitó el hueso en
la mano y, con movimientos quietos, empezó de nuevo a azotarle, esta vez
sordamente, como si hubiera cortado leña, sin pensar en nada. El animal
respiraba. Se le había quebrado un ojo que se le escurría, sobre el hocico,
como una yema de huevo. Daba golpes en todas partes, con frecuencia,
calculando, y aún después de que la cabeza del caballo estaba bañada en sangre,
rígida y vidriosa, Florea Gheorghe le azotó varias veces más.
Al fin arrojó el
hueso, se inclinó y empezó a buscar un lugar en donde pudiese quitarle la piel.
Le había montado y tiraba con ambas manos. A veces inclinaba la cabeza, muy
cerca del caballo, cogía estrechamente con las manos, se inclinaba hacia atrás
y tiraba hasta que en las sienes se le hinchaban las venas. Sobre la colina,
por el campo, subían los pastores detrás de las ovejas, silbando y agitando los
cayados en pos de los carneros.
El hombre y el
caballo se veían aún desde arriba, como luchando. Una voz le hizo a Florea
Gheorghe alzar espantado la cabeza
¡Mira hombree!—
retumbó hasta el barranco el grito de un ovejero. —Hay uno que descuera un
caballo. ¡Tus, tus! ¡Arree!
Ştefan
Bănulescu
(1926-1998)
Insula Cailor
De înţeles de ce insula fluviului care
udă Dicomesia a fost dăruită de dicomesieni cailor.
Dar dieomesienii au lăsat prea mult în
seama insulei soarta cailor. Şi când lucrurile au început să meargă rău, în loc
să-şi recunoască partea lor de vină au dat întreaga vină pe insulă. Blestemă
insula dacă le devin caii mai lipsiţi de putere şi li se strică sămânţa. Se gândesc
însă mai rar că de multe ori ei le-au dat prea puţin de mâncare cailor, spunându-şi
: „Au ei, în insulă". Lucrul ăsta a fost împins prea departe, dacă într-o
zi caii din insulă s-au unit cu Constantin
Pierdutul I-iul, pe când acesta era foarte tânăr, şi i-au atacat pe
dicomesieni. Dar până la această poveste, încă puţin despre felul aparte al
cailor dicomesieni.
Nu sânt deloc înalţi, mai degrabă scunzi
şi îndesaţi. Păroşi şi cu barbă lungă, aşa arată din toamnă şi până ies din
iarnă. Dacă-ţi apar iarna la fereastră crezi că sânt nişte draci pe patru
picioare, cu măşti de capete de cai. Sânt iuţi şi nărăvaşi şi dacă apucă să-şi
îndrăgească stăpânul, îl scot din încurcătură şi sărăcie cu dinţii. Deşi mici
de statură, trag la plug ca nişte bivoli şi aleargă înhămaţi la car sau
înşăuaţi repede ca iepurii, înoată ca peştii, unii cai trec fluviul ca săgeţile
dacă-i urmăreşte cineva. Le place mai mult sălbăticia în insulă, decât să pască
priponiţi într-un câmp cu fân gras sau cu trifoi. Nu sânt pretenţioşi la mâncare,
dar dacă-i amăgeşti prea mult cu coceni şi paie şi le ascunzi ovăzul şi lucerna,
atacă noaptea hambarele şi le sparg cu copitele. Ca şi dicomesienii, nu prea
suferă femeile. Dacă sânt sau nu ofensaţi când o femeie pune mâna pe hăţuri —
cine să ştie ce e în capul unui cal — nu poate să jure nimeni, dar caii
răstoarnă căruţa fără nici o frică sau milă pentru femeia care a îndrăznit să-i
mâie. Poate de aceea, o femeie rămasă vădană în Dicomesia, printre primele
lucruri pe care le vinde sânt căruţa şi caii.
Pentru cine nu cunoaşte bine Insula Cailor, acest lucru poate părea nepământesc.
Caii sălbăticiţi, cu bărbi şi cu coame lungi atârnând până la genunchi,
aleargă în grupuri de câte douăzeci, treizeci, în frunte cu câte o căpetenie :
o gloabă bătrână pricepută la toate. Te miri cum cai plini de putere şi în
stare să alerge o zi întreagă fără să le crape splina, se lasă duşi oriunde de
o astfel de gloabă şchioapă, costelivă şi răpănoasă. Când le moare căpetenia,
o păzesc trişti, aproape fără să mănânce, până când un miros dinspre gloaba
căzută îi alungă. Cât trăieşte, o căpetenie de cai îi duce peste tot prin
insulă, la păscut iarba cea mai bună, la băut apă din fluviu, la vadurile cele
mai potrivite unde-şi pot răcori copitele şi burţile, apoi la umbra sălciilor
mai fără ţânţari şi tăuni când e soare, înapoia perdelelor de salcâm când e
furtună şi nisip. Există o duşmănie ascunsă între căpetenii, venită, cine ştie,
şi din motive mai vechi. O herghelie nu prea se împacă cu alta şi se poate ca
doi cai care în Dicomesia trag alături
la plug sau la o căruţă mânaţi de acelaşi stăpân, în Insula Cailor, să opteze, unul pentru o căpetenie, celălalt pentru
alta cu totul duşmană celei dintâi. Întorşi în Dicomesia, cei doi cai, despărţiţi în Insulă în herghelii diferite, se împacă şi se dedau cu greu la un
trai şi la un lucru comun.
Dacă un om străin vine în Insulă şi vrea să fure un cal sau numai
să încalece unul ca să traverseze insula plină de hăţişuri şi de mlaştini, mai
bine să-şi vadă de drum. De cum apare în insulă străinul, hergheliile, separate
între ele pe distanţe mari, saltă capetele şi rămân aşa privindu-1, aşteptându-1
să treacă sau să-1 facă să înţeleagă că trebuie să treacă mai departe. Dacă
străinul se apropie de ei, caii stau în continuare pe loc, cu capetele săltate
şi-1 privesc fix. Tocmai ăsta-i un semn pentru călătorul nedorit că nu-1
aşteaptă nimic bun. El se încăpăţânează să se apropia şi mai mult. Ciudat, îşi
spune călătorul : hergheliile de pe laturi o iau la fugă, numai herghelia asta
spre care mă îndrept stă pe loc şi mă priveşte mai departe, bătându-se de
muscă. Într-adevăr, caii cu bărbi şi cu coame până la genunchi dau liniştiţi
din capete şi din cozi apărându-se cu mai mare poftă de muşte, pe măsură ce
călătorul se apropie. El trebuia să priceapă că acum începe pericolul. Dar el
înaintează, ajunge în faţa cailor, îşi înfige mina în coama păroasă a calului
care i se pare cel mai apropiat şi mai blajin şi se aruncă în spinarea lui, felicitându-se
cât de abil şi de cunoscător al cabalinelor este el. Ceilalţi cai o rup la
fugă, iar cel pe care a încălecat stă mai departe nemişcat, nu vrea să-şi tragă
copitele din pământ, călătorul îl izbeşte cu călcâiul în burtă şi cu pumnul în
coamă, calul se apără mai departe de muscă, dând din cap şi din coadă ca şi cum
n-ar avea pe nimeni în spinare. Înjurând, călătorul vrea să coboare şi să se
lase păgubaş, dar calul dicomesian abia atunci ţâşneşte în galop şi-1 poartă cu
plăcere în spinare, se opreşte brusc şi porneşte în zigzaguri repezi printre
sălcii şi plopi, făcîndu-1 pe călăreţ să-şi pitească capul pe sub crengile
joase şi să-şi ferească picioarele de trunchiurile aspre şi scorburoase. Şi
nu-1 lasă calul pe călăreţul străin până nu-1 duce exact în herghelia din oare
calul face parte.
Aici herghelia se dă în lături, împărţindu-se
în două, lăsând la mijloc un loc larg unde calul cu pricina începe un joc
nebunesc ca într-un padoc special al batjocurii, se ridică în două picioare,
îngenunche, zvârle din copite, nechează, dă drumul la cele două orificii pentru
a se uşura, călăreţul străin nu mai pricepe nimic, herghelia se zbenguie şi ea
pe laturi făcând aproape aceleaşi lucruri precum calul cu pricina, până când
acest cal o rupe din nou la o fugă nebunească trăgând după el nu numai
herghelia-matcă dar şi celelalte herghelii, un tropot sălbatic cutremură
insula. Până la urmă călăreţul străin este zvârlit de pe spinarea calului
undeva. După aceea, toate hergheliile îşi iau din nou locurile lor şi pasc mai
departe liniştite sau se bat de muscă.
(Fragment din Cartea
milionarului)
Fănuş
Neagu (1932- 2011)
La huella de la herradura
En el patio de la casa que habían abandonado hacía cinco años, en 1949,
un hombre con un gorro negro, gastado, una franela de lana sin teñir,
arremangada, hacia girar en el aire, sosteniéndola por las orejas, una liebre y
con el canto de la mano le asestaba golpes cortos en la nuca. La había cazado
en la desembocadura del Buzau, que comenzaba más abajo de la casa, al cabo de
la callejuela en que había una serie de barcas volcadas, llenas de barro; el
plomo no le había llegado, sin embargo, al corazón, y el cazador acortaba sus
dolores, asistido por un tropel de chicos.
—Le preguntaré quién es el presidente —dijo Eremia, pero la anciana le
detuvo.
—Vamos a entrar así, sencillamente. Es nuestra casa—. Al poner el pie
en el umbral, se detuvo. Los peldaños de la entrada, de roble, se habían
gastado, la herradura del medio, que debía traer suerte a los que habían
construido la casa, había sido arrancada, se notaba su forma, incrustada en la
madera. La anciana dobló la cintura y acarició el lugar con la palma de la
mano.
Eremia con las mejillas encendidas por el viento, se fijó en la torre
de la iglesia de las cercanías. Al oír su espalda, entre los álamos, el silbido
del Bazău, se agachó, levantó a la anciana, apretándola el codo y entraron adentro.
El olor de su casa había desaparecido, ahora olía a gasolina y las cuatro
puertas, pintadas de azul, llevaban números.
La anciana se enderezó el chal, apretó el picaporte y entró en el
primer cuarto de la izquierda. Era el cuarto que andaba hacia el sur, aquí
había vivido ella siempre. Arriba, en la pared, un trofeo de gamuza,
despellejado por el tiempo, y debajo de éste ante una mesa cubierta con un
mantel a cuadros, Eremia vio a Pavel Odangiu vecino suyo, que escribía algo en
un registro, mojando el lápiz tinta con saliva. Los labios morados se movían
solos, sin que articulara alguna palabra. Enfrente de él había una caja fuerte,
un manojo de llaves colgaba de la puerta y cerca de la ventana un barómetro con
las agujas caídas. De sus pedales, que sobresalían como dos remos, colgaban
barras de hierro, el herrero del pueblo había tratado inútilmente de
transformarlas en romanas.
(Fragmento de el relato con el mismo título. Traducción de Darie Novaceanu)
El potrillo negro
Era un tranquilo amanecer. El hombre que
durante la noche había permanecido con los caballos en el campo, estaba
durmiendo. Se llamaba Teofil. Toda la noche mantuvo encendido el fuego, a
cuyos reflejos pastaron los caballos. No se habían alejado. Teofil había
partido ramas podridas de sauce para avivar el fuego y se durmió escuchando
cómo los caballos arrancaban la hierba con sus blancos y fuertes dientes. Los
animales habían pastado en torno a él y él los sintió cerca, aún en sus
sueños. Se encontraban al margen de los pantanos bordeados de cañaverales. En
el cercano horizonte se divisaba la franja amarillenta del bosque, semejante a
un desvanecido fuego. Un fuego que flotaba en el aire. Eso le pareció el bosque
al despertar. Y es que sobre la tierra había caído una neblina plomiza y de
tal espesor que cubría hasta los troncos de los árboles. No vio tampoco las
patas de los caballos. Divisó únicamente sus cuerpos como flotando sobre la
tierra. Salió el sol, igualmente envuelto en niebla, como si fuera de cera. Un
poco más tarde la neblina pareció encenderse mientras despegaba de la tierra,
ascendiendo. En aquel momento sólo se veían las patas de los caballos.
Acostado sobre la tierra, vio cómo una
yegua paría un potrillo negro. El potrillo parecía surgir de la propia neblina
y no sabía que su aparición venía tardíamente, con la caída de las hojas. Los
caballos relincharon. El sol cobró aun más fuerza, rasgando y esfumando
totalmente la neblina. En el horizonte, no muy lejos, se veía el bosque,
cubierto de un amarillo violento.
Sin levantarse, Teofil cogió con su mano
izquierda unas ramas secas de sauce y las echó al fuego, con raíces de caña y
junco. Se hizo un humo espeso, bueno para dispersar a los mosquitos. Se olvidó
realmente de que el humo ya no hacía falta, puesto que los mosquitos atormentaban
sólo al atardecer. Cogió las raíces húmedas, las sacó del fuego y las echó al
pantano. Se apagaron. El humo desapareció por encanto. El sol brilló. Teofil se
dio cuenta de que sus cejas y pestañas estaban cubiertas de rocío. También las
crines del cuello y los belfos de los caballos estaban cubiertas de rocío. El
rocío centelleó sobre ellos. Teofil se frotó los ojos, como después de un sueño
y se acercó al potro.
El potrillo negro golpeaba con sus
cascos, ligeramente, la hierba cubierta de rocío. Aun siendo verano, se percibía
en el bosque la cercanía del otoño. Era muy temprano cuando nació el potro, y
Teofil no lo esperaba. El sol estaba bastante alto y Teofil tenía que llevar
los caballos a la aldea. Los reunió a todos y en aquel mismo momento observó
que el potro tenía una pata rota. No comprendió por qué. La aldea estaba
demasiado lejos. Para llegar hasta allá, tenía que atravesar un río. Reflexionó
y tomó una decisión. El potro no podía andar y era demasiado pesado para
llevarlo en los brazos. Lo abandonó allí mismo. Cojo no valía gran cosa. Los
caballos eran baratos; nadie los compraba. «Lo siento, pero no veo otra
salida», dijo Teofil. «Los caballos ya no tienen precio y los potros solos
dificultan las cosas. En vez de comérselo los cerdos y los cuervos dentro de un
año, es mejor que muera ahora.» Movió la cabeza, pero se marchó sin el
potrillo. La yegua relinchó. Llevaba cabezal, como los caballos, y a ellos iba
atada. Se encaminaron hacia la aldea. El potrillo quedó solo. Callaba; estaba
tranquilo. «De todas formas, no comprende nada», pensó Teofil. «No se lo
comerá ningún perro, y por aquí no hay lobos.»
El potrillo permaneció tendido sobre la hierba, cerca del
pantano. Lo ignoraba todo. Ni siquiera sabía que tenía la pata rota. Aspiraba
el aire; los rayos del sol lo bañaban y como a una culebra le calentaban la
piel. El aire era agradable. El pantano estaba lejos, de la aldea, solitario,
como si estuviese al margen del mundo. En derredor reinaba el silencio. Al
mediodía empezó a soplar una brisa ligera y las cañas se mecieron, silbando.
Unas hormigas se aproximaron y lo olfatearon. Dos de ellas llegaron a subir
hasta su hocico húmedo, pero el potrillo estornudó y las echó lejos. Cuando
intentó levantarse, no pudo. El crepúsculo se aproximaba, acompañado de
enjambres de mosquitos. Volaban zumbones. Revolotearon en torno al animal, pero
no lo tocaron. Las golondrinas volaban sobre el pantano: preparaban un éxodo.
El potrillo sintió pesadez en los párpados. Sus belfos temblaban ligeramente,
quizá por la neblina que se arrastraba sobre la tierra, fría como una serpiente
salida del agua. Tenía los ojos soñolientos. Se durmió sobre la hierba, sin soñar
con juegos de potros blancos o negros. Tampoco soñó con competiciones ni carreras.
Se durmió bobamente.
En
un instante en que abrió los ojos, a través de la neblina que se echaba sobre
él vio la huida de las golondrinas v el centelleo de las lejanas estrellas en
el firmamento. Un millón de estrellas, todas dando vueltas en derredor suyo y
del pantano, zumbando como mosquitos amarillos, alumbrando el cielo y la
tierra.
Sintió en sí fuerzas insospechadas y le
pareció que se levantaba y comenzaba un trotecillo y hacia un largo recorrido.
Pero estaba soñando. Más tarde dejó de soñar. Durmió profundamente, atolondrado.
El no era un potro hechizado. Era sencillamente un potro como todos los demás.
(Traducción por Darie Novaceanu)