lunes, 25 de febrero de 2013

Narrativa rumana para los caballos



Oameni si cai


 De ce să ne facem spaimă si inimă rea degeaba? La noi nu e nici mai multă nici mai puţină stricăciune decât ìn alte părţi ale lumii, şi nici chiar s-ar putea altfel. Calităţile şi defectele omeneşti sunt pretutindeni aceleaşi; oamenii sunt peste tot oameni. (....)
Nu există pe pământ speţă zoologică mai unitară decât a regelui creaţiunii. Între un polinezian antropofag şi cel mai  rafinat european, altă deosebire hotărâtă nu există decât modul de a-şi găti bucatele.(...)
Fie dată în omenire parte cât mai frumoasă şi neamului românesc.
Dumnezeu să te ţină în sfânta lui pază!
                                              
(I.L. Caragiale – Scrisoare către Vlahuţă – 19 martie 1910)




Mihail Sadoveanu (1880-1961)



Iapa lui Vodă


Stătea stâlp acolo, în acele zile grase şi vesele, un răzăş străin, care mie îmi era drag foarte. Închina oala cătră toate obrazele, asculta cu ochii duşi cântecele lăutarilor şi se lua la întrecere până şi cu moş Leonte la tâlcuirea tuturor lucrurilor de pe lumea asta... Era un om nalt, cărunt, cu faţa uscată si adânc brăzdată. In jurul mustăţii tuşinate şi la coada ochilor mititei, pielea era scrijelată în creţuri mărunte şi nenumărate. Ochiul lui era aprig şi neguros, obrazul cu mustaţă tuşinată părea că râde cu tristeţă.
II chema Ioniţă comisul. Dumnealui Ioniţă comisul avea o pungă destul de grea în chimir, sub straiele de şiac sur. Şi venise călare pe un cal vrednic de mi­rare. Era calul din poveste, înainte de a mânca tipsia cu jar. Numai pielea şi ciolanele ! Un cal roib, pintenog de trei picioare, cu şaua naltă pe dânsul, neclin­tit într-un dos de părete, cu mănunchiul de ogrinji sub bot...
«Eu aici îs trecător... cuvânta, cu oala în mână, dumnealui Ioniţă comisul; eu încalic şi pornesc în lumea mea... Roibu meu îi totdeauna gata, cu şaua pe el... Cal ca mine n-are nimeni... încalic, îmi plesnesc căciula pe-o ureche şi mă duc, nici nu-mi pasă...»

De dus însă nu se ducea. Stătea cu noi.
- Într-adevăr... îi răspunse într-un rând moş Leonte; cal ca al dumnitale nu se găseşte să umbli nouă ani, la toţi împăraţii pământului! Numai pielea lui câte parale face! Când mă gândesc, m-apucă groaza...
- Să ştii dumneata, prietine Leonte! strigă răzăşul zbârlindu-şi mustaţa tuşinată. Asemenea cal uscat şi tare nu ştie de nevoie nici de trudă. La mâncare se uită numai c-un ochi şi nu se supără când îl las neadăpat. Şi şaua parcă-i crescută dintr-însul. Aista-i cal dintr-o viţă aleasă. Se trage dintr-o iapă tot pintenoagă, cu care m-am fudulit eu în tinereţele mele şi la care s-a uitat cu mare uimire chiar măria ni Vodă Mihalache Sturza...
- Cum s-a uitat cu uimire, cucoane Ioniţă ? Era tot aşa de slabă?
- Se-nţelege. Asta-i o poveste pe care aş putea să V-o spun, dacă m-ascultaţi...

           (Iapa lui Vodă – fragment din Hanul Ancuţei)


Ion Agârbiceanu (1882-1963)

La Fefeleaga

Al despuntar el alba se le encontraba por el camino tirando su caballo por el ronzal. Estampa de mujer alta, flaca, con la cara comida de cicatrices de viruelas, que­mada al sol y al viento. Marchaba a pasos pesados ha­ciendo resonar sus botas de cuero seco, duro y arrugado. El caballo la seguía, el cuello tendido, moviendo peno­samente sus corvejones óseos. Sobre su lomo profunda­mente arqueado llevaba dos cuévanos. Cuando éstos se levantaban un poco, se percibían en el lomo del animal dos mataduras color terroso. El caballo era blanco, pero bajo los cuévanos, esas dos placas sin pelo y endure­cidas mostraban las cicatrices de las mataduras causa­das por los fardos. Marchaba detrás de la mujer, ador­mecido parecía por el ruido monótono de las botas. No volvía su enorme cabeza ni a un lado ni a otro. En cuanto a la mujer, sin ocuparse de él, avanzaba y avanzaba dejando caer de vez en vez, como hablando con ella mis­ma: "¡Uju, Bator!" Así desfilaban los dos a lo largo de las callejuelas de la población, para trepar en seguida el sendero que subía a la Colina de las Minas, y desapa­recer sobre la abrupta ladera, del otro lado de la colina. El sendero se estrechaba al descender el costado pedre­goso y la mujer no cesaba de repetir con la voz calmada: "¡Uju, viejo Bator! ¡No te apures, viejo, no nos están persiguiendo los tártaros!" Pero Bator se desancaba y al tomar la inclinada pendiente, sus huesos parecían que iban a dislocarse, en tal forma asomaban a través de su piel como si buscaran por donde salir de su cuerpo viejo y cansado, mientras los cuévanos vacíos se balanceaban de aquí para allá, como queriendo desatarse de la peque­ña montura de madera a la que iban atados. Los cascos delanteros de Bator se apoyaban fuertemente al suelo y sus párpados caían y se levantaban de continuo sobre las dos heridas blancuzcas que le quedaban de los ojos, como si levantara una piel negra que recubriera luces desde hace mucho tiempo apagadas.

Al llegar al valle, se detiene cerca de montones de piedra triturada, saca de uno de los cuévanos una pala de madera, la llena de piedras y se pone a cargar. El caballo se inclina tan pronto de un costado como de otro, según el lado en que la mujer carga las piedras en uno u otro de los cuévanos. Una vez que estos están llenos, retornan y suben lentamente la cuesta. De paso encuentra muchachos que, encaramados sobre sus mon­turas sobre pequeños caballos, lanzan gritos de alegría. Ellos también van a cargar piedra. Saludan a la mujer y siguen su camino. "¡Buena suerte, hijitos!", contesta la mujer tirando con fuerza del ronzal. Los caballos jóvenes relinchan, llamándose unos a otros, mientras Ba­tor sube penosamente, la cabeza baja, sin oír nada, ni siquiera el ruido de las botas de la mujer. Con el casco tantea el terreno, ya conoce donde hay repechos más difíciles de trepar. Allí reúne sus fuerzas, exhala un reso­plido húmedo y fuerte por sus anchas narices, que la edad había arrugado. "¡Uju, despacio, pobre Bator, des­cansemos, no nos vienen persiguiendo los tártaros...!" El caballo se detiene contento y resopla, mientras la mu­jer arregla los cuévanos. Empujando hacia el fondo las piedras que están para caerse, mira hacia adelante: ¿cuán­to habrá hasta la cumbre?...

(Antología de la prosa rumana. Selección y traducción de Miguel Ángel Asturias. Editorial LosadaBuenos Aires, 1967)



Marin Preda (1922-1980)




«Sagrado cuerpo y nutrimento para sí.
Hagi rompía de él.»
Ion Barbu
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Florea Gheorghe tenía un mar de quehaceres, pero ele todos quería acabar con uno ahora, por la mañana, antes que el sol saliese y empezase el calor; lo había pen­sado ya el día anterior.
Aquella mañana se había despertado más temprano. Después de engullir unos sorbos de polenta con queso, se fue al establo y comenzó a hurgar entre unas cade­ras y correas, las dejó luego, tomó un cabestro y se acercó a un caballo que dormía tranquilo cerca del pesebre. Le puso el cabestro, le desató y tiró de él lenta­mente hasta mitad del corral.
En el cielo brillaban aún unas pocas estrellas moradas, rezagadas del enjambre de la noche. Había silencio, y el cielo fresco y limpio temblaba blanco sobre los al­tores y las acacias altas que lindaban la aldea.
Era un caballo alto, viejo; tenía el pelo encrespado bajo el vientre y roído por el jaez casi en toda la piel. Marchaba penosamente y la cabeza le colgaba, tambaleándose

pesada y lentamente como un cubo grande y escacharrado. Se había parado petrificado en medio del corral; luego, cuando el hombre le tiró del cabestro, to­dos los huesos de su cuerpo comenzaron a deshacerse y a moverse, y con todo esto el animal apenas dio unos pasos. Toda clase de huesitos y cuerdas se le salían por las articulaciones y por entre las costillas y se juntaban uno con otro extrañamente, para tenderle lentamente las cuatro piernas.
Al lado, Florea Gheorghe se echó a reír, parándose y mirando cómo se había quedado agotado en medio del corral, con los cascos anclados cual cuencos negros en el suelo, y cómo no podía moverse más. Se le acercó aún y comenzó a acariciarle, tirándole del pelo de la frente.
—Vamos, viejo, vamos —dijo al cabo de un rato y luego partió tirando del cabestro hacia la puerta que daba a la calle.
Sobre el pontezuelo se detuvieron de nuevo. El ca­ballo roncó de repente y, con una breve tos, esparció una perdigonada de modos en todas direcciones.
—¡Muermoso! —le dijo el hombre, se enjugó y echó de nuevo a reír. Luego continuó:
—¡Los soplas sobre mí! ¡Bueno, ea! ¡Anda!
Poco a poco se encaminaron por medio de la carre­tera. El caballo marchaba despacio, meciendo el cuerpo y a cada paso los huesos le salían agudos, arriba, punzán­dole la piel como para romperla.
—¡Ea, anda, viejo, que ya te comiste la vida!... Ven a comer ahora hierba fresca...
Cerca de una fuente el caballo se paró. El hombre frunció las cejas. Permaneció un tiempo cabizbajo y, esta vez, ya no lo miraba y no reía. Por la cabeza le pa­saba algo como un aleteo de humo, que se le adentró y le hizo estremecerse.
Esto duró un instante y, en el siguiente, la mano del hombre estrechó suavemente el látigo y lo agitó en el aire:
—¡Arre!
Pero el caballo no se movió.
—¡Quieres beber agua!... Murmuró el hombre. ¡Eh!... ¡Ven que te daré!...
Florea Gheorghe se acercó a la fuente, soltó al cabes­tro y cogió el cubo. De dos sacudidas lo envió al fondo del pozo, lo hundió, luego lo sacó, también de dos sa­cudidas, y vertió el agua en el abrevadero. Sacó otro. El caballo venía con el cuello tendido, metió la cabeza en el abrevadero y bebió. El agua se le veía pasándole por el cuello en grandes tragos y se oía como le caía con ruido en la barriga.
En el silencio de la mañana, los dos estaban juntos, quietos y contentos y, tiempo después, el caballo suspiró y encogió una de las cuatro piernas de modo que pare­cía que se preparaba para quedarse allá, cerca del abre­vadero.
Florea Gheorghe cogió el cabestro y tiró de él:
—¡Ven, que será ya mediodía y tengo un mar de que­haceres! ¡Arre!... ¡Eh, al diablo! ¡Eso es, ahora! ¡Qui­sieras que te llevara a las espaldas!...

(......)
4
El hombre parecía estremecerse, espantado. Miró en torno a él, rascándose la cabeza, luego soltó el cabestro y de la cintura tiró una soga que puso alrededor del cue­llo del caballo; dio unos pasos atrás, siguiendo con la soga en la mano e inclinase hasta el suelo. Cogió de la hierba fresca una pata blanca de caballo, gruesa y endu­recida por la sequedad, y la hizo mover, probándola para darse cuenta cuán ágil era. Se acercó al caballo y cuando alzó la mano, el aire vibró. Un instante, por el rostro pasó una sombra encarnizada. El animal se sobresaltó fuertemente —algo había empezado a moverse en él —y se levantó con violencia, agitando la cabeza aterrorizado.
Algo similar brotó entonces también en 'Florea Gheorghe. Sintió que el cerebro se le movía como una máquina con innumerables ruedecillas,

dio algunos pasos atrás mirando al animal al que había levantado sin darse cuen­ta y, terrible, dominado por el temor, estrechó la soga y le dio en la cabeza, precisamente en la frente del ani­mal atónito, con una tranquilidad extraña, que a él mis­mo le asombraba. Luego le azotó de nuevo, más y más, tirando siempre de la soga. Levantándose una vez más en dos patas, el caballo quiso echar a correr, pero cayó y se tendió resoplando penosamente.
Cuando lo vio abajo, tendido y grande y resoplando penosamente, Florea Gheorghe sintió de repente en sus adentros algo que se quebraba y se desvanecía, algo que retumbaba en él como una tabla sacudida por el viento, cual si de la cabeza y del corazón le hubieran volado unos pájaros; tomó aliento, y enjugóse la frente bañada de sudor frío.
Agitó el hueso en la mano y, con movimientos quie­tos, empezó de nuevo a azotarle, esta vez sordamente, como si hubiera cortado leña, sin pensar en nada. El ani­mal respiraba. Se le había quebrado un ojo que se le escurría, sobre el hocico, como una yema de huevo. Daba golpes en todas partes, con frecuencia, calculando, y aún después de que la cabeza del caballo estaba bañada en sangre, rígida y vidriosa, Florea Gheorghe le azotó va­rias veces más.
Al fin arrojó el hueso, se inclinó y empezó a buscar un lugar en donde pudiese quitarle la piel. Le había mon­tado y tiraba con ambas manos. A veces inclinaba la ca­beza, muy cerca del caballo, cogía estrechamente con las manos, se inclinaba hacia atrás y tiraba hasta que en las sienes se le hinchaban las venas. Sobre la colina, por el campo, subían los pastores detrás de las ovejas, silbando y agitando los cayados en pos de los carneros.
El hombre y el caballo se veían aún desde arriba, como luchando. Una voz le hizo a Florea Gheorghe alzar espantado la cabeza
¡Mira hombree!— retumbó hasta el barranco el grito de un ovejero. —Hay uno que descuera un caballo. ¡Tus, tus! ¡Arree!



Ştefan Bănulescu (1926-1998)




Insula Cailor

De înţeles de ce insula fluviului care udă Dicomesia a fost dăruită de dicomesieni cailor.
Dar dieomesienii au lăsat prea mult în seama insulei soarta cailor. Şi când lucrurile au început să meargă rău, în loc să-şi recunoască partea lor de vină au dat întreaga vină pe insulă. Blestemă insula dacă le devin caii mai lipsiţi de putere şi li se strică sămânţa. Se gândesc însă mai rar că de multe ori ei le-au dat prea puţin de mâncare cailor, spunându-şi : „Au ei, în insulă". Lucrul ăsta a fost împins prea departe, dacă într-o zi caii din insulă s-au unit cu Constantin Pierdutul I-iul, pe când acesta era foarte tânăr, şi i-au atacat pe dicomesieni. Dar până la această poveste, încă puţin despre felul aparte al cailor dicomesieni.
Nu sânt deloc înalţi, mai degrabă scunzi şi îndesaţi. Păroşi şi cu barbă lungă, aşa arată din toamnă şi până ies din iarnă. Dacă-ţi apar iarna la fereastră crezi că sânt nişte draci pe patru picioare, cu măşti de capete de cai. Sânt iuţi şi nărăvaşi şi dacă apucă să-şi îndrăgească stăpânul, îl scot din încurcătură şi sărăcie cu dinţii. Deşi mici de statură, trag la plug ca nişte bivoli şi aleargă înhămaţi la car sau înşăuaţi repede ca iepurii, înoată ca peştii, unii cai trec fluviul ca săgeţile dacă-i urmă­reşte cineva. Le place mai mult sălbăticia în insulă, decât să pască priponiţi într-un câmp cu fân gras sau cu trifoi. Nu sânt pretenţioşi la mâncare, dar dacă-i amăgeşti prea mult cu coceni şi paie şi le ascunzi ovăzul şi lucerna, atacă noaptea hambarele şi le sparg cu copitele. Ca şi dicomesienii, nu prea suferă femeile. Dacă sânt sau nu ofensaţi când o femeie pune mâna pe hăţuri — cine să ştie ce e în capul unui cal — nu poate să jure nimeni, dar caii răstoarnă căruţa fără nici o frică sau milă pentru femeia care a îndrăznit să-i mâie. Poate de aceea, o femeie rămasă vădană în Dicomesia, printre primele lucruri pe care le vinde sânt căruţa şi caii.
Pentru cine nu cunoaşte bine Insula Cailor, acest lucru poate părea nepământesc. Caii sălbăticiţi, cu bărbi şi cu coame lungi atârnând până la ge­nunchi, aleargă în grupuri de câte douăzeci, treizeci, în frunte cu câte o căpetenie : o gloabă bătrână pricepută la toate. Te miri cum cai plini de putere şi în stare să alerge o zi întreagă fără să le crape splina, se lasă duşi oriunde de o astfel de gloabă şchioapă, costelivă şi răpănoasă. Când le moare căpe­tenia, o păzesc trişti, aproape fără să mănânce, până când un miros dinspre gloaba căzută îi alungă. Cât trăieşte, o căpetenie de cai îi duce peste tot prin insulă, la păscut iarba cea mai bună, la băut apă din fluviu, la vadurile cele mai potrivite unde-şi pot răcori copitele şi burţile, apoi la umbra sălciilor mai fără ţânţari şi tăuni când e soare, înapoia perdelelor de salcâm când e furtună şi nisip. Există o duşmănie ascunsă între căpetenii, venită, cine ştie, şi din motive mai vechi. O herghelie nu prea se împacă cu alta şi se poate ca doi cai care în Dicomesia trag alături la plug sau la o căruţă mânaţi de acelaşi stăpân, în Insula Cailor, să opteze, unul pentru o că­petenie, celălalt pentru alta cu totul duşmană celei dintâi. Întorşi în Dicomesia, cei doi cai, despărţiţi în Insulă în her­ghelii diferite, se împacă şi se dedau cu greu la un trai şi la un lucru comun.

Dacă un om străin vine în Insulă şi vrea să fure un cal sau numai să încalece unul ca să traverseze insula plină de hăţişuri şi de mlaştini, mai bine să-şi vadă de drum. De cum apare în insulă străinul, hergheliile, separate între ele pe distanţe mari, saltă capetele şi rămân aşa privindu-1, aşteptându-1 să treacă sau să-1 facă să înţeleagă că trebuie să treacă mai departe. Dacă străinul se apropie de ei, caii stau în con­tinuare pe loc, cu capetele săltate şi-1 privesc fix. Tocmai ăsta-i un semn pentru călătorul nedorit că nu-1 aşteaptă nimic bun. El se încăpăţânează să se apropia şi mai mult. Ciudat, îşi spune călătorul : hergheliile de pe laturi o iau la fugă, numai herghelia asta spre care mă îndrept stă pe loc şi mă priveşte mai departe, bătându-se de muscă. Într-adevăr, caii cu bărbi şi cu coame până la genunchi dau liniştiţi din capete şi din cozi apărându-se cu mai mare poftă de muşte, pe măsură ce călătorul se apropie. El trebuia să priceapă că acum începe pericolul. Dar el înaintează, ajunge în faţa cailor, îşi înfige mina în coama păroasă a calului care i se pare cel mai apropiat şi mai blajin şi se aruncă în spinarea lui, felicitându-se cât de abil şi de cunoscător al cabalinelor este el. Ceilalţi cai o rup la fugă, iar cel pe care a încălecat stă mai departe nemişcat, nu vrea să-şi tragă copitele din pământ, călătorul îl izbeşte cu călcâiul în burtă şi cu pumnul în coamă, calul se apără mai departe de muscă, dând din cap şi din coadă ca şi cum n-ar avea pe nimeni în spinare. Înjurând, călătorul vrea să coboare şi să se lase păgubaş, dar calul dicomesian abia atunci ţâşneşte în galop şi-1 poartă cu plăcere în spinare, se opreşte brusc şi porneşte în zigzaguri repezi printre sălcii şi plopi, făcîndu-1 pe călăreţ să-şi pitească capul pe sub crengile joase şi să-şi ferească picioarele de trunchiurile aspre şi scorburoase. Şi nu-1 lasă calul pe călăreţul străin până nu-1 duce exact în herghelia din oare calul face parte.
Aici herghelia se dă în lături, împărţindu-se în două, lăsând la mijloc un loc larg unde calul cu pricina începe un joc nebunesc ca într-un padoc special al batjocurii, se ridică în două picioare, îngenunche, zvârle din copite, nechează, dă drumul la cele două orificii pentru a se uşura, călăreţul străin nu mai pricepe nimic, herghelia se zbenguie şi ea pe laturi făcând aproape aceleaşi lucruri precum calul cu pricina, până când acest cal o rupe din nou la o fugă nebunească trăgând după el nu numai herghelia-matcă dar şi celelalte herghelii, un tropot sălbatic cutremură insula. Până la urmă călăreţul străin este zvârlit de pe spinarea calului undeva. După aceea, toate hergheliile îşi iau din nou locurile lor şi pasc mai departe liniştite sau se bat de muscă.
(Fragment din  Cartea milionarului)





Fănuş Neagu (1932- 2011)



La huella de la herradura

En el patio de la casa que habían abandonado hacía cinco años, en 1949, un hombre con un gorro negro, gas­tado, una franela de lana sin teñir, arremangada, hacia girar en el aire, sosteniéndola por las orejas, una liebre y con el canto de la mano le asestaba golpes cortos en la nuca. La había cazado en la desembocadura del Buzau, que comenzaba más abajo de la casa, al cabo de la ca­llejuela en que había una serie de barcas volcadas, llenas de barro; el plomo no le había llegado, sin embargo, al corazón, y el cazador acortaba sus dolores, asistido por un tropel de chicos.
—Le preguntaré quién es el presidente —dijo Eremia, pero la anciana le detuvo.
—Vamos a entrar así, sencillamente. Es nuestra casa—. Al poner el pie en el umbral, se detuvo. Los pel­daños de la entrada, de roble, se habían gastado, la he­rradura del medio, que debía traer suerte a los que ha­bían construido la casa, había sido arrancada, se notaba su forma, incrustada en la madera. La anciana dobló la cintura y acarició el lugar con la palma de la mano.
Eremia con las mejillas encendidas por el viento, se fijó en la torre de la iglesia de las cercanías. Al oír su espalda, entre los álamos, el silbido del Bazău, se agachó, levantó a la anciana, apretándola el codo y entraron aden­tro. El olor de su casa había desaparecido, ahora olía a gasolina y las cuatro puertas, pintadas de azul, llevaban números.
La anciana se enderezó el chal, apretó el picaporte y entró en el primer cuarto de la izquierda. Era el cuarto que andaba hacia el sur, aquí había vivido ella siempre. Arriba, en la pared, un trofeo de gamuza, despellejado por el tiempo, y debajo de éste ante una mesa cubierta con un mantel a cuadros, Eremia vio a Pavel Odangiu vecino suyo, que escribía algo en un registro, mojando el lápiz tinta con saliva. Los labios morados se movían solos, sin que articulara alguna palabra. Enfrente de él había una caja fuerte, un manojo de llaves colgaba de la puerta y cerca de la ventana un barómetro con las agu­jas caídas. De sus pedales, que sobresalían como dos re­mos, colgaban barras de hierro, el herrero del pueblo había tratado inútilmente de transformarlas en romanas.

                              (Fragmento de el relato con el mismo título. Traducción de Darie Novaceanu)
 


D.R.Popescu (1933)


El potrillo negro


Era un tranquilo amanecer. El hombre que durante la noche había permanecido con los caballos en el campo, estaba durmiendo. Se llamaba Teofil. Toda la noche man­tuvo encendido el fuego, a cuyos reflejos pastaron los caballos. No se habían alejado. Teofil había partido ra­mas podridas de sauce para avivar el fuego y se durmió escuchando cómo los caballos arrancaban la hier­ba con sus blancos y fuertes dientes. Los animales ha­bían pastado en torno a él y él los sintió cerca, aún en sus sueños. Se encontraban al margen de los pantanos bordeados de cañaverales. En el cercano horizonte se di­visaba la franja amarillenta del bosque, semejante a un desvanecido fuego. Un fuego que flotaba en el aire. Eso le pareció el bosque al despertar. Y es que sobre la tie­rra había caído una neblina plomiza y de tal espesor que cubría hasta los troncos de los árboles. No vio tampoco las patas de los caballos. Divisó únicamente sus cuerpos como flotando sobre la tierra. Salió el sol, igualmente envuelto en niebla, como si fuera de cera. Un poco más tarde la neblina pareció encenderse mientras despe­gaba de la tierra, ascendiendo. En aquel momento sólo se veían las patas de los caballos.
Acostado sobre la tierra, vio cómo una yegua paría un potrillo negro. El potrillo parecía surgir de la propia ne­blina y no sabía que su aparición venía tardíamente, con la caída de las hojas. Los caballos relincharon. El sol cobró aun más fuerza, rasgando y esfumando totalmente la neblina. En el horizonte, no muy lejos, se veía el bos­que, cubierto de un amarillo violento.
Sin levantarse, Teofil cogió con su mano izquierda unas ramas secas de sauce y las echó al fuego, con raíces de caña y junco. Se hizo un humo espeso, bueno para dispersar a los mosquitos. Se olvidó realmente de que el humo ya no hacía falta, puesto que los mosquitos ator­mentaban sólo al atardecer. Cogió las raíces húmedas, las sacó del fuego y las echó al pantano. Se apagaron. El humo desapareció por encanto. El sol brilló. Teofil se dio cuenta de que sus cejas y pestañas estaban cubiertas de rocío. También las crines del cuello y los belfos de los caballos estaban cubiertas de rocío. El rocío centelleó sobre ellos. Teofil se frotó los ojos, como después de un sueño y se acercó al potro.

El potrillo negro golpeaba con sus cascos, ligeramente, la hierba cubierta de rocío. Aun siendo verano, se per­cibía en el bosque la cercanía del otoño. Era muy tem­prano cuando nació el potro, y Teofil no lo esperaba. El sol estaba bastante alto y Teofil tenía que llevar los ca­ballos a la aldea. Los reunió a todos y en aquel mismo momento observó que el potro tenía una pata rota. No comprendió por qué. La aldea estaba demasiado lejos. Para llegar hasta allá, tenía que atravesar un río. Refle­xionó y tomó una decisión. El potro no podía andar y era demasiado pesado para llevarlo en los brazos. Lo aban­donó allí mismo. Cojo no valía gran cosa. Los caballos eran baratos; nadie los compraba. «Lo siento, pero no veo otra salida», dijo Teofil. «Los caballos ya no tienen precio y los potros solos dificultan las cosas. En vez de comérselo los cerdos y los cuervos dentro de un año, es mejor que muera ahora.» Movió la cabeza, pero se mar­chó sin el potrillo. La yegua relinchó. Llevaba cabezal, como los caballos, y a ellos iba atada. Se encaminaron hacia la aldea. El potrillo quedó solo. Callaba; estaba tranquilo. «De todas formas, no comprende nada», pen­só Teofil. «No se lo comerá ningún perro, y por aquí no hay lobos.»
El potrillo permaneció tendido sobre la hierba, cerca del pantano. Lo ignoraba todo. Ni siquiera sabía que tenía la pata rota. Aspiraba el aire; los rayos del sol lo bañaban y como a una culebra le calentaban la piel. El aire era agradable. El pantano estaba lejos, de la aldea, solitario, como si estuviese al margen del mundo. En derredor reinaba el silencio. Al mediodía empezó a so­plar una brisa ligera y las cañas se mecieron, silbando. Unas hormigas se aproximaron y lo olfatearon. Dos de ellas llegaron a subir hasta su hocico húmedo, pero el potrillo estornudó y las echó lejos. Cuando intentó le­vantarse, no pudo. El crepúsculo se aproximaba, acom­pañado de enjambres de mosquitos. Volaban zumbones. Revolotearon en torno al animal, pero no lo tocaron. Las golondrinas volaban sobre el pantano: preparaban un éxodo. El potrillo sintió pesadez en los párpados. Sus belfos temblaban ligeramente, quizá por la neblina que se arrastraba sobre la tierra, fría como una serpien­te salida del agua. Tenía los ojos soñolientos. Se durmió sobre la hierba, sin soñar con juegos de potros blan­cos o negros. Tampoco soñó con competiciones ni ca­rreras. Se durmió bobamente.
 En un instante en que abrió los ojos, a través de la neblina que se echaba so­bre él vio la huida de las golondrinas v el centelleo de las lejanas estrellas en el firmamento. Un millón de es­trellas, todas dando vueltas en derredor suyo y del pan­tano, zumbando como mosquitos amarillos, alumbrando el cielo y la tierra.
Sintió en sí fuerzas insospechadas y le pareció que se levantaba y comenzaba un trotecillo y hacia un largo recorrido. Pero estaba soñando. Más tarde dejó de soñar. Durmió profundamente, atolondra­do. El no era un potro hechizado. Era sencillamente un potro como todos los demás.

(Traducción por Darie Novaceanu)