Llego una vez más delante de la casa donde,
sin saberlo, me he de mí mismo despedido.
El anochecer es suave y de las heridas
ninguna me duele. El murmullo de las hojas
me dice que era el tiempo para volver. El silencio
ha subido de precio y las palabras sangran,
al intentar, tan tarde, aventarlo.
La hora se está colmando con el rumor del recuerdo
y las flores empiezan a alumbrar el jardín.
Como un emperador humillado, el maíz
entra en la comarca llevado por yuntas de vacas.
Encima de él, los faroles de calabaza y alubia
acompañan el cortejo. De alguna parte, el silbido
de serpiente en la guadaña. La brasa
de las quitameriendas se apaga en el renadío segado.
El último cuerpo del verano se arrodilla en los oteros
y se deja fecundar por el grito azul de las grullas.
Ciervo yacente bajo el alero de la casa, nuestro arado
está soñando el canto del mirlo. Descalza,
la infancia siembra maíz en los surcos de las nubes.
El bosque se da a la vela y se va solo hacia noviembre.
En sus lindes, el cencerro del rebaño desafía
la inclemencia de la balada de los tres pastores
y reconstruye en bronce el paraíso de antaño.