lunes, 17 de mayo de 2010

Galicia y Transilvania, orillas de la eternidad

Si se conocieran mejor, los rumanos y los gallegos descubrirían con asombro recíproco las muchas semejanzas de entre ellos y las pocas e insignificantes diferencias. Empezando con la geografía física - en Transilvania los gallegos se sentirían como en su casa - hasta la espiritual – los rumanos encontrarían en Galicia, casi sin alteración, muchos de sus mitos, creencias, costumbres y tradiciones. Vigencias y permanencias. Orillas de un mundo que el tiempo no ha logrado dividir, conservándolas bajo el hechizo del mismo misterio.
Más allá de la teoría que sostiene el carácter conservador de las áreas periféricas de un imperio – el romano, en este caso –, pulverizado las distancias, entre Finisterre y Maramureş, deben haber intervenido factores de otra naturaleza, dejando que el misterio funcione y los dos pueblos sean estirpes colindantes. Horizontes de mundos que, antes del imperio, se han asentado en las dos geografías, fertilizándolas con la luz primigenia.
Los celtas, con toda la certeza, representan estos horizontes y, con la misma certeza, ha sido la aldea la que ha recibido la lumbre, conservando gran parte de las semejanzas. Porque tanto los gallegos como los rumanos han vivido – y siguen viviendo – en este universo, donde los enseres y los aperos, los animales, los árboles y los ritmos vitales de la existencia son muy parecidos, instalados bajo la armonía del mismo cosmos.
Solamente en Galicia he descubierto que, igual a nosotros, la gente acostumbra dar nombre de santoral a los animales domésticos. De modo que, por bautismo, el perro y la vaca se integran a la familia, casi personas…Solamente en Galicia, en los bordes de los caminos que unen las soledades de las aldeas, he encontrado la cruz, el símbolo único de la fe y de la confianza en sí mismo, transfigurada en humilladero y troiţǎ. Nombres de etimología distinta – eslava para nosotros y latina para el gallego-, pero con el mismo sentido y significación: alumbra el recuerdo de los sin tumba, perecidos lejos de casa, en tierra ajenas o en alta mar.
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Desgracia habitual en un mundo de pastores en trashumancia, que hemos sido largas épocas, como en el de navegantes y pescadores, aceptada con resignación en las dos patrias: los rumanos, disipados en La Dalmacia de otrora, los Balcanes de hoy, hasta Crimea y Mar Caspio, en Ucrania; los gallegos, en sus caminos de agua, que salen desde A Coruña y van por Malpica, Laxe, Camariñas, Muxia y sobrepasan Finisterre, hasta más abajo de Noia. Toda esta “terraza” abierta hacia el Atlántico se llama Costa da Morte (ţărmul morţii) que no es una metáfora, sino un inmenso cementerio náufragos perdidos en el océano; no antes de dejar en la orilla, en forma de leyenda, el tiempo de su desaparición colmado de ilusiones y esperanzas.
Desconozco el ceremonial de la consagración de un humilladero, pero no el de la troiţa, que habitualmente es de madera. Para construirlo, los hombres, siempre de número impar, van al bosque, eligen un árbol adecuado, se arrodillan a sus pies, le dicen por qué van a tallarle y le piden perdón. La troiţa se fabrica de un solo árbol, como el humilladero de una sola roca.
Solamente en Galicia, para mencionar más semejanzas, en el mundo de la aldea, he dado con los hórreos, que no sirven para otro fin que los nuestros y llamamos pătul o coşar y los fabricamos de madera, como la troiţa, siendo ésta materia más a la mano que la piedra.
En Galicia he descubierto que hay mujeres que saben conjurar el mal de ojo, atar o desatar noviazgos, “cortar” el agua, sanar gente y animales. Igual que las nuestras, que llamamos vrăjitoare, mientras las gallegas, para distinguirse de las castellanas – brujas, hechiceras, lechuzas – se dicen meigas. En Galicia, he descubierto que para definir la soledad, la melancolía y la añoranza, la gente se ha decidido por la morriña, igual que nosotros por dor y los portugueses por saudade. Son los únicos pueblos neolatinos que tienen un término único, para definir los mismos estados de ánimo. Recuerdo que hace treinta años, cuando se dedicaba más a la cultura que a la política, la UNESCO pensaba un Diccionario internacional de términos literarios, donde venían las palabras que mencionamos, como patrimonio universal.
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No sé cuántas palabras gallegas y portuguesas iban incluidas dentro, pero de las rumanas habían dos más: doina o sea, romance, y colindă que es algo parecido al villancico. Desde luego, este diccionario no existe.
También en Galicia, escuchando las campanas de la Catedral, he tenido la sensación que la Plaza de Obradoiro es un prado de los Cárpatos nevado por los cencerros de los rebaños camino de pastizales, bajo la primera luz del día. Sensación nutrida, tal vez, por el sentimiento de la lejanía sembrada con fe por mis remembranzas de adolescente. Lejanía aniquilada luego por la sorpresa de saber que también en Galicia las campanas de las iglesias tañen para apartar las tormentas. Yo mismo he hecho tañer muchas veces a la de mi aldea, convencido que así las nubes se han disipado en los cielos como de azabache, antes de verter sobre nosotros, sobre casas, árboles y animales, la carga de granizo y viento.
Basta enterarte de coincidencias así, aparentemente sin mucha significación, para no sentirte solo en el mundo. La emoción que provocan tiene que ser igual a la que vive uno al descubrir que tenían un pariente, hermano o hermana, de la cual no sabía nada. Porque no son meras coincidencias. Son, no tengo duda alguna, dimensiones y peculiaridades de una espiritualidad que ha sabido destilar del espacio y del tiempo solamente los horizontes definitorios para su existencia. Orillas de la eternidad, como las considero yo, por ser tiempo sin principio y sin fin, fácil de identificar en la vida de un pueblo, sobre todo en su creatividad, de modo especial en el dominio del arte y, dentro de éste, en el universo de la poesía. Porque la primera palabra de la Humanidad ha sido la de la poesía: brota directamente del alma y tiene luz, color, sonido y volumen. Llega donde nadie y, a través de la metáfora, logra mostrarnos lo que nunca, por otros caminos, alcanzaríamos ver. La génesis de la metáfora, opina Lucian Blaga, coincide con la del hombre mismo, como segundo hemisferio que redondea el destino de éste y le da su dimensión bajo la vigilia del misterio cósmico.
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Por estos caminos de la poesía se han dado mis primeros encuentros con el alma gallega. Y he seguido recorrerlos, escudriñando otros más para reconocer las raíces de su universo – objetos, temas, instrumentos de expresión -, descubriendo que funcionaba parejo con el universo poético rumano. Descubriendo que los poetas gallegos, incluso cuando no regresan de modo manifiesto hacia el pasado, elaboran sus poemas del interior de los valores tradicionales consagrados, rescatando olvidos y reintegrando memoria para uno solo y el mismo territorio del espíritu. Recinto sagrado donde, merced a ellos, los mitos, las leyendas y las antiguas creencias han logrado sobrevivir a pesar y en contra a la agresión de la civilización tecnicista y utilitaria. Es la poesía, la cultura en general, la que, en confrontación con la razón práctica, ha conservado y consolidado los horizontes primordiales de la vida, haciendo que lo invisible se vuelva visible.
¿Qué significa, al fin de todo, un trasatlántico en las aguas de Finisterre frente al barco de piedra que navega por el mar de las leyendas, ligero como una nuez? Por moderno que sea, el trasatlántico podría naufragar como muchos otros, mientras que el barco de piedra seguirá navegando, llevando dentro la leyenda que le había construido. El Apóstol Santiago mismo ha llegado a Galicia en un barco de piedra. ¿Cuánto espíritu, cuánto trascendente lleva en sí un teléfono móvil en comparación con el Faro marítimo de A Coruña? Basta un valle profundo y rocoso para que el súper móvil se quede un sordomudo perfecto, en tanto que el Faro seguirá sin fallo, alumbrando el camino de los navegantes.
Leyenda viva, el Faro, vista por Ptolomeo, Dio Casio u Osorio, de la cual han brotado otras leyendas: edificado, dicen, por el rey Breogán, desde su altura, en un día de total transparencia, uno de sus sobrinos ha divisado en la lejanía, más por barruntos que con la vista, una tierra desconocida, hacia cual llevará sus barcos para conquistarla. Desde entonces, dando cuerda al reloj celta, esta tierra habrá de llamarse Irlanda...
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No me detengo en pormenores como éste solamente por sus bellezas intrínsecas, sino para hacer más agradable el camino hacia la poesía gallega, hablando no de poesía en sí, tema fácil para cualquiera, sino de la materia que usan los poetas para construir sus obras. Materia fascinante, espacio donde, de modo natural, la confrontación entre lo que ha sido y lo que seguirá, se ha instalado como permanencia vivida por cada cual según su propia sensibilidad.
Así me explico el hecho que los poetas gallegos acostumbran situar frente a las incertidumbres de mañana las certezas de ayer: las ruinas.
Importa decir que no estamos hablando siempre de ruinas físicas, cuya geometría de permite prolongar líneas, limitar volúmenes y abrir espacios poblados con mundo extintos. Estamos hablando sobre todo de las ruinas que no se dejan ver, las que llevamos dentro de nosotros, en costumbres, en las leyendas y, de modo especial, en los mitos. Las ruinas que se dejan ver son tiempo concreto, mientras las otras son el tiempo mismo, sin límite alguno. Son los mitos en sí, los que no describen solamente el origen del mundo, de los animales y plantas y del ser humano, sino todos los acontecimientos primordiales que han hecho que el hombre sea lo que es hoy, una existencia perecedera. Lo digo con palabras de Mircea Eliade, nombre de mucha autoría en esta disciplina, quien insiste sobre el mundo trascendente del mito, observando que es accesible porque el hombre arcaico acepta la irreversibilidad del tiempo. Somos otra vez contemporáneos de las hazañas que los dioses han llevado a cabo in illo tempore. Por otro lado, la rebelión contra la irreversibilidad, le ayuda “construir la realidad”, le libera de la carga del tiempo muerto y le asegura que es capaz de suprimir el pasado y reiniciar así la vida, creando de nuevo su mundo.
Evidentemente, Mircea Eliade se queda en el territorio de la teoría, ignorando el papel de la metáfora en la recuperación del tiempo sagrado, donde las palabras con carga mítica o mágica son los medios y los instrumentos determinantes. En toda la superficie de la tierra
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encontramos ruinas físicas, sobre todo en los lugares que han sido centros de grandes civilizaciones. Que no siempre coinciden con las no vistas, depósitos de mitos y leyendas, por ser éstos obras de culturas menores y que, como venganza contra a las así llamadas monumentales, han creado monumentos a medida, pero de muchas más sugerencias.
En esto, más que otras, las tierras de Galicia ofrecen, al lado de los dólmenes, una impresionante biblioteca de mitos y leyendas que acompañan y dan sentido a su historia. Y era impensable la ausencia de los poetas en estas salas con paredes de aire y cielo, para prolongar las incertidumbres de los científicos con sus barruntos, leyendo páginas que no existen sin intuición e imaginación. Sus méritos en la recuperación de un pasado repleto de sorprendentes valores del espíritu, empezando con los valores del horizonte céltico, no se pueden negar por nadie. Son los únicos que saben llevar el presente hacia el pasado, mientras que el discurrir del tiempo es justamente lo contrario. También para los poetas todo fluye, pero no siempre en un sentido único. No por casualidad es un poeta y no un científico el que se pregunta: Tiempo, cuando quieres tomar el camino más corto, ¿dime por dónde vas?
Sin estar ausentes en la poesía española, incluida la gallega, las ruinas físicas no han despertado nunca un interés mayor. Y la primera y más convincente explicación es la presencia de éstas: España está colmada de ruinas. Tantas, que la gente las ha tomado como algo natural; presencia de una eternidad que viene de algún lugar y se va hacia ninguno, integrada en el paisaje como los hombres mismos, como los árboles y los ríos. Sean del sitio mismo, sean de otros, lejanos y ajenos, traídas por fenicios, celtas, romanos, visigodas o árabes, la geografía española las ha recibido como suyas y el espacio espiritual se las ha asumido de la misma manera, asimilando dimensiones y características. Por muchos que sean los monumentos árabes de Granada, Córdoba o Málaga, en su duración son españolas. Del mismo modo, el acueducto de Segovia, maravilla de la ingeniería y arquitectura romana, es definitivamente
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segoviano, tal como los anfiteatros de Mérida o Málaga pertenecen al lugar donde se hallan. La segunda explicación es dependiente del avance en el tiempo de la poesía en sí, es decir, de la historia literaria, la que sostiene que en España el romanticismo llega tarde y se va pronto, sin manifestarse en toda su plenitud, dejando paso a otros movimientos o corrientes, como el costumbrismo y, luego, el modernismo, todopoderoso en todas partes. Juicio tan erróneo como injusto, puesto que sus defensores limitan el calendario a sus manifestaciones más espectaculares, de Alemania, Francia o Inglaterra, ignorando el hecho de que algunos de sus rasgos, al menos en España, llegan desde antes y todavía no se han apagado. Lo que quiere decir que no es un producto importado, ni menos en Cataluña. Desde el Siglo de Oro, España ha sido y sigue siendo “eminentemente romántica”, el duque de Rivas, Cadalso, Espronceda, Zorilla, Bécquer o Rosalía de Castro, representando su más alta expresión de un periodo que, en líneas principales, se superpone con las del romanticismo de otros países, continuando después sus caminos propios.
La tercera explicación del aparente desinterés de los poetas españoles y gallegos para con este tema la encontramos en la estructura íntima de éstos, educados en el lenguaje evocador de las ruinas físicas, pero dando preferencia a las que no se dejan ver; donde no hay limite de tiempo, sino tan sólo eternidad. Espacio donde el tiempo no entra más que para alumbrar el recuerdo de sí mismo.
En Galicia, esta preferencia arranca desde las cántigas de amor y de amigo., obras de trovadores como Bernal de Bonoval, Pedro Gonçalvez, Ayras Corpancho o Xoan Nunes, ilustradas hasta por un rey como Alfonso X el Sabio, que sin ser poeta, ha emulado y consolidado el horizonte lírico galaico portugués.
No sostengo con esto que en otras provincias, como Cataluña o Andalucía, el calendario de la poesía registra sus manifestaciones más tarde, sino que, durante un importante periodo la
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lengua gallega ha sido le lengua de la poesía por excelencia, tal como el latín, por voluntad papal, ha sido el idioma oficial de la iglesia. En este sentido, me separo, sin despedirme, de los que identifican las primeras fuentes de la poesía hispana en El Sur. Para entendernos: como formas líricas, el zéjel es una especie mora rudimentaria, las harchas son añadiduras modestas a las composiciones semitas elaboradas por los poetas cultos, árabes o judíos, y las casidas, en totalidad, son humildes imitaciones persas.
Todas estas manifestaciones que reivindican la primacía del canto árabe-andaluz, apoyándose en composiciones de un Yosef el Escriba y, antes, de Muqqadam ibn Muafa, el Ciego de Cabra (m.912) desaparecerán como Guadiana, para surgir mucho más tarde en la lírica de la poesía española del siglo veinte, debido, como era normal, a los poetas anadaluces.
En el mismo segmento del tiempo, el canto galaico-portugués continuará su natural camino – Macías, Garcí Fernández, Arcediano de Toro, Isabel de Castro o Tristán de Teixeiro- hasta que las aguas del Miño, por razones políticas, separan la Galicia arcáica, sin que sus riberas sean también frontera espiritual.
No ignoramos la opinión que sostiene que este canto no era propio para evocar hechos heroicos, considerándola sin argumento. Tampoco las incrustaciones provenzales, llegadas allí, creemos nosotros, por el Camino de Santiago y no por el canal del Sur andaluz, como dicen los defensores de ésta tesis, ignorando que siempre el camino más corto entre dos puntos es la recta y en este caso particular la recta es el Camino de Santiago.
Como los grandes ríos cosechan el murmullo de los menores, el Camino de Santiago ha tenido sus afluyentes, senderos de los cuales se ha enriquecido con fe y conocimiento. En este sentido, siempre intuitivo, Goethe no se equivocaba, diciendo que la idea de Europa se ha formado en este permanente caminar de peregrinos. Ha conservado, eso sí solamente para él, un dato que otros no han logrado observar jamás : los peregrinos llegaban a Santiago de
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Compostela con su tiempo. Horizontes temporales distintos, juntados de modo efímero bajo el mismo cielo, el cielo de Galicia, y del mismo modo volvían a sus cielos, tal vez sin entender que en la fusión pasajera han dado y han recibido fe y conocimiento, exactamente lo le hace falta al espíritu para no sentirse solo, aislado y sin referencias externas, las que le informan sobre la medida de su valor.
La Europa pensada por Goethe, cuando preparaba su viaje a Italia, no existe, ni podrá funcionar al margen del espíritu europeo, río que fertiliza el tiempo y el espacio de los pueblos que habitan en sus riberas.
Formas de la sensibilidad humana –en la definición de Kant, el espacio y el tiempo repiten – dice Lucian Blaga – sus horizontes en nuestro espíritu como dentro de un espejo. Son
Duplicado dactiloscópicos que llevamos dentro por doquier, toda la vida.
Siendo una zona más amplia que la conciencia, el espíritu permite al duplicado temporal empadronarse, de modo provisorio o definitivo, en otro espacio, sin alterar la estructura y los determinantes estilísticos de éste.
El ejemplo más a la mano que tenía Blaga para defender su idea – yo no tengo otro – es el asentar de los suebos en Transilvania, con sus casas que “parecen llegadas por el aire, ya edificadas”, sin perturbar el tiempo de las casas rumanas.
El tiempo traído por los peregrinos a Galicia no le ha influenciado el tiempo propio, vigilado por los ritmos de su espacio, inmutable en sus características. Pero una comunicación sí que se ha dado en su espíritu, tentado siempre por lo desconocido. Una de las pruebas es el diálogo de la poesía gallega con universos poéticos que le estaban ajenos. Una lectura aplicada – más aplicada que la traducción no existe – nos revela temas. Motivos y hasta modalidades de
expresión que no conocía anteriormente. Pero se trata de un préstamo sin endeudamiento. Porque todo se realiza bajo el rigor semántico del último. Una palabra, portadora de un objeto
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poético, expresada bajo otro cielo, trasmite la luz de éste y no la desde donde ha llegado. Dice lo mismo, pero de manera distinta, con otra sonoridad, la emoción receptora siendo diferente.
No podemos atribuir al tiempo llegado por el Camino de Santiago, hablando solamente de poesía, una influencia determinante, pero tampoco podemos ignorar su papel particular en el desarrollo de la poesía gallega. Sin olvidar que los peregrinos no eran poetas, ni se convertirán
en poetas por ser peregrinos. Por este camino no han ganado los poetas, sino la poesía. Porque en aquel remoto entonces el mundo era distinto al de hoy: tenía más poesía y menos poetas. Además, los peregrinos verdaderos caminaban movidos por fe e ilusión, el viaje no era necesariamente una penitencia, sino el deseo de ver cumplido un deseo o un sueño. No viajaban como los reyes, virreyes, condes o vizcondes, que no se movían para ver el mundo, sino para que el mundo los vea a ellos y para reconfirmarse sus propias creencias.