martes, 4 de mayo de 2010

Un inmigrante menos


Una manta, un cubo de agua o un extintor de incendio hubieran salvado la vida del inmigrante rumano Manan Mirita, quemado a lo bonzo, el 4 de septiembre de 2007, frente a la sede de la Subdelegación del Gobierno en Castellón. Desgracia consumida delante de su familia, parientes u otros conciudadanos, dos fotógrafos, un cámara de televisión y dos guardias de seguridad; más la asistencia involuntaria de los transeúntes. Los papahuevos de siempre. O sea, como mínimo, unas quince personas aguardando de brazos cruzados el fatídico desenlace que, por descontado, el sujeto no lo había previsto.
Su intención era la de resaltar, con el alfabeto de las llamas, la absoluta indigencia que le había tocado y de la cual era el único responsable. Necesitaba 400 euros - cuatro billetes de autobús y comida - para volver a Rumania, él y los tres miembros de su familia. Los había pedido a las oficialidades locales y a los conocidos y los había mendigado en las calles todo un mes. Sin conseguirlos de ninguna parte.
Que la ilusión de una vida mejor, el engaño y la estafa de algunos comarcanos lo hubieran espoleado y traído por el camino de la amargura, son pormenores sin relieve. Las circunstancias no son causas, sino agravantes accidentales; cuando no, meros inventos de los inútiles, diestros en empaquetar humo u otras semejantes triquiñuelas.
Cada vez que me topo con noticias sobre los inmigrantes rumanos - siempre son malas -, las recorto y añado a las precedentes; testimonios de unas vicisitudes que, con un poco de buen sentido y más esfuerzo, hubiéramos podido evitarlas, ahorrando así también el cansancio de los que las suministran a la opinión pública, presentándolas como si fueran rasgos característicos de todo un pueblo.
Más allá de archivarlas, casi nunca las sigo en su desenvolvimiento, puesto que, por lo general, son noticias que no llegan al tanto: comienzan pero nunca acaban.
A los suministradores de infelicidades no les interesan el punto final, sino los puntos de suspensión, que es desde donde arranca la libertad de la imaginación creativa de cada cual. Verdad es que de vez en cuando, barruntando que un suceso así les brindaría sustancia trascendental, van hasta el punto definitivo.
Tal ha sido el caso del inmigrante rumano Marian Miriţa, a quien, después de asistir a su pregonada inmolación, los mismos caza-noticias le han seguido la agonía y los últimos estertores en un hospital de Valencia y, como sí del fallecimiento de un monarca se tratara, le han acompañado el féretro hasta la tumba.
De este modo, la opinión pública se ha enterado de la existencia de una ciudad rumana llamada Târgovişte, ha visto el barrio pobre, con calles sin asfaltar (hay muchas otras así), donde había vivido Marian, su casa arruinada y a su vieja y desamparada madre. Ha visto también (en fotografía) el carromato de caballos con el cual despachaba fruta y cargaba chatarra, ocupación muy preciada, "tradicional" entre los gitanos rumanos. Y para terminar, ha conocido el punto definitivo: el cementerio del pueblo, la morada eterna del fallecido.
La opinión pública se ha enterado con esta ocasión que la mayoría de los inmigrantes rumanos de Castellón viene de estos lugares y que en Rumania el salario medio es de unos 300 euros al mes - mentira: no llega ni a la tercera parte -, por lo cual medio millón de rumanos han emigrado a España – otra mentira: son casi un millón-, unos de sus destinos [como toponímico] preferentes, añade un periodista caza-noticias.
Abreviando: se nos da la imagen de todo un país, concentrada (y malograda) en el espejo de la desesperación de un personaje dudoso: a sus 44 años, aún creía que con tender la mano, era suficiente para recoger el maná (mucho maná) del cielo.
Faltan del cuento algunas verdades. La primera, que Marian Miriţa no quería morir; la segunda, que ni le pasaba por la cabeza que esto le hubiera podido ocurrir.

La tercera va implícita en las dos juntas y es la única motivación de estos apuntes: en sus fracasados intentos de salir adelante, Marian Miriţa había perdido la fe en sí mismo, pero todavía no en la de los demás. Por esto, no se ha prendido fuego antes de dar a conocer, entre familiares y conocidos, su determinación, avisando asimismo a las oficialidades locales. Por esto, había esperado a que saliesen los guardias civiles, los fotógrafos y los de la televisión.
Sabía lo que hace y esperaba ver lo que harán los demás. Nada. Absolutamente, nada. Ni manta, ni cubo de agua, ni extintor para sofocar las llamas. Nadie le ha arrancado la botella de gasolina o el mechero. Ni siquiera su amada esposa. Los guardias, diestros en todo menos en esto, se han acercado tarde, tratando de quitarle la ropa para que el fuego tenga más oxígeno sobre la piel bien empapada. Luego, cuando la victima estaba al suelo, se han quitado los tricornios, aventando los brasas de la parrilla.
En todo este tiempo, los fotógrafos y los de la televisión se han colocado en ángulos adecuados para inmortalizar la muerte en directo. Sin pensar siquiera en la vida del inmolado, que se extinguía como una antorcha caída de las manos. Un inmigrante menos...

Nota: enviados a los periódicos que han difundido la noticia, estos apuntes no han sido publicados por ninguno. Ni siquiera por los que le habían dado espacio gráfico en la primera plana. Meses después, otro rumano se ha prendido fuego en Alicante. Con menos éxito. Luego, en un descampado de Alcalá de Henares, el tercero ha prendido fuego a su novia. Así son los rumanos: acostumbran inmolarse para no dejar rastro de su vida sobre la tierra.