viernes, 14 de enero de 2011

Mircea Eliade. Un retrato desconocido



Mircea Eliade. Un retrato desconocido

Para los que conocen y todavía leen la obra de Mircea Eliade, este librito suyo, avellano entre nogales, les traerá alguna que otra sorpresa. La pri­mera, por ser tan desconocido que podríamos considerarlo inédito. La segunda, por el contenido, que no encaja ni en sus escritos dedicados a la historia y la ciencia de los mitos y religiones ni en los de su literatura, menos valorados, debido al interés y el alto vuelo de los primeros. Aña­diendo que el texto original, supuestamente en rumano, no se ha publica­do jamás, ni nada se sabe de su existencia, y que sus únicas ediciones, hasta ahora, se han hecho casi de modo simultáneo en Portugal y España, en 1943, tenemos una tercera sorpresa, motivo que justificaría situarlo pri­mero entre los títulos de su bibliografía hispana, puesto que la presencia de Eliade en la Península, bien llevada y bien representada, comienza mucho más tarde.

Existe una cuarta extrañeza, suma de las tres nombradas, que me implica de modo directo en ello a título de rescatador involuntario de estas páginas; historia que se merece —no por mí— un subcapítulo separado. Sin atribuirme mérito alguno, confieso que la sensación que he vivido al descubrirlas ha ido pareja, me imagino, a la de los que, imprevisiblemen­te, se topan con un derrelicto dejado en las orillas de un mar sin tiempo. Páginas olvidadas, más que seguro, por Eliade mismo, ya que, poco des­pués de escritas en Lisboa, bajo el trote callado del tiempo por la plaza del Caballo Negro, la vida lo ha hecho errar por las geografías sin patria del exi­lio. Y los que le habían condenado a ello no tenían ningún interés en difundirlas, ni siquiera en conservarlas. Si las han apartado en algún lega­jo diplomático, este se ha perdido en los «depósitos hermanos» de Moscú, o en los sótanos de la Seguridad de Bucarest, en los «archivos de los cri­minales de guerra», ya que a veces la historia de un pueblo —y estas pági­nas son historia pura— ha servido para condenar su futuro.

Una sola vez en mi vida habría podido conocer y tratar en persona a Mircea Eliade. Y no lo he hecho. Arrepentirme no ha lugar, resultándome el desencuentro, al final, beneficioso. El retrato que tenía (y tengo) de él, ha ido cambiando de luz, mas no de líneas. Verle y estrecharle la mano me hubiera quitado la luminotecnia de la imaginación, apoyada más a menudo en la de otros, en libros inaccesibles durante un tiempo o, direc­tamente, prohibidos. Cuando los necesitaba de verdad, no como ahora, cuando me llegan para multiplicar asombros.

Aunque de sus memorias, sobre todo las autobiográficas, se puede extraer la imagen de una persona nutrida de raros conocimientos y curio­sidades, afable, miope e inquieta, empedernida en construcciones metafí­sicas, experiencias abismales y prácticas mágicas, preocupada en las cosas más insignificantes que rondan por los lindes de la conciencia, me incli­no a creer que no ha sido así. Mejor dicho, que no ha sido solamente así y esto.

Para retocar el retrato que tengo con tintas del presente, he buscado y he visto —prefiero errar informado— trabajos admirables dedicados a su figura, toda una «hagiografía» de sus actos y actitudes, obras de iconodules avisados y también de iconoclastas «bizantinos», casi todos alumnos suyos, puesto que uno de sus méritos, tal vez el primero, ha sido el de abrir caminos y construir grandes casas para dar buena cabida a interesados y curiosos. [...]

Bajo el signo de Zalmoxis

No sé cómo era Eliade en agosto de 1965, a sus sesenta años sin cum­plir. Recuerdo cómo era Noica, persona que he tratado hasta su muerte (1987). Conocía bien a Vasile Voiculescu, con cinco años de mazmorra, «autor de poemas místicos». A Vladimir Streinu, crítico literario de su generación, con cuatro de los siete años de cárcel por reconocer que había leído a Cioran y Eliade y por escuchar emisoras de radio extranjeras. Guar­dia de noche en el Parque de Descanso y Distracciones I. V. Stalin. Cono­cía a Blaga, a Virgil Carianopol, a Ionel Sándulescu y a muchísimos más que no nombro pero comprendo: al salir en libertad, se han convertido en «coro de alabanzas» del comunismo y denigradores avisados de los aquí nombrados..De Eliade he preferido un retrato construido por mí, entresacado de sus páginas, sobre todo las de sus autobiografías y memorias. Menos las de su literatura, que nos ha llegado muy tarde. Sé —se ve en las fotos— que llevaba gafas de muchas dioptrías, como las de Perpessicius, quien caligra­fiaba con la izquierda (manco de la primera guerra...). Gran ensayista, poeta y traductor, el único que ha logrado leer los manuscritos de Eminescu, cerrándolos cuando le ha salido la sangre por los ojos...

La generación que Eliade y Eugen Ionescu llamaban generación en polvo nos ha sido apartada, prohibida, conocida por segmentos. Después, cuando hemos descubierto dimensiones y contornos, los retratos se habían puesto un poco borrosos.

La imagen aparte que tengo de Eliade está en el librito que presento ahora, encontrado mientras leía manuscritos del Siglo de Oro (Villamediana, Quevedo, Lope, Montalbán, Pellicer...) en la Biblioteca Nacional de Madrid. Siempre detrás de Góngora, mas sin dejar de mirar en los «patios» de sus vecinos, para llegar a veces a otros que desconocía y tam­bién me interesaban.

Era en febrero de 1974 cuando don Dámaso Alonso, que me guiaba los pasos, en un arrebato nostálgico, en su casa de la calle de Alcocer, se


acordaba de sus amistades rumanas —Cotruj, Eliade, Busuioceanu, Iorgu Iordan, Coşeriu, Vintilá Horia, etcétera—, tratando de encontrar libros — «me los regalaba Cotru?, que era agregado cultural y buen poeta»—, bús­queda inútil, ya que su biblioteca era como la Casa del Libro de la Gran Vía —«Pero los hay, seguro, en la Nacional. Busca por Rumania [...]».

Vuelvo ahora a mis cuadernos de bitácora de entonces. Así, siguiendo su consejo, he ido al «cajón rumano» y, entre otros títulos, todos descono­cidos, he dado con Mircea Eliade, Los rumanos. Breviario histórico, Ed. Stylos, Madrid, 1943, p. 95. Referencia 3/102.761.

Vuelvo y busco por páginas, tratando de identificar el sitio exacto donde lo menciono: después de unos párrafos entresacados de Grandes anales de los quince días (ms. 1696) y antes de Coplas de Jorge Manrique, que me había encontrado extraviadas —no era la primera vez— en un legajo que no tenía nada que ver con el poeta de los ríos: Papeles curiosos... (ms. 3207) que contenía, en efecto, muchas curiosidades. Como la que veo ahora apuntada, sin saber nunca por qué: Billete del cardenal de Hun­gría, embajador del Emperador, al Cardenal Barberino...

Sumergido en textos así, sentía latir en las palabras el aliento de las personas de otrora, tanto que, camino de mi buhardilla (barata y fría...) de la calle de Martín de Vargas, barrio de Embajadores, no me hubiese extrañado encontrármelas caminando, encarnadas o resucitadas. Emocio­nes que el tiempo no me ha permitido revivir, ni las he buscado, porque manuscrito como estos ya no se pueden tener en las manos.

La imagen de Eliade se rehacía por sí sola con líneas que no me supo­nía. Salía, nítida e indeleble, del retrato de nuestros ancestros, que él tra­zaba a grandes pinceladas, las justas para expresar lo fundamental y carac­terístico de su estirpe:

[...] Hay naciones cuyo papel en la historia es tan evidente que nadie pensó jamás en dudar de él. Pero hay también otras [...] que realizaron misio­nes bastante ingratas sin que el mundo se diese cuenta de ello. Podríamos inclu­so hablar de un papel histórico callado y oscuro, como el de los descendientes de los dacio-romanos, los rumanos.

[...] Su historia, además de ser trágica, está como transfigurada, podría­mos decir, por una permanente presencia divina. Estos pueblos no conocen el reposo, la serenidad, la alegría de crear en el tiempo. Constantemente atacados, solo pueden pensar en defenderse [...]. En cada una de sus batallas lo arriesga­ban todo: el derecho a la vida, su religión, su lengua, su cultura. A cada ins­tante, Dios está con ellos, porque pueden a cada momento desaparecer de manera total y definitiva.

Los rumanos tuvieron este papel inmanifiesto en la historia europea; conocieron el drama de vivir cada instante como si fuese el último de su vida [...].

Como inscritas en las cuadernas de un barco que no permiten otro encaje, exactas y bien colocadas, las palabras siguen el camino lógico de las ideas, resaltando tres eslabones fundamentales: 1) Si debían luchar a cada instante, tenían algo importante que defender. 2) Si eran capaces de hacer­lo, disponían de dones físicos y virtudes morales. 3) Si lo conseguían hasta el final, sentaban así los cimientos de una nación, proporcionándole la seguridad de afirmarse y definirse como entidad en sí, pueblo y Estado, con rasgos y características que la diferenciaba de las demás, y con pleno derecho para ser reconocida como tal.

Meridiano el enfoque del tema, meridiano el tratamiento: 1) Defen­dían sus tierras y sus riquezas, que eran muchas y abundantes: «[...] La sal y el oro se encontraban fácilmente y en tal cantidad que, después de con­quistar Dada, Trajano suprimió los impuestos en todo el Imperio, porque solo el rendimiento de las minas de oro de Transilvania bastaba para cubrir los "déficits" de los presupuestos». 2) «Los geto-dacios eran un pueblo sano, trabajador, heroico y religioso». 3) «[...] fueron los hombres más valientes de la Antigüedad, gracias no solo a la virilidad de sus cuerpos, sino también a las enseñanzas de Zalmoxis, por ellos venerado: juzgaban que la muerte era solo un cambio de morada; por esto eran más prontos a morir que a emprender cualquier viaje».

Eliade nunca escribió sobre países o pueblos como un simple «regis­trador» de hechos y circunstancias. Pero sí sobre el sueño y la muerte en la mitología griega, sobre el olvido en la simbología hindú, sobre el eterno retorno y las técnicas tradicionales del regreso, sobre el fin del mundo —en el pasado y en el futuro—, sobre el cristianismo cósmico o sobre los «enig­mas» de los evangelios. Tampoco lo hacía en las páginas que tenía por pri­mera vez en mis manos, pero su cálamo oriental me resultaba menos desenvuelto: «Una cultura, como un individuo, se revela no solo por su manera propia de valorizar la vida, sino también por su actitud ante la muerte. [...]. Miori(a [la balada pastoral, monumento de la cultura ruma­na] es una de las creaciones populares en la que mejor se adivina la actitud del alma ante el hecho de la muerte. No se la considera como la desapari­ción en la nada, ni como una pseudoexistencia de larva en un infierno sub­terráneo, ni tampoco como una existencia atormentada entre el cielo y la tierra, sino como un casamiento místico mediante el cual el hombre es reintegrado a la naturaleza».

Así, durante la vida, nosotros los rumanos nos dedicamos con aplica­ción a aprender cómo morir. Enseñanza que nos viene de Zalmoxis, el dios «que no tenía templos, ni imágenes. Se le veneraba en las colinas y en las montañas, tal vez el lugar supremo de su culto estuviese en uno de los picos más elevados de los Cárpatos».

Cima que Platón —lo he sabido mucho más tarde— llama Cogheón, montaña identificada por nuestros filólogos en Gugu (2292 m); mientras que los historiadores y los arqueólogos la fijan con vacilación entre Godea- nu, Oslea o Retezat. Y se me antoja Páduchiosu (en Bucegi), que es donde Eliade, en su relato fantástico Un hombre gigante, lleva a su personaje Cucoanesh, cuya estatura lo situaba aparte de los seres normales y le hacía falta una morada a medida: el cielo abierto.

Sinnúmero son las páginas dedicadas a Zalmoxis, desde Heródoto (Historias, IV, 93), Platón (Cdrmides, 156), Estrabon (Geografía, vil, 3, 12), Mello Pomponio (De situ Orbis, libro II, capítulo 3) hasta Diodoro de Sicilia (Biblioteca histórica, II, 4), quien lo sitúa entre los fundadores de las grandes religiones, al lado de Zaratustra y Moisés.

Nombres que vienen seguidos y confirmados por los nuestros, una biblioteca sin cerrar, donde Mircea Eliade y Lucían Blaga, como si se hubiesen puesto de acuerdo, trabajarán por separado pero dentro del mismo recinto del espíritu; el primero, en religiones; y el segundo, en cul­turas, llegando a las mismas opiniones, todavía sin profundizar en la importancia que tienen los Balcanes como frontera de Europa frente al islam. Así titula Eliade uno de los subcapítulos de este librito, tema que gana cada día más actualidad. Entre los papeles inmanifiestos de los ruma­nos, el autor apunta: «[...] una vez organizados como Estado, tuvieron que hacer frente, siglo tras siglo, a otra gran amenaza asiática: los turcos», motivo para esta observación: «¿Qué hacían, entre tanto, los grandes pode­res europeos? Como de costumbre, no se entendían [...]».

Obviamente, en esta ocasión, Mircea Eliade tan solo menciona el asunto y señala el «territorio» que ampliará y pormenorizará luego, en 1970, en sus estudios comparativos sobre las religiones y el folclore de Dacia y Europa oriental, frente a la cultura sembrada con violencia por Gengis-Khan hasta las puertas del Occidente. Obra cuya aparición en rumano ha esperado casi diez años la aprobación de los ideólogos de núes- tra cultura, siendo el autor mismo quien, al final, en 1980, los ha dejado sin el último argumento, bajo el cual se hallaban los verdaderos.

Verde como el campo verde

No he exagerado nada en la emoción que he vivido frente a estas pági­nas. Las orillas, creen los poetas, cambian siempre su relieve según el ímpe­tu de la última ola, que vuelve luego a alta mar. Apiadado, en la última, el mar había sacado de sus calladas profundidades este pecio para que dijera algo del viaje de un arca, antes de convertirse en leyenda. Un derrelicto que venía a renglón seguido para la ola próxima, aún por llegar pero que oía subiendo y acercándose en un poema de Ion Barbu, tan querido por Eliade, el Pitágoras de la poesía rumana de entreguerras:

Y la última cima de la montaña se sumerge... «¿Hacia qué orilla, Señor, hacia que Ararat de la remota escarcha me lleva la profunda ola? Sobre el agua ha descendido la oscura mortaja...»

(Arca)

Mi primer pensamiento al terminar la lectura era el de «selectar» algu­nos párrafos, como posibles referencias, en quién sabe qué ocasión, para darme cuenta que no podía ir a salto de mata, estropeando el paisaje. La solución mejor era transcribirla en su totalidad, como lo había hecho algún día con Fábula de Polifemo y Soledades, «edición» que aún conservo. No pensaba en la solución óptima. «No pierdas el tiempo —oigo la voz de don Dámaso Alonso—. Hazte una fotocopia. Yo tengo muchas así. Hasta el manuscrito de Góngora, que se encuentra en el Vaticano, lo tengo com­pleto...».

Exigente en todo, había tenido la paciencia de leer mis traducciones de los poemas de Góngora, línea por línea, mirando a los originales, cote­jando los comentarios y las interpretaciones críticas, haciéndome sugeren­cias pertinentes. Satisfecho al final, tal como lo certifica en el prólogo que acompaña este empeño mío.[1] Pan caliente, derrochador de conocimien­tos y erudición, me había dado cuenta de que gobernaba con sumo cui­dado hasta la última pesetita. Preocupado más en ahorrarla que en ganár­sela. Iba todavía en metro y en autobuses. Tal vez también para encontrarse con los hijos de la irá'o detrás de la oscura noticia.

Pero no siempre era así. «Con esto puedes hacerte todas las copias que quieras». Y me tiende un billete de banco, con el rostro bigotudo de Echegaray, estampado en un campo verde. Mil pesetas. Mi beca me daba siete... al mes.

Así, me llevé el libro a Bucarest, disimulado entre otras copias y revis­tas de la calle, puesto que los aduaneros rumanos sabían leer también, y a Mircea Eliade lo tenían todavía en su índice, en «material altamente peli­groso». Dos años antes, en el mes de mayo de 1972, en el aeropuerto de Bucarest, me habían cacheado, como a Eliade los aduaneros de Bristol, hasta la salida del avión, de modo que tuve que volver a casa, esperando el siguiente vuelo, que era justo después de una semana.

No he mostrado la fotocopia a nadie, y casi me había olvidado de que la tenía. Hasta 1992, cuando, en mi no esperado cargo de embajador de Rumania en Madrid, he pensado que, para empezar a hablar de un país apenas resucitado de su medio siglo rojo, lo mejor era el librito de Eliade. Escrito, está a la vista, con el mismo fin: conciso, exacto, completo. Com­pleto quiere decir al día de aquellos días que ahora volvían para reempezar, justo desde donde nuestra historia, en 1944, comienzos de su exilio, se había parado. Como un reloj de una catedral abandonada.

Madrid, diciembre de 2003

© Fragmentos del libro Bajo el signo de Zalmoxis - Prensas Universitarias de Zaragoza, 2008.