lunes, 2 de mayo de 2011

Juan Carlos Onetti o el organizador del caos



Hace cinco años, cuando los escritores latinoamericanos acordaron reunirse en Santiago de Chile para hablar de sus libros y de los problemas de sus libros, nadie hubiera profetizado, ni siquiera en broma, que durante todos aquellos días uno de los participantes no diría palabra alguna. El entusiasmo y la pasión marcaban la inter­vención de cada uno en los debates, contaminaban a los demás y dejaban la impresión de un inminente y radical cambio en el panorama espiritual del continente. Se subrayaba sobre todo el papel social del escritor, y en los salones, bien adornados por micrófonos, flores y perfiles de jóvenes secretarias, el ambiente iba cargándose con esta prometedora luz de mañana.

Sin embargo, aquel misterioso personaje estaba preparado para no hablar; nos miraba a todos a través de sus grandes anteojos y tenía incluso la indudable voluntad de sofocar la sonrisa antes de que sur­giese en la impenetrable geografía de su cara, en la cual adivinaba yo un remoto y perdido campo de olivos. Era un «Juntasilencios» per­fecto y se llamaba y sigue llamándose Juan Carlos Onetti.

Son cinco años desde aquel entonces; aquel brillante futuro ya pasó, y me atrevería a reconocer que si ha cambiado algo en la estructura estética de las obras literarias hispanoamericanas, el mé­rito queda fuera de los mencionados y bien adornados salones de actos. Desde luego, en el transcurso de este lustro, los escritores hispanoamericanos se reunieron otras veces con el mismo fin. Si no me engaño, se dieron cita en Lima; después, en Méjico, y hace poco, en Calí, donde, según las muy pocas revistas que me llegan a Bucarest, hubo mucha lluvia y no estuvo presente Gabriel García Márquez y tampoco Juan Carlos Onetti... Pienso que todos estos nuevos encuentros, a los cuales no me tocó la suerte de asistir, se desarrollaron de la misma manera y que de algún modo intentaron resucitar el entusiasmo y la pasión del mencionado futuro pasado...


Es por ello que hoy me pongo a rastrear en las orillas de mis recuerdos australes para dar con la tan silenciosa cara de Onetti. Él sabía de sobra que la utilidad de los foros reside en la oportunidad que ofrecen de hablar fuera de ellos, de encontrarse, cara a cara, con amigos conocidos por cartas o solamente a través de sus obras. Son muy provechosos estos debates literarios alrededor de una copa de vino, cuando la redondez susceptible del planeta se junta en el instante de un brindis pasajero.

En este sentido, para mí, el encuentro de Santiago fue más que útil. Después de años de lecturas y traducciones, cuando empezaba a sentirme un poco hijo adoptivo del continente hispanoamericano, la posibilidad de pisar esta tierra me volvía loco. Claro, el pasaje de avión—¡como siempre!—no era para mí: el verdadero invitado era el poeta Eugen Jebeleanu; pero como en aquel agosto del 69 Jebeleanu estaba muy ocupado, después de otras candidaturas, quedé elegido yo como ad interim de las letras rumanas, y por allí pude conocer a Marechal, a Neruda, a Manuel Rojas o a Jaime Laso, el que se parecía tanto a mí que todos nos consideraban mellizos. Los cuatro desaparecidos hoy, pero muy vivos en sus obras y en mi memoria. Allí conocí también a Mario Vargas Llosa, al cual le debo mi conocimiento del Perú; a Rulfo, Monteforte Toledo, Marta Traba, Carlos Rama, Jorge Edwards, Garmendia y muchísimos otros a quienes considero amigos para siempre.

Son muy útiles estos encuentros, porque representan la mejor posibilidad de que los escritores diseminados en largas distancias geográficas puedan mirarse, oírse y tomar juntos unas copas de vino Estoy seguro que todos se acuerdan hoy de las muchas copas de vino chileno que hemos tomado en Santiago, en Viña del Mar, en Valparaíso o en Concepción. Descubro que desde estas copas empieza a dibujarse la tan silenciosa cara de Onetti., Y para no emborronar mucho papel, me voy a limitar hoy a mencionar tres de los muchísimos acontecimientos pasajeros, todos bien atados, del silencioso Onetti.

Ocurrió que después de todas las manifestaciones protocolares, después de cerrar el Encuentro con una muy provisoria Declaración de principios comunes, se nos ofreció la oportunidad de un viaje hacia el Sur chileno. Como de costumbre, Onetti subió en el maravilloso coche-cama del ferrocarril chileno en la estación de Alameda sin soltar la lengua. No la soltó muchas veces ni en Concepción, ni en Valdivia, ni en Chillán. Pero al llegar a Puerto Montt, punto terminus de los caminos terrestres de Chile, descubrimos que entre los que nos espe­raban, oficiales de la provincia, se encontraba un prelado muy emocio­nado. Las presentaciones no aclararon esta emoción. El prelado no era presencia casual. Iba designado por sus superiores para esperar­nos. Y la razón, más allá de la bienvenida a las tierras isleñas, estaba, como descubrimos en breve, bien motivada: se sabía que entre los escritores llegaba un osservatore romano, es decir, un delegado del conocido periódico del Vaticano. Razón por la cual hemos sido recibidos, todos los del tren, en una residencia y se nos había ofrecido una cena inolvidable.

Claro, se trataba de una equivoca­ción. Se trataba de mí, pues mi condición estatutaria en el Encuentro de escritores latinoamericanos era la de observador rumano. Allí, durante el festín, al des­cubrirse el juego de palabras, al «Juntasilencios» se le escapó la pri­mera sonrisa en la tierra chilena, y todos quedamos enterados de que él era el autor del agradable y provechoso chiste...

Subimos después en Don Amado, un vaporcito blanco que nos dejó en Ancud, capital de la famosa tierra de Chiloé. Llovía, hacía frío y estábamos cansados. Pero los chilotas son gente más que acogedora, y todo era como en los cuentos sureños. Hemos hecho los tradicio­nales paseos a Pullinque y lugares vecinos a la bahía y golfete; hemos parado en Tantauco y en Castro, para almorzar después en la playa de Dalcahue. Me acuerdo bien, como si fuese hoy, de aquel insólito curanto, comida isleña, cuyas raíces, según he descubierto después, se hallan en el mundo polinesio, y que se nos sirvió con vino y canciones tradicionales. De pronto, los que conocían el asunto, me invitaron a probar una especie de erizo. Lo parto como los demás, le pongo limón, y es entonces cuando me doy cuenta de que «Juntasilencios» sonríe por segunda vez: el erizo tenía un parásito, la péncora, que se parece a una araña de cristal por vivir siempre sin luz del día. Los gourmands se la dejan caminar por la lengua; después la aprietan en el paladar. Difícil tarea para mí; pero Onetti sonreía y los demás gritaban: «¡Vamos, rumano!» Al fin vencí el asco y todos quedaron contentos...


Vueltos a tierra firme, el poeta Gonzalo Rojas no nos dejó sin que pasáramos otra vez por Concepción y desde luego por su casa, situada en la calle de Víctor Lamas. Después del viaje común nos sentíamos como familia grande, y la casa de Gonzalo fue muy acoge­dora. Se charlaba mucho y de todo. El único que seguía con su con­ducta reservada era Onetti. Raras veces cambiaba una palabra. Estaba sentado en un sofá color rojo, y al acercarme, como si me hubiera visto por primera vez, me pregunta: «Así que tú eres el rumano, no el romano, y además eres el organizador del caos...». Creo que dije sí, aunque no me acuerdo bien. Me incomodaba esto de organizador del caos, y la culpa, lo reconocía, era mía: en uno de los foros, mientras mis colegas latinoamericanos discutían el problema del caos en la creación literaria, escribí un breve poema que entregué sin cuidado a un periodista de El Siglo, periódico hoy desaparecido. Onetti, que nos espiaba a todos a través de sus grandes anteojos y que seguía callado, dio con él y tal vez le gustó. De algún modo, pienso que en su mesa de trabajo, al construir la tan inexistente y tan verda­dera ciudad de Santa María, dio con la necesaria tarea de organizar este caos que nos rodea siempre. A lo mejor, Larsen, cuando intenta resucitar el astillero de Jeremías Petrus, cumple esa misma empresa.

He vuelto estas últimas semanas a leer algunas de las obras de Onetti y creo que no me engaño: la bella ciudad de Santa María, símbolo de su narrativa, me demuestra lo callado que tiene que ser uno para poder organizar semejante mundo. Inventarlo, eso sí, es muy fácil. Pero darle vida significa organizarlo en una estructura perfecta, y en esta victoria reside su gran virtud. Haría falta demostrarlo con medios adecuados. Pero yo termino aquí con la ilusión de que estos apuntes lleguen un día a sus manos para obligarlo a sonreír de nuevo...

Bucarest, diciembre de 1974


ORGANICEMOS EL CAOS

A Juan Carlos Onetti

Mientras los árboles se doblan por el dolor

al sentir cómo crecen dentro de sus cuerpos

nuestros ataúdes,

organicemos el caos.

Cien años de soledad nos bastan,

un año de caos nos sobra.

Organicemos el caos.

Vamos a colocar lejos de Dios a Pedro Páramo y muy cerca de las orillas de Isla Negra.

Dejemos pasar al hombre que se parecía a un caballo mientras caen encima de las selvas los heraldos negros. Organicemos el caos.

Vamos a colocar al borde del Paradiso la Casa Verde

y vamos a permitirle a Omar Cáceres

taparle las ventanas con el azul deshabitado

para no ver el parpadear de las estrellas.

Hay mucho desorden en el cielo;

dejemos abierto este túnel

para que salgan los héroes en los días de sábado

a ver los pasos de Larsen por Santa María.

Tenemos que organizar el caos.

Tenemos que obligar a Julio a volver a la infancia

para dialogar con los cronopios y las famas

dentro de las líneas de la rayuela.

Mientras la gente se extenúa

leyendo la historia de la eternidad,

organicemos el caos.

Si la tierra inventa cada día una flor,

Tenemos que inventar nosotros también,

del caos, una palabra. Al menos.

Mientras los árboles se doblan por el dolor

al sentir cómo crecen dentro de sus cuerpos

nuestros ataúdes,

organicemos el caos.

Pero, ¿de qué serviría

un caos organizado?