miércoles, 8 de junio de 2011


Fanus Neagu

La impronta de la herradura



Había llegado en el tren de las 10,28. La anciana, alta y huesuda, con la falda gruesa hasta los tobillos y el chal gris recogido por encima del rostro, se había detenido entre las vías para tomar aliento y el muchacho se ras­paba la suela de las botas del borde del andén. El tren se había marchado. Se alejaba entre márgenes desmoro­nadas y cubiertas de acacias enanas. Ellos demoraban como si hubiesen olvidado que debían adentrarse por el camino campestre que conduce a Grădişte.

—¿Que diablos hacen esos allí? —oyó el muchacho decir al jefe de estación y levantó la vista.

«Hace cuatro días era todavía soldado, tenía arma —pensó— y éste me toma por carroña, idiota.»

Tenía la cabeza hermosa, de lobo joven, hermosa pero no muy recia, era casi demasiado frágil en su hermosura salvaje. El teniente Alexandrescu —él o alguien a su al­rededor— había dicho que, tras observarle un instante, el primer pensamiento que le embargaba a uno era el de poder rompérsela fácilmente de una bofetada, y a uno le dan ganas, desde luego, de rompérsela, para ver chorrear la sangre por el cabello enredado y derramarse limpia por encima del hocico ese de cachorro de lobo que sale a olfatear entre las malezas de la boca de un despeñadero —una cabeza muy hermosa sobre un tron­co tenso, con ademanes resueltos, pulidos en los entre­namientos que preceden a los desfiles.

—¿Qué hacemos? —dijo él—. Bueno, nos damos co­raje para seguir adelante.

—Es el hijo de Oprisan Roşioru... Eremia —dijo la esposa del jefe de la estación.

El jefe encogió los hombros.

—Oprisan... Rosioru —insistió la mujer— el que se marchó del pueblo...

—Beso sus manos, señora. Le agradezco que me haya reconocido. He venido con mi abuela, tenemos algo que hacer en Grădiştea. Mi hermano, Neculai, el mayor, le cortaba la leña en el invierno. La verdad es que pata­leamos por aquí porque huele a pan fresco.

—Les daré un trozo.

—No, gracias, hemos comido, pero me gusta el olor.

—¡Ta, ta, ta, tam... ta, tam! —musitó la anciana alar­gando el cuello.

—Es la marcha de los muertos —explicó Eremia—. En casa le conté cómo enterramos al general Florescu y la abuela aprendió la cadencia. No debe hablar casi en absoluto, está enferma. ¿Por qué te esfuerzas? —se volvió para reprochar a la abuela.

—Viene un camión con remolacha de Gradistea —dijo la mujer—. Pueden aguardarlo en nuestra casa. Vayan hacia el fondo, por allí se entra.

—Lo sé —dijo Eremia— tiene gallitos de arcilla en la ventana de la cocina.

En el patio, la anciana se colocó cerca de la pared. Eremia se sentó en una silla, cerca de un montón de ho­jas de repollo y la mujer del jefe de estación les dio una rebanada de pan caliente a cada uno. La anciana escon­dió el pan debajo del chal. Eremia masticaba lentamente la corteza con yema de huevo y la mujer observó que tenía los dientes blancos como la nieve. Se recogió la fal­da, frunciéndola en las rodillas, se sentó lentamente en el umbral cubierto por una alfombrilla de junco y le vol­vió a mirar con sus ojos de un verde ceniciento, pre­guntándole qué había de nuevo en el mundo.

—Nosotros estamos ahora en Maramures. Es bastante lejos y hemos viajado en tren sólo de noche. En Sinaia, de madrugada, me apeé para llenar una botella de agua y vi que había nevado. Hacía mucho frío. Por lo demás, las cosas creo que marchan bien. Yo acabo de hacer el servicio militar. En el ejército fui trompetista, merodeé mucho por los puestos de mando, conozco, quiero decir, mucho, y no está mal, sabe.

—¿Y en el extranjero?

—En el extranjero, los pueblos de África se han pues­to en movimiento.

La mujer no comprendió y cambió el hilo de la con­versación.

—He oído decir que vosotros, los trompetistas, to­cáis muy bien, por la noche, cuando tocan la queda.

—Así es. A mí también me gusta mucho esa melodía. Es triste y le hace a uno añorar el hogar. Se dice que también los civiles salen a escucharla, pero yo no lo he verificado, no tenía cómo hacerlo. ¿Quiere que se la toque? —preguntó, llevándose las manos arqueadas a los labios, presto a cumplir su deseo—. Puedo interpretar­la sin la trompeta, tarareándola como mi abuela.

—No dijo la mujer—. Que sin ella ya me embarga la tristeza.

—¿Se le ha muerto alguien? —preguntó Eremia.

—¡Ay, si lo supieras! —suspiró la mujer—. Ahora empezarán las lluvias y, ¿qué vida llevamos nosotros aquí?

—Es buena, mucho mejor que la nuestra —dijo la an­ciana jadeando, con hostilidad.

—Nosotros nos marchamos de aquí porque teníamos cierta fortuna y ahora no nos encontramos en ningún si­tio. Estamos lejos, querida, usted no lo puede comprender, vivimos entre extraños y... entre extraños es como no estar en ningún sitio.

—Bueno, bueno, ya está bien —le reprochó el mu­chacho—. ¡Basta! Te he dicho que no parlotees.

Se volvió hacia la esposa del jefe de estación.

—¡Ya lo creo que es difícil vivir en una estación y otra! Todos vienen y ninguno se queda.

—Sí, sí —afirmó ella— días enteros mira uno por la ventana los montes de Râmnic, esperando que llegue la nevasca. Uno no tiene más que pensamientos sem­bríos. A veces me dan ganas de gritar: «Volad, pensa­mientos míos —les digo— encarnaos en cuerpo vivo y alas, elevaos a los cielos y llevadme con vosotros». He marchitado mi juventud por las estaciones, me dan ga­nas de llorar todo el tiempo, y me he vuelto mala en esta maldita campiña. ¿Tú sabes lo que dice la gente de las mariposas amarillas?

Eremia meneó la cabeza y arrojó una migaja de pan al perro que lamía un hueso ante la perrera.

—Las mariposas amarillas presagian la muerte, las desgracias. ¿No es así, tía?

—Ta, ta, ta, tam... Ta, tam.

—¡Diablos! —exclamó el muchacho.— ¡Te estás pa­sando de la raya! Sosiégate.

Y dirigiéndose a la esposa del jefe de estación:

—Yo soy tonto, por haberle enseñado.

—No me molesta —dijo la mujer—. Incluso pega. Yo también le tengo miedo a las mariposas amarillas. En el mes de mayo, venía de Urziceni, adonde me había ido a comprar un gabán, y en el compartimiento de segunda clase, en el medio, entre un cura que comía pescado seco y yo estaba sentado un niño con un avión de madera sobre las rodillas. Iba con su padre a ver a un primo ce Tecuci y había adornado el avión con mariposas amari­llas, que había cazado su gorro en el huerto. Cincuenta mariposas prendidas con agujas. ¿Por qué las matas —le pregunté— no te dio lástima? «Las cogí por la noche —me dijo— no me arrepiento, pues una o dos horas más tarde lo mismo hubieran muerto, porque las mari­posas no viven más de un día.» Nos acercábamos a esta estación, cogí la maleta y le dije al niño: El tren se de­tiene aquí un minuto. Bajé. El niño se asomó para pa­sarme la sombrilla y entonces le di dos bofetadas que le encendieron las mejillas. No tuvo tiempo de gritar, forcejeó hacia atrás y al caer se le escapó el avión, del que no se había separado, y el enjambre de mariposas muertas le cubrió la cara. Qué me dices. ¿Me dirás que soy una loba? ¿No?

—¿Por qué? Cuando me case, lo haré con una mujer triste —y le dio a la anciana el trocito de pan que le había quedado.

Ella le sacó la miga y se la colocó en el seno, junto a la rebanada intacta.

—Escucha, Eremia —dijo la mujer— quizá te burles de mí, pero yo te voy a extraer. Fíjate, ha venido el ca­mión de Gradistea, se encuentra en el radio de descarga. Cuando regresen, pasen por aquí, quisiera mirarme de nuevo en tus ojos. Que no te trague esta campiña y te olvides de mí. Ésta es la tierra del olvido, en cuanto uno la pisa se le secan las esperanzas, lo asfixia el humo y se ve cubierto por la noche. En la oscuridad no se oye más que el chirrido de los carros sin engrasar. ¿De dón­de diablos habrán aparecido tantos carros aquí? Anoche pensaba que en el cerebro tenía sólo olas de niebla por entre las cuales se paseaban, rechinando las ruedas, ca­rritos pesados que rodeaban la estación.

Eremia y la anciana habían salido, dejando la puerta abierta.

Al atravesar la valla, el muchacho se detuvo, se quitó la guayabera, la dobló, formando un rollo, y se dirigió hacia el camión, pisándole casi los talones a la anciana, que caminaba derecha por el sendero cubierto de esco­rias. «Ahora —pensó Eremia— si ella me mira, parezco un soldado de una película, que se marcha a la guerra.»

El chofer se llamaba Geana Aurel. Era bajo y cojo, por lo que todo el mundo le decía el Cojo. Este Gea­na Aurel, apodado el Cojo besó la huesuda mano derecha de la anciana. «Habrá venido a vender lo que le había quedado en Gradistea, no está de más que le bese las ma­nos.» A Eremia le dio unos golpecitos amistosos en la cadera y les ofreció a los dos sitios en la cabina. El Cojo mascaba tabaco. «Es un método americano —le explicó a Eremia— se deshace el cigarrillo y se mastica el ta­baco», y por una grieta del labio inferior resbalaba aún el resto de un escupitajo amarillo sucio.

«¡Qué asqueroso!», pensó Eremia, pero tuvo cuidado de no decir nada. Aquel hilo de saliva le recordaba el líquido que chorreaba del hígado de la vaca que habían encontrado muerta en medio de la alfalfa y a la que su padre, en un arrebato de desesperación, le había pegado un tajo en la panza con un hacha. «Ahí va, bestia maldi­ta que nos has dejado la casa sin leche.»

Sin poder soportar más, al fin le rogó:

—Límpiate la boca.

—Tengo la dentadura algo rala —se disculpó el Cojo, fregándose con la manga—. Pero tú, ¿por qué has adel­gazado tanto?

—Ha hecho el servicio militar —le explicó la anciana.

—Conque te han arrastrado los soldados de bruces. Yo me escapé por un pelo.

—Eres cojo —dijo Eremia—, de lo contrario, del ejér­cito y de la muerte no escapa nadie.

—He sufrido por vosotros, chico —dijo el Cojo— de­bes reconocerme este mérito. Pero, sabes, se me curará la pierna. Alguien me dijo que debía introducir farfolla de maíz en la suela del botín de la pierna más corta y que el peso me la estiraría. Malditas sean, cuando las tenga a las dos iguales, me presentaré en la comisaría y pediré incorporarme para siempre al ejército.

Le había mutilado un caballo al que se había acerca­do sigilosamente en su infancia para robarle la arropea, pero nadie lo sabía porque él había dicho en el pueblo que le habían pisado con su carruaje cuatro alemanes que se dirigían a todo correr hacia los montes.

—Era la hora de la siesta, me dirigía con el rebaño de ovejas hacia el pueblo, costeando el pantano, cuando, de repente, en la boca del torrente, aparece un carruaje con cuatro alemanes, verdes, verdes de pie a cabeza, como las hormigas en el ciruelo y con cacerolas de hoja­lata en la cabeza. Comían maíz crudo y tenían la boca embadurnada de leche de maíz. Cuando les vi, les pe­gué un silbido a los perros. «Anghel, pensó, le llegó la hora al carnero.» Los alemanes se acercan al trote, se detienen en seco y saltan entre las ovejas. Matan una y la arrojan al carruaje. Pero no se contentan y se preci­pitan hacia el carnero. Se habían pasado de la raya. Cogí el garrote y, dando una vuelta para que el impulso fuera más fuerte, lo arroje. Y ten en cuenta que ni el carnero ni la oveja eran míos, sino de la aldea. Al que había golpeado se cogió la cabeza con las manos, embarullado. El que estaba a su lado se precipitó y me cogió del cuello.

—Tuviste suerte que no te hayan fusilado —le decía el fulanito que le escuchaba—. En cuestiones de guerra, nadie da un céntimo por la vida de un hombre.

—Me echó al suelo y le gritó algo al que estaba en el carruaje..., no sé lo que le dijo, la cuestión es que me vi aplastado por los cascos de los caballos —los caballos nunca le pisan a uno el cuerpo, lo evitan— y sentí, de arriba a bajo, las ruedas del carruaje. Cuando volví en mí, el pie izquierdo se sostenía de dos tiras de piel, y debajo de mí había un charco de sangre...

—Bueno, apresurémonos —dijo el Cojo— de lo con­trario nos sorprenderá el invierno aquí. Sujétense bien...

Al decir esto hizo girar el volante, las ruedas traseras resbalaron en un barranco pero se enderezaron al instan­te y condujo el camión hacia un camino empedrado. So­plaba un viento áspero del hueco del horizonte e iba atropellando los cardos arrancados de los surcos negros. Dos cuervos graznaban sobre una rama de acacia de la que colgaba un trapo sucio.

—Es la manga de mi camisa —dijo el Cojo, señalando con el dedo, tras lo cual escupió el tabaco y se fregó la espalda contra la pared de la cabina. A la izquierda, bajo el montón ceniciento de hierbas secas, se dirigían hacia las montañas, chirriando, carros con esterilla. Al frente del convoy iba un hombre alto con un impermeable, arrastrando a un perro de patas largas que miraba re­signado los nubarrones, como un montón de carbón vie­jo, que se deslizaban hacia el oeste sobre el tejado de la estación.

—Oye, Eremia —dijo el Cojo— en invierno me acor­de de ti. En vísperas de Navidad corté una acacia para que mamá hirviera las sarmale [*] y me acordé de cuando cantábamos los dos villancicos y levantábamos de la bi­sagra con un palo, todas las puertas que encontrábamos cerradas.

Eremia le miró de reojo, se sonrió y se echó a cantar:

Oy, lerui-ler,

San Pedro en la cuna está

y a Dios le pregunta:

—Quisiera, Señor, saber:

¿Cuándo será el fin del mundo,

el final de la tierra?

Oy, leuri-ler,

el final de la tierra.

—Cuando el hijo blasfeme al padre,

la hija a la madre...

Cantaba con los ojos cerrados, y a su lado Geana Au- rel meneaba la cabeza, compenetrado de veneración, como queriendo decir: «Caramba, pero esto me recuerda los tiempos en que no estaba mutilado y un grito se me ahoga en la garganta».

De repente, la voz de Eremia se hizo más tierna, afue­ra parecía que ese largo otoño había sido reemplazado por el invierno, era muy entrada la noche y nevaba.

—Fíjate, es Nochebuena, papá Noel ha salido con su trineo tirando por osos con pezuñas de fuego; mamá Tudosa hierve el trigo para el colivă[2] y le aguarda con la perilla apoyada en el canto de la estufa con las manos cruzadas sobre el regazo. Orpisan, el padre, que se ha­bía emborrachado a más no poder cuando carnearon el cerdo de Ion Botica, roncaba metido en la cama —no le pudieron casar los botines y por eso le pusieron los pies sobre una silla, y una pella de barro se desprendió de las suelas— la abuela Gheorghina, que se había que­dado viuda a los cuarenta años, se fija en las espigas trenzadas alrededor de los iconos, debajo de los cuales arde una candela verde y piensa en los muertos, en cuya memoria dará de limosna un edredón que había hecho con la lana que había recogido de cuatro ovejas; Valerica, la pequeña de un año y nueve meses balbuceaba en la hamaca; Eremia con sus tres hermanos mayores y Au­rel Geana, tendidos sobre una estera, con las alforjas en la cabecera, esperaban que tocase la media noche, hora en que salen las comparsas a cantar villancicos. Reinaba el silencio, la lámpara ardía a media luz, por la rendija de la puerta penetraba el silbido del viento, de la ma­dera húmeda goteaba sobre el hogar un mosto soso, los granos de trigo de la cacerola hablan de los secretos de ia tierra... y en medio del profundo silencio se oye el chasquido helado de los pañales colgados en el alambre tendido entre el palomar y la esquina de la casa. Esa noche nacía el niñito Jesús, los tres Reyes Magos se van por entre la nevasca a inclinarse ante él, llevando en el forro de su vestimenta ramas verdes; sobre ellos, en lo alto, les alumbra el camino una cruz encendida que se desprendió sola de la torre de la iglesia de Brăila, al lado de la cual hay una venta de pescado, en la que siempre un lipovean [3] algo chalado asesta sendos golpes, como en un tronco, a un siluro de tres metros, deteniéndose de vez en cuando para meter el hocico en el cubo con vino co­locado sobre el mostrador —y al soplo del viento se me­cen centenares de ángeles sujetos con sogas. Son alegres y traviesos y jugando se friegan la nariz con las alas, es­tornudando. Viene de una tremenda nevasca, pero no puede ser verdad, es decir es verdad, pero sólo en la tierra y para Irod, porque más allá del manto grueso de la nevasca, la luna se ha adornado con velas de sebo blanco. Cuatro abetos están de guardia —dos a la iz­quierda, dos a la derecha— el humo de las velas, negro, muy negro pasa por encima de ellos sin tocarles. Está nevan­do, claro está, también en el cielo, pero de otro modo, es una nieve que no se pega a nada más que a las varillas con flores ( sorcova) de los villanciqueros que corren de un lado a otro, con las mejillas redondas, los ángeles. Eremia sabe que todos los ángeles son niños y tienen las mejillas igual que las de Valerica, que a uno le dan ganas de besarlas y de mor­derlas, sin apretar los dientes, sólo así para hacerles cos­quillas y oírles reír.

De sopetón irrumpe en la noche de la aldea tras la gran campanada, la voz tensa de San Pedro:

Quisiera, Señor, saber...

—Basta —le interrumpe el Cojo— cantas como una matraca.

—En el ejército fui trompetista, me hinché mucho con la trompeta y se me estropearon las cuerdas vocales.

—No, no es por eso —dijo categóricamente el Cojo— lo que más estropea las cuerdas vocales es la pólvora. Al tirar, debías haberte tapado la boca con un pañuelo.

—Me espanta lo tonto que puede ser.

—¿No me digas? ¿Y tú cómo eres? Fuiste soldado, todo el respeto por el uniforme militar, pero eres un im­bécil. Eres capaz de creer en la letra de tu canción. Mira, a mí me da asco ver a un tipo tonto, que después de cin­co años continúa igual y que lo seguirá siendo siempre. Yo te puedo decir que todos blasfeman de los viejos, pero como ves, la tierra no se abre a nuestros pies.

—Yo no blasfemo nunca.

—Claro, tú llevas una estrella en la frente, como los terneros. Quizá no tengas por qué blasfemar, ¿pero yo?... Ponte en mi lugar. Desde que nací tengo la espal­da llena de verrugas, como un sapo de Tulcea. ¿Puedo, acaso, dejar de blasfemar? Le pagué a un mocoso veinti­cinco duros para que me cuente las verrugas. ¿A que no sabes cuántas encontró? Ciento catorce. Y me figuro que habrá pasado por alto alguna. Después le puse a que me las atara con crines de cola de caballo. Sólo seis se seca­ron. Mi madre tiene un tic, es decir, se le mueve constan­temente el ojo izquierdo; tiene una vena más corta deba­jo de los párpados, podría haber heredado esto, incluso hubiera sido más atractivo para las mujeres, pero me de­jó estas ampollas de carne para que me rasque todo el tiempo, como un cerdo sarnoso. En mi casa tengo un lu­gar especial para rascarme, pero en la calle debo sacar a relucir mis garras. Por eso tengo las uñas tan largas.

—Dime —le interrumpió Eremia— ¿nosotros todavía somos enemigos de clase? ¿Cómo nos consideran en Gradistea?

—Exactamente no lo sé. En vuestra casa se ha insta­lado ahora el Consejo Popular. ¿Os habéis enterado de que Zaharia Prodan ha muerto?

—Oiga, tiíta —gritó él— Zaharia Prodan ha muerto, páselo a la lista del olvido.

La anciana, desde su rincón, miraba con los ojos desco­loridos, llenos de cataratas, la campiña negra y los char­cos que bordeaban la carretera. Al oír lo dicho por el Cojo, hizo una mueca, dejando al descubierto las encías con la dentadura rota y rala, para finalmente gemir de un modo seco, sólo con la garganta.

—Ta... ta... tam... ta, tam.

—¿Qué es eso? —preguntó el Cojo.

—La marcha de los muertos —respondió Eremia.

—¿Conque lo lamenta? —se rió el Cojo—. ¡Que Dios la perdone! Él da, él quita. Tiene una pértiga preparada para cada uno. Y cuando le asesta a uno un golpe, lo deja patitieso. Abuelita, a Zaharia se le murió primero la es­posa. Hace dos años se hinchó el Buzău y les arrancó la casa, con los cimientos, con todo. En la casa estaba doña Leanca. Se dice que contaba el dinero para pagar los im­puestos. Desanudamos la balsa y nos dirigimos río aba­jo para pescarla. Nosotros, cuatro personas, unos esfor­zábamos por arrojarle el arpón y ella en un banco de tierra se lavaba los pies en una escudilla y decía: «Bau», a su alrededor no había más que agua y ella se lavaba en una escudilla. Para que veas lo idiota que era. Bueno, bien se dice: cada loco con su tema.

Tras un intervalo, dirigiéndose a Eremia:

—Doña Gheorghina hacía buenas migas con Zaharia Prodan. Las malas lenguas dicen que después de haber muerto su esposo, se alió con Zaharia. Dicen que en in­vierno se iban en trineo a Râmnic de paseo o de compras. Hacía frío, a ella se le helaban los pies y Zaharia le co­locaba un pavo en la rodilla. Los pavos tienen el buche caliente y...

—¡Cállate de una vez! —se enfadó Eremia—. No te permito que te rías de la anciana.

—¿Qué quieres que haga? —dijo el Cojo—. Tengo un empleo sucio, me divierto raras veces y de improviso.

—Eres un asno que patea.

—Sí, en realidad no debía haberlo hecho —reconoció el Cojo— pero, ¿qué le voy a hacer? Tú no conoces mi situación y por eso lo tomas a pecho. Yo transporto ce­reales, pero también muertos, puedo decir incluso que, en primer lugar, transporto muertos y luego cereales. El mundo cambia, chico, y lo que se seca desaparece. Mue­ren los viejos y la mayoría se dice, en sueño. En otoño especialmente, cuando se renueva la sangre, cuando se pasa de las verduras a los platos más pesados, van des­apareciendo uno tras otro y yo los transporto a todos a la tumba, porque nadie quiere llevar a los muertos al ce­menterio en carro. Cualquiera que tenga un muerto en su familia viene a la oficina y pide que me envíen a mí: «Mándame al Cojo». Es algo asqueroso porque después de cada entierro hay que lavar bien el suelo y no tengo ayudante, lo friego con agua hirviendo hasta que se me enrojecen las manos.

—Si te da asco, ¿por qué no lo rechazas? No te puede obligar nadie.

—Quedaría mal con el pueblo. Y, además, la gente es agradecida, cada uno me envía a casa dos o tres pu­ñados de bodigo y dos o tres porciones de comida de li­mosna, y con esto crío y engordo anualmente, cuatro o cinco cerdos...

—Fíjate —dijo la anciana y colocó la mano sobre el hombro de Eremia.

El se volvió y limpió el cristal con la mano. En la ca­rretera, a la derecha, sobre la colina, se veían las pri­meras casas de la aldea. Las miró en silencio, emocionado y para sus adentros las llamó por su nombre. «Han en­vejecido, las absorbe la tierra.» Pequeñas, una al lado de otra, apretadas, entre acacias tupidas, las casas de la co­lina esperaban pacientes que llegase el invierno para des­cortezar sus paredes que el viento azotaba con manojos de paja y mechones de humo pegajoso. Ciruelos ceni­cientos temblaban a la orilla y a dos pasos abrían sus bocas las zanjas de las que se extraía la arcilla. Una mu­jer con una pañoleta blanca, que había salido para arro­jar la basura, se balanceaba sobre una colina, esforzándo­se por tirar lo más lejos posible los restos del balde que llevaba en la mano.

—Listo —dijo el Cojo— hemos llegado al pueblecito natal... Y frenó cerca de un sendero que salía de un ras­trojo. —Aquí debemos separarnos. No sé si tenía dere­cho de traeros. Os lo digo francamente, no os enfadéis, tengo un pasado impecable y no me conviene que me echen la culpa de que os he acarreado tantos kilómetros con el camión de la hacienda colectiva.

Esperó a que bajaran y cuando arrancó de nuevo el motor les hizo una señal para que se internaran más rá­pido por el sendero. Por el vado descendían hacia la carretera dos carros repletos de patatas y...

En el patio de la casa que habían abandonado hacía cinco años, en 1949, un hombre con un gorro negro, gas­tado, una franela de lana sin teñir, arremangada, hacia girar en el aire, sosteniéndola por las orejas, una liebre y con el canto de la mano le asestaba golpes cortos en la nuca. La había cazado en la desembocadura del Buzau, que comenzaba más abajo de la casa, al cabo de la ca­llejuela en que había una serie de barcas volcadas, llenas de barro; el plomo no le había llegado, sin embargo, al corazón, y el cazador acortaba sus dolores, asistido por un tropel de chicos.

—Le preguntaré quién es el presidente —dijo Eremia, pero la anciana le detuvo.

—Vamos a entrar así, sencillamente. Es nuestra casa—. Al poner el pie en el umbral, se detuvo. Los pel­daños de la entrada, de roble, se habían gastado, la he­rradura del medio, que debía traer suerte a los que ha­bían construido la casa, había sido arrancada, se notaba su forma, incrustada en la madera. La anciana dobló la cintura y acarició el lugar con la palma de la mano.

Eremia con las mejillas encendidas por el viento, se fijó en la torre de la iglesia de las cercanías. Al oír su espalda, entre los álamos, el silbido del Bazău, se agachó, levantó a la anciana, apretándola el codo y entraron aden­tro. El olor de su casa había desaparecido, ahora olía a gasolina y las cuatro puertas, pintadas de azul, llevaban números.

La anciana se enderezó el chal, apretó el picaporte y entró en el primer cuarto de la izquierda. Era el cuarto que andaba hacia el sur, aquí había vivido ella siempre. Arriba, en la pared, un trofeo de gamuza, despellejado por el tiempo, y debajo de éste ante una mesa cubierta con un mantel a cuadros, Eremia vio a Pavel Odangiu vecino suyo, que escribía algo en un registro, mojando el lápiz tinta con saliva. Los labios morados se movían solos, sin que articulara alguna palabra. Enfrente de él había una caja fuerte, un manojo de llaves colgaba de la puerta y cerca de la ventana un barómetro con las agu­jas caídas. De sus pedales, que sobresalían como dos re­mos, colgaban barras de hierro, el herrero del pueblo había tratado inútilmente de transformarlas en romanas.

Odangiu redondeó una cifra y levantó la cara carnosa, roja, cubierta de barba blanca. Reconociendo a los dos entrecerró sus ojos pequeños, cenicientos.

—¿Qué se les antoja? ¿Por qué no llamaron a la puerta?

—He venido con la abuela —respondió Eremia.

—Añoraban el viejo lecho —dijo Odangiu, levantán­dose y arrastrando la silla hacia la pared— ¡Hable, doña Gheorghina!

La anciana se recogió el chal en los hombros y dijo quedamente:

—He venido a morir, Pavel. Tú eres el alcalde, vete y déjame con Eremia, quiero morir en mi cuarto. Esa es mi silla, la forré con tela de Brăila. Un turco había comprado para un forro y cogí yo también cuatro metros. Era estampada.

—¡Qué me importan a mí sus historias! Esto es el Consejo Popular y se discuten asuntos de la comuna.

—Debes dejarme —le pidió la anciana—. Un cuarto de hora y listo. En este cuarto, tú bien lo sabes, di a luz nueve hijos. Donde está esa caja de hierro, había una cama. Allí guardaron cama y murieron cuatro de mis hijos. También allí murió mi marido. Te prestaba el ara­do, en primavera.

—Escucha —le gritó Odangiu a Eremia— ¡sácala de aquí!

—No —dijo la anciana— ya no me queda más tiem­po. Y, dando una vuelta alrededor de la mesa, se sentó en la silla vieja, y Odangiu perplejo, se echó a un lado.

—Cántame, Eremia —dijo la anciana— esa canción mía.

Eremia abocinó las manos, emitiendo unos sonidos lar­gos y ásperos:

—Ta... ta... tam... ta... tam...

—No —dijo la anciana— quiero la otra canción— y comenzó a musitar: «Vamos, Buzau, Buzau».

Eremia dejó caer los brazos y la miró aterrado. La voz estridente de la anciana penetraba en él, como si viniese de la desembocadura del barro, del escondrijo de fieras. Entonces, horrorizado por su canción forzada, comenzó también él a cantar, y ella lo envolvió en una sonrisa amarga. Eremia cantaba con un tono largo y triste, y cuando terminó, la anciana se recostó, hizo la señal de la cruz y musitó:

—¡Alabado sea Dios!

Tenía los ojos desorbitados y la cabeza vacilante y un hilo de espuma blanca le corría del extremo de la boca.

En ese momento el pedazo de pan que le había dado la esposa del jefe de la estación resbaló de sus senos. El bocadito que le había dado Eremia fue a parar encima de sus botines duros.

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Se han vuelto locos? —pre­guntó Odangiu.

—Ahora ella ya no puede más —respondió Eremia— acaba de morir— y quiso acercarse a la silla. Pero no logró hacerlo, pues Odangiu le cogió del pecho y le dio un puñetazo en la boca. Eremia vaciló y cayó de bruces. Odangiu, de pie, se fregaba los dedos de la mano con que le había pegado. El pelo, desordenado, le caía a me­dias sobre la frente.

—Lo hice sin querer, no debía hacerlo, me salí de mis casillas.

—Cógela y vete —le rogó sofocado.

—No lo sabía —se disculpó Eremia—. Me trajo aquí sin decirme lo que deseaba.

—¡Mientes, serpiente! —se enfureció Odangiu.

—¿Por qué miento? —Eremia no se defendió. Un pensamiento tonto le embotó la mente: «Cerca de esta pared aprendí a andar, me golpeaba contra ella y me dolía la cabeza... ¡cómo me dolía! —se limpió la boca con la manga, escupió, levantó el cuerpo de la anciana, evitó mirarle los ojos vidriosos, y salió con aplomo al patio. El cazador se había marchado con la liebre y los niños se encontraban en el otro extremo de la calle en un barranco ahogado en la desembocadura.

Mareado, Eremia se detuvo, sin atinar qué hacer, lue­go, se dirigió en zigzag hacia la serie de barcas volcadas. Sentía en los labios un dolor agudo. Sacó el pañuelo y se enjugó la sangre que le corría por la barbilla, tratando de detenerla. El viento resonó en la campiña azotándole con gotas de lluvia y él irguió la cabeza para que se la lavara la lluvia, esa cabeza hermosa, de lobo joven, her­mosa pero no muy recia, casi demasiado frágil en su her­mosura salvaje.

® Reservados todos los derechos

Post scriptum. Una explicación

Le debo a Jaime Salinas no solamente la publicación de este libro, sino el libro en sí, idea surgida a principios de los ’70, durante nuestros encuentros en Barcelona, moderados siempre por Carlos Barral. Los dos, juntos, seguidos muy de cerca por Joseph María Castellet y Beatriz de Maura, habían revolucionado el sistema editorial español, asentado en las librerías las ediciones de bolsillo y biblioteca breve, llenando las estanterías con autores de todo el mundo – poetas, narradores, novelistas, filósofos, antropólogos, sociólogos, políticos, etc - obras determinantes en la formación de una nueva generación de lectores. A la vez, descubriendo y consagrando nombres nuevos, de todo el ámbito hispano, reconocidos hoy universalmente. El gran boom literario ha sido obra de ellos, muchos escritores de América Latina llegando a vivir, desde entonces, en España, sobre todo en Barcelona.

Hombres de mucha cultura, abiertos a los valores de todas partes, en condiciones todavía adversas – el franquismo seguía vivo y vigilante – habían logrado cambiar el panorama espiritual de España, preparándola para la transición.

No sucedía lo mismo en Rumanía, donde las secuelas del realismo socialista mantenían cortados los caminos en el interior, y los puentes hacia fuera. Pero Carlos Barral, al que le había acompañado un viaje largo por el país, recorriendo Transilvania, Muntenia, Moldavia, y Dobrudja, hasta el Delta, tenía la certeza, más que la confianza, en nuestra capacidad de renacer espiritualmente. Conocía bien, y Jaime también, nuestros valores literarios – los dos dominaban a la perfección el francés y el inglés – y tenían un interés real en la difusión de los nombres menos conocidos. Siempre, eso sí, dentro de una ley sagrada para los grandes editores: multum in parvo. Es así como mi libro, Poesía rumana contemporánea, había llegado de 40 autores a 12, en condición bilingüe, y el de narrativa había quedado desde el principio en 17, la selección siendo opción de Jaime, tras sopesar muchos otros nombres y, por separado, textos de cada uno. Nombres que constituyen – según versa la última portada - un cuadro plenamente representativo del siglo XX, desde los escritores nacidos en torno a la década de los ochenta [ del decimonoveno] hasta los novelistas que han llegado a la madurez bajo el régimen socialista, pasando por los creadores de la generaciones intermedias...

De este modo, abriendo el libro con Galaction, Sadoveanu, Agârbiceanu, Voiculescu y Pavel Dan, lo había cerrado con Preda, Barbu, Ghilia, D.R. Popescu, Fănuş Neagu y Nicolae Velea.

En el caso de Fănuş, entre tres cuentos – Nevaba en Baragan, El lobo debajo de la ventana y En el hogar- hemos elegido al ultimo, muy considerado por Jaime, ya que del realismo socialista no quedaba ni rastro, suplantado con mucho estilo por el realismo sin atributo, más el realismo mágico y mitíco... Los dos ilustrados por las creencias de la pobre vieja, Gheorghina, que tras cinco años de deportación en Maramureş, regresa a casa, en Baragan, más exactamente en Grădiştea, el pueblo del narrador, para morir. Y al pisar el umbral de la casa, su cosmos privado, descubre que alguien había arrancado la herradura, que debía traer suerte a los que habían construido la casa. Se notaba su forma, incrustada en la madera. La anciana dobló la cintura y acarició el lugar con la palma de la mano.

He releído con otros ojos mi traducción de hace tantos y no he cambiado palabra alguna. Menos el título, suplantando En el hogar (Acasă), por La impronta de la herradura, que estoy seguro que Fănuş mismo, fallecido hace poco días, tras largos años de sufrimiento, lo hubiera aceptado de todo el corazón.

Un santo de la gramática y de lengua rumana y uno de los más talentosos escritores de su generación, aunque se está diciendo que esta generación ha “caducado”. Ahora, ha caducado de verdad. Palabras, últimas, de Augustin Buzura y Nicolae Manolescu.

Apunto, al final, la nota bibliográfica del 1974:

FANUŞ NEAGU nació en el Baragan, provincia danubiana, en 1935. Tal vez el mejor creador de metáforas y narraciones poéticas. Sus tipos preferidos son naturalezas voluntariosas, campesinos que han conocido las humillaciones y la opresión de los ricos, personajes que viven al borde de la tierra y del agua. Insuperable en su estilo, Fănuş Neagu publicó tres volúmenes de relatos y narraciones: Nevaba en el Baragan (1959), El sueño del mediodía (1960) y Allende los arenales (1962) Su primera novela – El ángel gritó (1969) – acusa una cierta influencia de nuestro tan conocido Panait Istrati. Fănuş Neagu es al mismo tiempo el mejor comentarista deportivo.

Y añado ahora sus últimas obras:

Verano aturdido y Los caballos blancos de la ciudad de Bucarest (1967), La casa que se mece y El equipo de los ruidos (1971), Bajo el brillo de la luna y Crónicas del carnaval (1972), Los guapos perturbados de las grandes ciudades (1976), Crónicas malditas (1977), El libro de amigos (1979), Insomnios de seda (1981), Perdido en Balcania (1982), El segundo libro de amigos (1985), La silla de la soledad (1987), Sucesos descabellados y viajes de color naranja (1987), La partida de póquer (1994), Una carabela hacia Belem (1997), El acelerado no para en los apeadores (1999), El amante de la Gran Señora de Drácula (2001).


[2]) Torta de trigo sin moler que se sirve en los entierros.

[3]) Se llama así a los habitantes de Rumania de origen ruso de una antigua secta de creyentes, asentados en el Delta del Danubio y vecinades.