Parábola de las murallas
Cercar un huerto es un quehacer doméstico que no extraña a nadie, porque, más allá de proteger así la lechuga y los berros de la codicia de la cabra del vecino, no conlleva significación alguna, ni pone en dificultad la conciencia de los propietarios concercanos. No es el espacio ni el tiempo lo que importa, sino, sencillamente, el reconocimiento del natural convivir de las plantas y los animales, alterado por la intervención del hombre, cuya mano vuelve a ser, como en la prehistoria, idioma sin palabras. Lenguaje inocuo todavía porque no desequilibra ni aniquila la naturaleza. La lechuga existe, la cabra también y el hombre se beneficia de las dos.
Ahora bien, cuando el huerto no es un huerto, sino un imperio, las cosas cambian. Todo cambia. La intervención del hombre es totalmente otra y el quehacer doméstico se esfuma para dejar paso a los deberes históricos y tareas políticas. En la nueva conjetura no se trata de cercar, sino de separar, dividir, aislar y dominar bien lo separado. De este modo, los pacíficos concercanos se trasladan en el territorio de las enemistades, donde no interesa la lechuga y la cabra, sino el cultivo intensivo de las plantas más insólitas, las que crecen a la sombra del subconsciente determinando actos que la conciencia cumple sin dar cuenta a nadie de sus prácticas: aversión, barbaridad, crueldad, difamación, enojo, fastidio, guerra, hostilidad, invasión, muerte, odio, rencor, sacrificio y así más en adelante, sin asomarnos siquiera al mundo del verbo, que es donde empieza la infinita capacidad del hombre en destruir a los ajenos y a sí mismo.
Borges, que acompaña mi asombro y mis silencios, lo sabía de sobra y lo dice con menos palabras: “Leí, días pasados, que el hombre que ordenó la edificación de la casi infinita muralla china fue aquel primer Emperador Shih Huang Ti, que asimismo dispuso que se quemaran todos los libros anteriores a él.”
Privilegio incómodo – leo palabras que el no escribió – reservado a los que la historia designa para que éstos, a su vez, le abrieran las puertas futuras de los pretéritos. Con agudeza y suave malicia, Borges añade: “Quemar libros y erguir fortificaciones es tarea común de los príncipes; lo único singular en Shih Huang Ti fue la escala en la que obró.” O sea, los casi 6 mil kilómetros de la Gran Muralla, con 8 hasta 10 metros de ancho y hasta 18 de alto. Más tres mil años de cronología y “en estos años, El Emperador Amarillo y Chang Tzu, y Confucius y Lao Tze.” Desafío descomunal que el clarividente porteño lo archiva en la metafísica – “acaso la muralla fue una metáfora”- , una entre las pocas que existen desde siempre, “porque las que podemos inventar [nosotros] son las falsas, las que no vale la pena inventar.”
Tarea singular, la de Shih Huang Ti, pero no única: sobre la redondez dudosa del terráqueo se conservan aún las cicatrices de muchas metáforas de piedra. Algunas muy famosas – Teba o Troya-, otras ignoradas, pero que no dejan de ser hasta metonimias. Los romanos eran grandes artífices incluso en esta materia y han sembrado metáforas por doquier, hasta descubrir que las murallas no servían para mucho, resultando que al final estaban erguidas para que la gente tuviera algo para saltar. Abundan los ejemplos, pero para mí el más sugestivo es el que atraviesa Rumanía, separando las llanuras danubienses de las colinas carpáticas. Unos 700 kilómetros que son nada, pero son todo lo que tenemos como país, de punta a punta. No es una obra famosa, aunque de mucho trabajo para que nuestros ancestros conviviesen en paz con los demás pueblos, que no se han matado a pedradas por faltarles las piedras. Así, todavía de lectura fácil, se levanta en algunos lugares hasta 30 metros, con más de 20 de ancho. Pura tierra aglomerada a picos, palas y manos. Dicen que ha sido obra de Constantino el Grande y la denominan Brazda lui Novac. Otros dicen que ha sido idea militar y la llaman La obra de Trajano.
De este modo, tenemos dos palabras para nombrar el mismo espacio en dos tiempos diferentes. En el primero, los romanos han renunciado a las murallas, al descubrir que las mejores defensas eran los pueblos mismos. En el segundo, los herederos de Constantino han optado por las defensas negociadas.
Volviendo sobre lo andado, de la infinitud de sucesos transcurridos a la sombra de la Gran Muralla, recuerdo que, en su última visita a China, Nikita Jruschov ha querido mirar de cerca la única construcción terrenal que se puede admirar desde los cielos. Un paseo largo y fatigoso – la política cansa más que la historia-, tanto que, durante un alto, después de sacarse una china del zapato y apoyado de espaldas en el “tabique”, el muy campechano Nikita se ha dirigido al anfitrión para confesarle uno de sus pensamientos secretos. – Ves, vosotros estabais exactamente aquí, donde la Muralla.
De otro modo, un hubierais podido construirla. No entiendo por qué después habéis ido más allá y todavía queréis más tierra. Esta era la frontera y así debe de quedarse…
Cuentan que tras una pausa, escrutando la luz meditativa del día – era el otoño de 1959 -, Mao Tse Dun – prefiero la trascripción onomástica rumana – le ha confirmado la sabia razón: - Sí, es verdad, nosotros estábamos aquí, en estos lugares. Pero ¿podrías decirme dónde estabais vosotros los rusos en aquellos tiempos?
Real o ficticio -inventado en nuestros mentideros socialistas-, el diálogo se ha quedado, como dicen, en cola de pez. Más un profundo suspiro de Nikita, quien no esperaba tan incómoda pregunta, pero casi tenía la respuesta, a su justa medida – otra muralla -, y estaba pensando dónde colocarla. Tardará poco, hasta cuando, paseándose por Berlín oriental, en un arrebato marxista festivo (domingo, 14 de agosto de 1961), se apoyará en los hombros de Walter Ülbricht y Erich Honecher, decidiendo la edificación. Sin percatarse de que su obra separaba tan sólo el espacio pero no así el tiempo.