domingo, 20 de noviembre de 2011









Ion Gheorghe (1935)

Nació en una aldea de la llanura de Baragán, Florica, y estudió Letras
en la Universidad de Bucarest. Poeta de gran vigor rústico y de profundo
dramatismo. Su primer libro fue una novela en versos. Se interesó
especialmente por el poema épico que rehabilitó con brillantez. Cultiva
temas de alcance filosófico y sigue rescatando mitos antiguos y palabras
olvidadas. Es, quizá, uno de los más inquietos espíritus de la poesía
rumana actual y, sin duda, uno de los de mayor personalidad.
Militante comunista, nunca ha abandonado su credo y en la actualidad,
bajo el título de Comentarios al libro blanco de la Securitate, publica
unos largos panfletos líricos sobre la transición rumana.

OBRA: Poesía: El pan y la sal; Las calles de la tierra; La cariátide; Noches
de luna en el océano Atlántico; Zoosofia; Llega la hierba; Íconos sobre
vidrio; Elegías políticas; Las megaliticas.

Proemio

Me he ido porque tenía miedo a la muerte.
Cuando la vi por primera vez estaba en las peñas de Ineu,
a una altura de 2000 metros sobre el mar
y podía cumplir 20 años o no.
Esto dependía totalmente de mí.
Déjame pasar, le había dicho, y a mediados de cada agosto
te buscaré en todas partes.
Desde aquel momento me he ido de casa cada año,
cada día. He salido a comprar periódicos
y pan, y he vuelto. He salido hacia las peñas de Buzau
a mirar los molinos de agua y las fresas,
y he vuelto. He salido hacia las hidroeléctricas,
he bajado a las cuevas de mármol de Rusquitza
y he vuelto. He salido hacia el Mar Negro,
por aldeas desconocidas, por el río, hasta el Delta;
he visitado fábricas y cada vez he vuelto;
he pasado por algunas metrópolis
y he vivido más de 40 días
bajo la bandera de un barco pesquero
he cruzado para beber agua en St. John’s;
he huido 335 veces por las olas de Georges-Bank,
pensando que era la misma cifra
que llevaba en el brazo, sobre el uniforme de la Escuela
de Pedagogía de Buzau,
y siempre he vuelto.
He regresado por las puertas de las islas Azores
y he pasado algunos días muy cerca de las negras rodillas
de África y de las blancas rodillas
de la muchacha robada por el dios Toro;
he visto la lágrima del niño del mediterráneo
como una flor sobre nuestra casa.
De todas partes envié cartas.
Había leído que las mejores cartas las escriben
los que están sobre las aguas, en alta mar.
He regresado porque tenía miedo a la muerte.
Tengo tanto miedo a la muerte
que estoy llamándola cada año.
Lo sé, lo aprendí de mi abuela, de la tía Ileana.
Cuando se fatigaba por este mundo injusto,
llamaba a la muerte y la maldecía por no venir.
Y como la llamaba, el búho silbaba
en el cigoñal de la fuente.
Cuando se olvidó de llamarla, llegó;
la abuela se defendió con ademanes de niño,
se disfrazó de hormiga y se escondidó en el manzanar.
Pero el viento llegó de una vez y se cayeron las manzanas;
la primera manzana se abatió encima de la hormiga,
hace ya mucho tiempo, y todo se calló.
¡Ay, si no hubiera soplado el viento!
Desde luego, somos tan injustos con nosotros mismos.
Cuando ya había atravesado la calle,
irrumpió encima del hombre el trolebús;
por debajo vi el halcón llenándose con el pan
molido con leche y sangre por las ruedas;
restalló el cable del funicular
y un ruido de maldición público
avisó a latigazos del destino
que probaba su anudado poder
cortando los árboles
y las piernas de los leñadores.
Ellos no regresaron.
¿Ahora estás cantando tú, diosa de la ira?
Cuando se fueron, ¿dónde estabas?
Tú también tienes miedo a la muerte.

Primera carta esencial

Por la mañana, cuando descienden las hojas al espejo,
poniendo con sus círculos muy oscuro el vidrio,
obligándole a salir de su estado natural;
por la mañana, cuando cuidas tu cabello,
imagínate la bandera del barco pesquero,
cómo está peinándole el viento su primer color,
borrándolo lentamente como a las edades;
imagínate cómo los pájaros quedan sorprendidos
por ellos mismos al encontrar
en sus alas los hilos de la bandera roja.
Y entonces imagíname y sufre por mí,
imagíname dentro del primer color de nuestro signo;
el color en que se pierden los vientos de la tierra,
el color donde reposan la tormentas del océano
porque es el color por todos buscado,
porque desde este color empieza nuestra bandera;
piensa cómo lo deshila el tiempo
envolviéndolo con los dedos y olvidándolo en las aguas.
Imagíname y sufre por mí,
tienes que estar orgullosa de mí;
sabrás al fin de este modo que nos amamos.
Ándate por la mañana hacia el aeropuerto,
enseña a mi hija a extender el dedo hacia los pájaros,
murmurando el nombre de su padre atrevido;
vuelve de noche, cuando regresan los aviones al país;
enseña a mi hija a tomar en sus brazos los escudos
murmurando el nombre del padre
intransigente consigo mismo,
preguntando cómo puede este rojo estado de las cosas
tener encima otros dos colores;
háblale hasta llegar a casa sobre el color padre;
compren y beban las dos vino rojo;
no busquéis más que manzanas y cerezas maduras…
Alabáos por mis dos nombres,
y tú, imagíname de tal modo y sufre por mí;
vístete y ponte los zapatos en la mañana para mí,
cierra la puerta con mi nombre y guarda bien las llaves,
defiéndelas para mí del polvo de las ventanas,
lee los periódicos de la mañana y los de la tarde,
saluda a los varones sobre los que otros escriben ahora.
Ay, hacia el anochecer, cuando el sol empieza a dudar
de sí mismo,
cuando empieza a mecerse la red de araña de los nervios,
mezclando las noticias y las señales que vienen hacia ti
cuando tu firmeza cae bajo la punta de la bayoneta
como la de los soldados en la hora más dura de su oficio,
cuando tu sangre de mujer joven sufre la soledad,
sin comprender lo que pasa, lo que el mundo sabe,
cuando te afanas como una abeja que tropieza con la ventana,
entonces, al amenazar nosotros mismos nuestro ser,
mirándonos más en lo hondo de nuestros padres,
entonces, tú, llámame, átate con las manos a mi nombre,
lleva a tu hija en los brazos y siéntate frente la puerta.
Hacia el anochecer,
cuando los varones se dejan caer hacia el vino,
cuando las mujeres se ponen las medias fosforescentes,
imagíname y sufre por mí
imagínate cómo me muero por la tinta de los tres dedos
y me echo en el turno de trabajo cara arriba,
como si fuera un ahogado o hubiese caído en la nieve;
imagínate cómo en el cuarto de los mapas
el océano se prepara a probar mi alma.
Al anochecer,
cuando nadie conoce sus conductas,
cuando en la superficie de la sangre salen los tiburones,
enemistándome por los errores que no cometí,
cuando llegan los prestamistas a mostrarnos las deudas
con sus dedos envenenados,
echando encima de la mesa papeles que no hemos firmado
y mostrando las huellas digitales entregadas bajo amenazas
por nuestros padres y por otros conocidos nuestros,
levántate y junta la ceniza que se quedó de mí
en la mesa de trabajo,
y lee en adelante los libros que yo comencé…
Y cuando caiga la noche y el insomnio sacuda la casa,
revolcando la piedra de descanso bajo tu cabeza,
toma en los brazos la almohada
con la cual me llevabas hacia otras orillas;
quédate con la oreja en el sitio encendido por mis ideas,
espántate por el olor de aquellas aguas
que brotaban de mi frente
como hojas de cualquier arbusto,
grita y agítate en el sueño como un caballo de trineo
por el olor de la sangre de su hermano destrozado por la loba,
lleva de este modo la vida del marido
sojuzgado por el océano,
y de este modo imagíname y sufre por mí.
Nosotros nos damos coraje en Copenhague,
llenamos las cestas con frutas y las ánforas con agua,
reparamos el timón del buque –esa cosa esencial
sin la cual nuestras vidas y los buques están en peligro–,
probamos los ingredientes en que se conserva el pescado;
hay que creer en el color que brota cuando nos herimos con los anzuelos,
nos arreglamos solos los botones de las camisas
cuando se nos rompe la piel con el espinazo de los aperos.
Este es el color de alabanza para mi nombre,
rojo capital sabiendo sacrificarse primero.

Copenhague, 5 de julio, 1965.

Piedras de catedral


Están allí como si fueran piedras,
sentados en los sacos de cemento,
sobre escaleras recién hechas,
de donde sacudieron la arena con periódicos;
se ponen a comer pan con melones,
ensimismados o en silenciosas parejas;
de las semillas que han caído en sus rodillas
brotan dos hojas de vidrio, y el viento
sopla en los muros hasta que nacen ventanas.
Cuanta piedra, tanto campesino en la ciudad;
los que son jóvenes aún comen un pan al día
y medio kilo de tomates;
transitando sobre el vacío del que nacen las palabras,
duermen sobre las puertas de madera del circo,
bajo el hedor del agua que mana de las narices del gladiador;
en su presencia, el cónsul se saca la camisa,
se lava la nuca después de haberse afeitado
y pregunta delante de ellos a la palmera carbonizada.
Quosque tandem abutere, Catilina?
Poco le importa a la piedra la paciencia del otro;
sueña con su aldea hasta que pueda vengar la sangre
desencadenada en la otra ribera
duerme sobre melones y se alberga en campamentos;
hasta ahora ha vivido sólo de dos panecillos caseros
esperando en la enfermeria la llegada del tren.
Son como grandes piedras el campesino y sus hijos,
él se está alabando por las caras rumiadas
como si hubiese robado el vientre de su caballo,
silba, y donde silba él se levanta una casa nueva,
después deja en cada cerradura dos hojas de albahaca
pensando en los primeros inquilinos;
sed sanos y de buena voluntad, les dice
y regresa a su aldea una vez por semana,
llevando sobre sí una bolsa de pan.
Algún joven emerge del maizal disfrazado de brujo
y espanta a las muchachas que están labrando.
El muy loco se casa a toda prisa.
Apenas puede andar la esposa con la piedra en el vientre
y él sale otra vez para construir casas en los sitios
por donde anda errante
y regresará encorvado por las bolsas henchidas
de sus bienes:
habrá comprado arroz y azúcar y muñecas para los niños
y otra vez dejará piedras en el vientre de su mujer.
¿Quién podría huir más con las piedras dentro?
Piedras de río parecen los hijos del campesino;
el agua pasa.
Una piedra sube a la cúpula de la catedral,
sostiene en sus rodillas el horologium, y en la puerta
está el padre esculpiendo a su soñada Uta,
a quién deja dos hijos en brazos
y a quién olvida en la cúpula;
el que no se persigna, duerme, pero hay muchos
que rumian sin saber sobre las cabezas de todos.
Y una mujer llora por la ausencia de su marido
que se ha perdido en el mundo para traer el pan.