sábado, 5 de mayo de 2012




El Imperio de la Ley sin leyes
Cada vez que Europa ha cambiado de imperios, los imperios han cambiado los jardines de la crueldad del poder. Para que el deleite sea mayor y más sutil. En un cierto momento, por ser la misma, hasta la tortura se vuelve aburrida. El dolor tiene que ser un deleite para quien lo está mirando. Caricia para quien lo provoca. Gloria para quien lo inventa. Aparte, las ventajas. Los beneficios para quien lo fomenta. Que no tienen que ser solamente materiales y económicos. Éstos van incluidos siempre. Los más codiciados son los beneficios políticos; los que prolongan la permanencia de un imperio y hacen que su poderío se mantenga más tiempo y con menos quebrantos.        
            De ahí, la imperiosa renovación de los Jardines de los suplicios, que Octavio Mirbeau ha tenido la suerte de admirar, en 1898; obra del superintendente imperial de Pakin, Li Pen Hang, y que él creía insuperable. Se equivocaba. Porque miraba solamente hacia el pasado, ignorando que el futuro podría ser peor. Que es cómo lo ha sido y, más que seguro, seguirá siendo. Basta con leer los testimonios de los sobrevivientes que han logrado salir de estos jardines, selvas sin bordes de quejidos apagados en el susurro glacial de los gemidos postreros. Basta con las espeluznantes memorias colectivas recogidas por Albert Londres, en  Los forzados de Guayana, donde, al describir la ciudad de Cayena, apunta esta frase: Se vaga por sus calles con el mismo estado de ánimo de un viudo inconsolable que regresa del cementerio.
Verdad es que después de este libro, cuyo autor – gran conocedor de los Balcanes -  pocos recuerdan, Francia habrá de desmantelar, para siempre y por su honra, este cementerio de muertos vivos, dando crédito a Montesquieu: Los hombres son malos, pero la ley está obligada a considerarlos mejores de lo que son.
Cierto, para sentar esta opinión, el barón de Brède, miedo imperial por medio,  se ha trasladado a Ámsterdam, atribuyendo Las cartas persas a un  personaje ficticio. También es cierto que, desde Montesquieu, la humanidad ha cruzado muchos más jardines de suplicios, renovados con todo el debido cuidado por los imperios de turno.            
            Las enciclopedias especializadas contienen excelentes exposiciones sobre la tortura (...) aunque deben ser usadas con suma cautela - me aconseja un tratado en materia (Edward Peters), que tomo prestado de la biblioteca popular de mi barrio, constatando que muchos otros lo han leído antes que yo, subrayando capítulos enteros. Tantos que me he acordado de  las páginas del “manual de guerra” de Clausewitz, ennegrecidas por Lenin, con sus adnotaciones que, de hecho, eran dos manuales, dos en uno: “de la teoría a la practica y de nuevo a la teoría”...
            Me estremece este apego a la crueldad y para diversificar mi asombro, vuelvo a la misma biblioteca y me llevo un otro libro (Antonio Frescaroli), que presume de ser - y lo es - una historia completa de la tortura, una guía que supera con creces las envidiadas colecciones de “piezas e instrumentos de...”, expuestas en Munich, Londres y muchos otros museos especializados en mostrarle a la humanidad, pedagógicamente, su propia barbarie.
Sobra decir que también en este libro encuentro el subrayar de párrafos, y observo que en algunos casos hay dos, hasta tres trazados de colores diferentes que resaltan los mismo, aunque - estoy seguro - otras han sido las razones y otro el pensamiento que ha impulsado las respectivas manos. Observo asimismo la casi exhausta erudición del autor en esta disciplina, hablando de pueblos e imperios que desconocía, distinguiendo con cautela entre los castigos por delito que dicta la justicia (sentido del Derecho) y la tortura por autoridad (sentido del Estado). Noto asimismo que en el recorrido de los infinitos subterráneos de atrocidades, el autor, siempre cuando puede, evita hablar de ciertos imperios, sobre todo los más cercanos a nuestros tiempos.
No es que le hubiera faltado información, sino porque hasta en este dominio, me dicen otros libros, había diferencias jerárquicas, matices de blasones y estandartes. Cuando Ricardo III degollaba sobrinos cual pollos de corral, nadie se estremecía, dando por justa la fiereza imperial de éste. Que en este mismo periodo, Louis XI descuartizaba a sus enemigos y les sacaba las tripas por el ombligo, nadie se inmutaba, al considerarse que de este modo el poder real, la unidad francesa y la libertad de Europa se consolidaban como nunca y para siempre.
Pero que también en aquel tiempo, en los Balcanes, en un principado de nada, llamado Valaquia, un voivoda acostumbraba empalar a los saqueadores del país, era algo descabellado. Un emperador sí puede, porque es más que una persona; es una institución sacrosanta, como León IX, quien provoca la Gran Cisma (16 de julio, de 1054) y abre así las puertas de Europa al Islam, que no tardará mucho en pisarle los caminos, pisoteando cristianos hasta estos días nuestros.
Gran injusticia, sin embargo, porque en Europa de aquel entonces, nadie empalaba más y mejor que el príncipe valaco, sin dañar órgano vital alguno. Para que los infelices, de cara a las brasas del ocaso, puedan escrutar más horas la vida desde la punta del palo y la despedida de ésta fuera igual de larga como el sufrimiento mismo.
 Gran injusticia, porque los que disfrutaban así de sus postreras caídas del sol, no eran unos inocentes. Y el príncipe Vlad - que este era su nombre - nunca se afligía ni se equivocaba: cuanto más alta la dignidad del desgraciado, tanto más alta la pica de madera y mejor untada con sebo y olor de rosas. Gran injusticia, una vez más, porque    - dicen las crónicas -, en los comienzos del verano de 1462, al enterarse Vlad del apremiante deseo de Mehmet II el Sepulturero de Bizancio, en hacerle una visita, le había preparado un espectáculo, justo a la entrada en Târgoviste, su ciudad capital : a lo largo de 3 km., con 1 km. de ancho, todo un bosque de picas, cada una con su “huésped” - entre 10 y 18 mil dicen los cronistas - todos ellos soldados del Islam, entre éstos, Hamza, bajá de Giurgiu, quemado y conservando aun sobre los huesos reverdecidos los andrajos de terciopelo rojo de sus bombachas. (Nicolae Iorga)
Tanto le ha impresionado al sultán el boscoso paisaje que ha pasado de largo, dándose vuelta a toda prisa y sin pararse hasta alcanzar la ribera derecha del Danubio, reconociendo con la honradez que le era propia: ...no puedo conquistar el país de uno que hace cosas tan grandes. (Demetrio Calcocondilo). Sin saber que, durante uno de sus ataques nocturnos, siempre después del tercer canto del gallo, vestido de militar turco, el voivoda Vlad había llegado a dos pasos de la carpa imperial – piel de camello sin curtir.
 Un paso más, escribe el jenízaro serbio Constantin Mihailovici Ostrovitza, hubiera significado el fin del imperio otomano, después de tan solo nueve años de su historia europea.
El tan atrevido y valiente voivoda Vlad dejará, poco después, la historia para pasar a la leyenda: Vlad Ţepeş, es decir Vlad Empalador – Kuzâklu, en turco -, llamado también Drácula. Que no era un apodo para suplantar al diablo, sino el nombre que le puso su padre, Vlad, hijo de Mircea el Viejo; voivoda de Valaquia, coronado en Nuremberg por el mismismo emperador Segismundo de Luxemburgo, quien le ennoblece  también con la Orden del Dragón; este ser imaginario que los rumanos lo tomaron por gemelo de dracul, que nos acompaña desde siempre la vida, tan presente en  nuestras  máximas, sentencias y refranes.    
Impulsivo e indómito, inteligente y atrevido, cruel, temido y justiciero, rehén dos veces en poder de los turcos, fiel enemigo de la Medialuna, perseguido por muchas infidelidades, voivoda soberano que – dicen las mismas crónicas -, al no descubrirse los mensajeros del sultán delante de él, había llamado a sus carpinteros y les había fijado los turbantes con clavos, para siempre. Caballero asimismo de la Orden del Dragón, con doce años de cárcel, por inocente y sincero, en las catacumbas de Matías Corvino, en Buda y Vishegrad; tiempo suficiente para aprender a falta de reos -  empalar ratas.
Fulger (relámpago) se llamaba su caballo, pequeño y fuerte, color azabache, acostumbrado a las andaduras nocturnas de su amo y  al capricho de colocarle las herraduras al revés, de tal modo que los rastreadores de su destino, cunado creían que se había ido de su palacio, apenas acababa de llegar.
 Esto y más cosas, algunas increíbles, han sido obras de Vlad Ţepeş, El Empalador, Kuzâklu, Drácula. El único personaje de la literatura universal sin obra literaria  que lo consagre – las que se leen no son rumanas, ni dicen la verdad – más que la suya. Nada ficticia, sino simplemente real, histórica.

            Verdad es que los imperios de otrora terminaban donde el sonido de buenas campanas o hasta donde se agotaban las fuerzas físicas de los caballos. Que no es lo mismo con darle la teta con queroseno, de un avión nodriza, a un zampatortas invisible para que los pilotos puedan desayunar en California, ir y bombardear los Balcanes y volver a casa para el almuerzo, sobrevolando dos continentes, un océano y algunos siglos, todos malos.
Esto sí que es un imperio. A medida justa del relincho electrónico de los misiles inteligentes que no explotan antes de encontrar la ventana de tu casa.  Un imperio que es todos los imperios juntos, en cuanto de maldad se trata; donde el buen orden, por ser imperial, tiene que ser único, el que el imperio mismo dicta e impone. Disponiendo de todos los medios y utensilios específicos que la práctica exige, mano de obra bien preparada y condiciones de trabajo adecuadas. O sea, talleres a medida, donde lo ancho puede ser estrecho y lo holgado muy ceñido. Y ¿qué mejor solución para todo ello que el recinto con módulos cambiantes del miedo? Espacio, donde los espantos trituran el inconsciente y éste, a su vez, tritura la conciencia y el tiempo con los infinitos inventos de la tortura por autoridad.

            Acaso ¿saben Ustedes cómo se llama hoy El imperio de todos los imperios? Y ¿saben quién es el emperador?  Yo sí, pero no quisiera arriesgar su nombre. Porque el diablo tiene 99 sinónimos y nunca se sabe cual es el verdadero y siempre se añade uno otro. Lo más que les pueda decir es que el cuadragésimo primer era George H. Bush, que tuvo la gran suerte de visitar, un siglo después de Octavio Mirbeau,  los Jardines de los suplicios. Y tanto le ha gustado que, para su deleite y gloria, se ha quedado en China algunos buenos años. Como embajador del imperio que soñaba construir: el Imperio de la Ley sin leyes, dirigido a su soberano antojo. Sueño que no logrado cumplir, a falta de tiempo. Pero su hijo, George W. Bush, el cuadragésimo tercer, se lo ha hecho realidad, trasladando los jardines de los suplicios en muchos sitios, como en Guantánamo o en Babilonia - justo donde Semíramisis tenía sus jardines colgantes –, en Kandajar y en otros tantos lugares, sin ubicación precisa, puesto que van siempre por el aire, sin coordenadas fijas, en aviones adecentados, adredemente, con celdas fuera del espacio y tiempo. Invento suyo, soñado por su padre cuando pilotaba un  Avenger, durante la Segunda Guerra Mundial. Las cárceles volantes por todos los cielos.
           
Volviendo sobre lo andado, de la infinitud de sucesos transcurridos en Los jardines de los suplicios, a la sombra de la Gran Muralla, recuerdo que, durante una de sus visitas a China, Nikita Jruschov ha querido mirar de cerca la única construcción terrenal que se puede admirar desde los cielos. Un paseo largo y fatigoso – la política cansa más que la historia-, tanto que, haciendo un alto, después de quitarse una china del zapato, apoyado de espaldas en el “tabique”, el muy campechano Nikita se ha dirigido al anfitrión para confesarle uno de sus pensamientos secretos:  Ves, vosotros estabais exactamente aquí, donde la Muralla. De otro modo, no hubierais podido construirla. No entiendo ¿por qué después habéis ido más allá y todavía queréis más tierra? Esta era la frontera y así debe de quedarse…
            Cuentan los que saben que tras una larga pausa, escrutando la luz meditativa del día – era el otoño de 1959 -, Mao Tse Dun – prefiero la trascripción onomástica rumana – le ha confirmado la sabia razón: - Sí, es verdad, estábamos aquí, en estos mismos lugares. Pero podrías decirme ¿dónde  estabais vosotros los rusos en aquellos tiempos?
Real o ficticio - inventado en nuestros mentideros socialistas-, el diálogo se ha quedado en nada. Más un profundo suspiro de Nikita, que no esperaba tal incómoda respuesta, pero ya tenía la suya – otra muralla - y estaba pensando dónde colocarla.
 Tardará poco, hasta cuando, paseándose Berlín oriental, en un arrebato marxista festivo (era domingo, 14 de agosto de 1961), se apoyará en los hombros de Walter Ülbricht y Erich Honecher, decidiendo la edificación del Muro. Sin percatarse de que su obra separaba tan sólo el espacio pero no así el tiempo.
           
Cuentan los que saben más que el soñador del Imperio de la Ley sin leyes no hubiera llegado a Pekín, ni siquiera recorriendo los caminos de Marco Polo; sin la perentoria ayuda de Nicolae Ceauşescu. Justo los días de la peor escaramuza militar chino-soviética, en las orillas movedizas del Usuri. Lo recuerda Kissinger, que acompañaba a Nixón, de visita a Islamabad, a dos pasos de Pekín. Imposibles de dar, puesto que sus espías les había informado de una guerra inminente y de la decisión de los soviéticos de llegar ellos mismos a Pekín, para borrarlo del mapa por culpa de tener, como ellos, la bomba atómica.
Era el principio de agosto, de 1969, y el día 4 Ceauşescu tenía que inaugurar el décimo congreso del partido, por lo cual había postergado la firma del tratado de amistad y cooperación con la URSS, con el debido enfado de Moscú. Y de pronto, el deseo de Nixón de venir cuanto antes a Bucarest, al no disponer en su agenda, de otro mejor periodo. Y de ahí, la sorpresa de todos: por decreto, Ceauşescu posponía para el día 10 las sesiones del congreso, y los días 3-5, recibía a Nixón con todos los honores en Bucarest. La primera visita de un presidente de Estados Unidos al campo socialista. Medio millón de rumanos con banderillas americanas...

Un enfado más y peor que todos, por parte de los rusos, puesto que se habían enterado en seguida del puente sólido, que el dirigente rumano, gran amigo de Mao, había tendido a Estados Unidos hacia China; enemistada con la URSS, sobre todo después de que Nikita Jruschov había sacado el cuerpo de Stalin del Mausoleo de Lenin, en julio de 1963, y los chinos habían protestado abiertamente, considerando inaceptable el gesto para con el creador de la Gran Patria Soviética. Hecho un basilisco, tachando a Stalin de asesino, bandido, criminal, garitero, etc., Nikita les había contestado en seco: puesto que tanto lo querréis, se lo regalo, con todo, incluido en ataúd... llevádselo  ya...

Todo un éxito para Nixón y Ceauşescu, sellado con una escapada a Brasov y, desde allí a Bran, donde Richard Nixón ha podido admirar el Castillo de Drácula, aprendiendo algo de nuestra historia y de las hazañas del voivoda Vlad Ţepeş.

Ocurre que a veces, con sus recovecos y espirales, la historia se pone irónica si no, simplemente, cínica: George H Bush había llegado a las orillas chinas por el puente de Ceauşescu. El mismo Bush que, en diciembre de 1989, con Gorbachov y Mitterrand, habían decidido la caída de Ceauşescu. Una Trinidad pasajera que ha dejado a los acólitos rumanos la libertad de elegir la fecha y el lugar de su ejecución: el 22 de diciembre, en un destartalado cuartel militar sin nombre de Târgoviste. Ciudad capital del voivoda Vlad Ţepeş-Empalador. Muchos de sus empalados han agonizado, lentamente, en Târgoviste, mirando como bajaba la luz del sol sobre Turnul Chindiei. La Torre del Crepúsculo, reconstruida por orden del mismo Ceausescu.

El voivoda Vlad Ţepeş ha dejado la historia para entrar en la leyenda con el nombre de Drácula, lo ha hecho porque no había tenido otro camino para su gloria. Pero, por imposible que parezca, desandar este camino y hacerle regresar, es un deber nuestro, puesto que, como dice un gran filosofo, sin Ţepeş,  la historia de Rumanía es una pradera con corderos... Es lo que nos proponemos lograr en algunos próximos días.
Madrid, 5 de mayo de 2012
© Darie Novãceanu. Reservados todos los derechos.