El Imperio de la Ley sin leyes
Cada vez que Europa ha cambiado
de imperios, los imperios han cambiado los jardines de la crueldad del poder.
Para que el deleite sea mayor y más sutil. En un cierto momento, por ser la
misma, hasta la tortura se vuelve aburrida. El dolor tiene que ser un deleite
para quien lo está mirando. Caricia para quien lo provoca. Gloria para quien lo
inventa. Aparte, las ventajas. Los beneficios para quien lo fomenta. Que no
tienen que ser solamente materiales y económicos. Éstos van incluidos siempre.
Los más codiciados son los beneficios políticos; los que prolongan la permanencia
de un imperio y hacen que su poderío se mantenga más tiempo y con menos
quebrantos.
De
ahí, la imperiosa renovación de los Jardines de los suplicios, que
Octavio Mirbeau ha tenido la suerte de admirar, en 1898; obra del
superintendente imperial de Pakin, Li Pen Hang, y que él creía insuperable. Se
equivocaba. Porque miraba solamente hacia el pasado, ignorando que el futuro
podría ser peor. Que es cómo lo ha sido y, más que seguro, seguirá siendo.
Basta con leer los testimonios de los sobrevivientes que han logrado salir de
estos jardines, selvas sin bordes de quejidos apagados en el susurro glacial de
los gemidos postreros. Basta con las espeluznantes memorias colectivas
recogidas por Albert Londres, en Los
forzados de Guayana, donde, al describir la ciudad de Cayena, apunta esta
frase: Se vaga por sus calles con el mismo estado de ánimo de un viudo
inconsolable que regresa del cementerio.
Verdad es que después de este
libro, cuyo autor – gran conocedor de los Balcanes - pocos recuerdan, Francia habrá de desmantelar,
para siempre y por su honra, este cementerio de muertos vivos, dando crédito a
Montesquieu: Los hombres son malos, pero la ley está obligada a considerarlos
mejores de lo que son.
Cierto, para sentar esta opinión,
el barón de Brède, miedo imperial por medio,
se ha trasladado a Ámsterdam, atribuyendo Las cartas persas a
un personaje ficticio. También es cierto
que, desde Montesquieu, la humanidad ha cruzado muchos más jardines de
suplicios, renovados con todo el debido cuidado por los imperios de turno.
Las
enciclopedias especializadas contienen excelentes exposiciones sobre la tortura
(...) aunque deben ser usadas con suma cautela - me aconseja un tratado en materia (Edward Peters),
que tomo prestado de la biblioteca popular de mi barrio, constatando que muchos
otros lo han leído antes que yo, subrayando capítulos enteros. Tantos que me he
acordado de las páginas del “manual de
guerra” de Clausewitz, ennegrecidas por Lenin, con sus adnotaciones que, de
hecho, eran dos manuales, dos en uno: “de la teoría a la practica y de nuevo a
la teoría”...
Me
estremece este apego a la crueldad y para diversificar mi asombro, vuelvo a la
misma biblioteca y me llevo un otro libro (Antonio Frescaroli), que
presume de ser - y lo es - una historia completa de la tortura, una guía que
supera con creces las envidiadas colecciones de “piezas e instrumentos de...”,
expuestas en Munich, Londres y muchos otros museos especializados en mostrarle
a la humanidad, pedagógicamente, su propia barbarie.
Sobra decir que también en este
libro encuentro el subrayar de párrafos, y observo que en algunos casos hay
dos, hasta tres trazados de colores diferentes que resaltan los mismo, aunque -
estoy seguro - otras han sido las razones y otro el pensamiento que ha
impulsado las respectivas manos. Observo asimismo la casi exhausta erudición
del autor en esta disciplina, hablando de pueblos e imperios que desconocía,
distinguiendo con cautela entre los castigos por delito que dicta la justicia (sentido
del Derecho) y la tortura por autoridad (sentido del Estado). Noto
asimismo que en el recorrido de los infinitos subterráneos de atrocidades, el
autor, siempre cuando puede, evita hablar de ciertos imperios, sobre todo los
más cercanos a nuestros tiempos.
No es que le hubiera faltado
información, sino porque hasta en este dominio, me dicen otros libros, había
diferencias jerárquicas, matices de blasones y estandartes. Cuando Ricardo III
degollaba sobrinos cual pollos de corral, nadie se estremecía, dando por justa
la fiereza imperial de éste. Que en este mismo periodo, Louis XI descuartizaba
a sus enemigos y les sacaba las tripas por el ombligo, nadie se inmutaba, al
considerarse que de este modo el poder real, la unidad francesa y la libertad
de Europa se consolidaban como nunca y para siempre.
Pero que también en aquel
tiempo, en los Balcanes, en un principado de nada, llamado Valaquia, un voivoda
acostumbraba empalar a los saqueadores del país, era algo descabellado. Un
emperador sí puede, porque es más que una persona; es una institución
sacrosanta, como León IX, quien provoca la Gran Cisma (16 de julio, de
1054) y abre así las puertas de Europa al Islam, que no tardará mucho en
pisarle los caminos, pisoteando cristianos hasta estos días nuestros.
Gran injusticia, sin embargo,
porque en Europa de aquel entonces, nadie empalaba más y mejor que el príncipe
valaco, sin dañar órgano vital alguno. Para que los infelices, de cara a las
brasas del ocaso, puedan escrutar más horas la vida desde la punta del palo y
la despedida de ésta fuera igual de larga como el sufrimiento mismo.
Gran injusticia, porque los que disfrutaban
así de sus postreras caídas del sol, no eran unos inocentes. Y el príncipe Vlad
- que este era su nombre - nunca se afligía ni se equivocaba: cuanto más alta
la dignidad del desgraciado, tanto más alta la pica de madera y mejor untada
con sebo y olor de rosas. Gran injusticia, una vez más, porque - dicen las crónicas -, en los comienzos
del verano de 1462, al enterarse Vlad del apremiante deseo de Mehmet II el
Sepulturero de Bizancio, en hacerle una visita, le había preparado un
espectáculo, justo a la entrada en Târgoviste, su ciudad capital : a lo largo
de 3 km., con 1 km. de ancho, todo un bosque de picas, cada una con su
“huésped” - entre 10 y 18 mil dicen los cronistas - todos ellos soldados del
Islam, entre éstos, Hamza, bajá de Giurgiu, quemado y conservando aun sobre los
huesos reverdecidos los andrajos de terciopelo rojo de sus bombachas. (Nicolae
Iorga)
Tanto le ha impresionado al
sultán el boscoso paisaje que ha pasado de largo, dándose vuelta a toda prisa y
sin pararse hasta alcanzar la ribera derecha del Danubio, reconociendo con la
honradez que le era propia: ...no puedo conquistar el país de uno que hace
cosas tan grandes. (Demetrio Calcocondilo). Sin saber que, durante uno de
sus ataques nocturnos, siempre después del tercer canto del gallo, vestido de
militar turco, el voivoda Vlad había llegado a dos pasos de la carpa imperial –
piel de camello sin curtir.
Un paso más, escribe el jenízaro serbio
Constantin Mihailovici Ostrovitza, hubiera significado el fin del imperio
otomano, después de tan solo nueve años de su historia europea.
El tan atrevido y valiente
voivoda Vlad dejará, poco después, la historia para pasar a la leyenda: Vlad Ţepeş,
es decir Vlad Empalador – Kuzâklu, en turco -, llamado también Drácula.
Que no era un apodo para suplantar al diablo, sino el nombre que le puso su
padre, Vlad, hijo de Mircea el Viejo; voivoda de Valaquia, coronado en
Nuremberg por el mismismo emperador Segismundo de Luxemburgo, quien le
ennoblece también con la Orden del
Dragón; este ser imaginario que los rumanos lo tomaron por gemelo de dracul,
que nos acompaña desde siempre la vida, tan presente en nuestras máximas, sentencias y refranes.
Impulsivo e indómito,
inteligente y atrevido, cruel, temido y justiciero, rehén dos veces en poder de
los turcos, fiel enemigo de la Medialuna, perseguido por muchas infidelidades,
voivoda soberano que – dicen las mismas crónicas -, al no descubrirse los
mensajeros del sultán delante de él, había llamado a sus carpinteros y les había
fijado los turbantes con clavos, para siempre. Caballero asimismo de la Orden
del Dragón, con doce años de cárcel, por inocente y sincero, en las catacumbas
de Matías Corvino, en Buda y Vishegrad; tiempo suficiente para aprender a falta
de reos - empalar ratas.
Fulger (relámpago) se llamaba su caballo, pequeño y
fuerte, color azabache, acostumbrado a las andaduras nocturnas de su amo y al capricho de colocarle las herraduras al
revés, de tal modo que los rastreadores de su destino, cunado creían que se
había ido de su palacio, apenas acababa de llegar.
Esto y más cosas, algunas increíbles, han sido
obras de Vlad Ţepeş, El Empalador, Kuzâklu, Drácula. El único personaje de la
literatura universal sin obra literaria que lo consagre – las que se leen no son
rumanas, ni dicen la verdad – más que la suya. Nada ficticia, sino simplemente
real, histórica.
Verdad
es que los imperios de otrora terminaban donde el sonido de buenas campanas o
hasta donde se agotaban las fuerzas físicas de los caballos. Que no es lo mismo
con darle la teta con queroseno, de un avión nodriza, a un zampatortas
invisible para que los pilotos puedan desayunar en California, ir y bombardear
los Balcanes y volver a casa para el almuerzo, sobrevolando dos continentes, un
océano y algunos siglos, todos malos.
Esto sí que es un imperio. A
medida justa del relincho electrónico de los misiles inteligentes que no
explotan antes de encontrar la ventana de tu casa. Un imperio que es todos los imperios juntos,
en cuanto de maldad se trata; donde el buen orden, por ser imperial, tiene que
ser único, el que el imperio mismo dicta e impone. Disponiendo de todos los
medios y utensilios específicos que la práctica exige, mano de obra bien
preparada y condiciones de trabajo adecuadas. O sea, talleres a medida, donde
lo ancho puede ser estrecho y lo holgado muy ceñido. Y ¿qué mejor solución para
todo ello que el recinto con módulos cambiantes del miedo? Espacio, donde los
espantos trituran el inconsciente y éste, a su vez, tritura la conciencia y el
tiempo con los infinitos inventos de la tortura por autoridad.
Acaso
¿saben Ustedes cómo se llama hoy El imperio de todos los imperios? Y
¿saben quién es el emperador? Yo sí,
pero no quisiera arriesgar su nombre. Porque el diablo tiene 99 sinónimos y
nunca se sabe cual es el verdadero y siempre se añade uno otro. Lo más que les
pueda decir es que el cuadragésimo primer era George H. Bush, que tuvo la gran
suerte de visitar, un siglo después de Octavio Mirbeau, los Jardines de los suplicios. Y
tanto le ha gustado que, para su deleite y gloria, se ha quedado en China
algunos buenos años. Como embajador del imperio que soñaba construir: el
Imperio de la Ley sin leyes, dirigido a su soberano antojo. Sueño que no
logrado cumplir, a falta de tiempo. Pero su hijo, George W. Bush, el
cuadragésimo tercer, se lo ha hecho realidad, trasladando los jardines de los
suplicios en muchos sitios, como en Guantánamo o en Babilonia - justo donde
Semíramisis tenía sus jardines colgantes –, en Kandajar y en otros
tantos lugares, sin ubicación precisa, puesto que van siempre por el aire, sin
coordenadas fijas, en aviones adecentados, adredemente, con celdas fuera del
espacio y tiempo. Invento suyo, soñado por su padre cuando pilotaba un Avenger, durante la Segunda Guerra
Mundial. Las cárceles volantes por todos los cielos.
Volviendo sobre
lo andado, de la infinitud de sucesos transcurridos en Los jardines de los
suplicios, a la sombra de la Gran Muralla, recuerdo que, durante una de sus
visitas a China, Nikita Jruschov ha querido mirar de cerca la única
construcción terrenal que se puede admirar desde los cielos. Un paseo largo y
fatigoso – la política cansa más que la historia-, tanto que, haciendo un alto,
después de quitarse una china del zapato, apoyado de espaldas en el “tabique”,
el muy campechano Nikita se ha dirigido al anfitrión para confesarle uno de sus
pensamientos secretos: – Ves,
vosotros estabais exactamente aquí, donde la Muralla. De otro modo, no hubierais
podido construirla. No entiendo ¿por qué después habéis ido más allá y todavía
queréis más tierra? Esta era la frontera y así debe de quedarse…
Cuentan
los que saben que tras una larga pausa, escrutando la luz meditativa del día –
era el otoño de 1959 -, Mao Tse Dun – prefiero la trascripción onomástica
rumana – le ha confirmado la sabia razón: - Sí, es verdad, estábamos aquí,
en estos mismos lugares. Pero podrías decirme ¿dónde estabais vosotros los rusos en aquellos
tiempos?
Real o ficticio -
inventado en nuestros mentideros socialistas-, el diálogo se ha quedado en nada.
Más un profundo suspiro de Nikita, que no esperaba tal incómoda respuesta, pero
ya tenía la suya – otra muralla - y estaba pensando dónde colocarla.
Tardará poco, hasta cuando, paseándose Berlín
oriental, en un arrebato marxista festivo (era domingo, 14 de agosto de 1961),
se apoyará en los hombros de Walter Ülbricht y Erich Honecher, decidiendo la
edificación del Muro. Sin percatarse de que su obra separaba tan sólo el
espacio pero no así el tiempo.
Cuentan los que
saben más que el soñador del Imperio de la Ley sin leyes no hubiera
llegado a Pekín, ni siquiera recorriendo los caminos de Marco Polo; sin la perentoria
ayuda de Nicolae Ceauşescu. Justo los días de la peor escaramuza militar
chino-soviética, en las orillas movedizas del Usuri. Lo recuerda Kissinger, que
acompañaba a Nixón, de visita a Islamabad, a dos pasos de Pekín. Imposibles de
dar, puesto que sus espías les había informado de una guerra inminente y de la
decisión de los soviéticos de llegar ellos mismos a Pekín, para borrarlo del
mapa por culpa de tener, como ellos, la bomba atómica.
Era el principio
de agosto, de 1969, y el día 4 Ceauşescu tenía que inaugurar el décimo congreso
del partido, por lo cual había postergado la firma del tratado de amistad y
cooperación con la URSS, con el debido enfado de Moscú. Y de pronto, el deseo
de Nixón de venir cuanto antes a Bucarest, al no disponer en su agenda, de otro
mejor periodo. Y de ahí, la sorpresa de todos: por decreto, Ceauşescu posponía
para el día 10 las sesiones del congreso, y los días 3-5, recibía a Nixón con
todos los honores en Bucarest. La primera visita de un presidente de Estados
Unidos al campo socialista. Medio millón de rumanos con banderillas
americanas...
Un enfado más y
peor que todos, por parte de los rusos, puesto que se habían enterado en
seguida del puente sólido, que el dirigente rumano, gran amigo de Mao, había
tendido a Estados Unidos hacia China; enemistada con la URSS, sobre todo
después de que Nikita Jruschov había sacado el cuerpo de Stalin del Mausoleo de
Lenin, en julio de 1963, y los chinos habían protestado abiertamente,
considerando inaceptable el gesto para con el creador de la Gran Patria Soviética.
Hecho un basilisco, tachando a Stalin de asesino, bandido, criminal, garitero,
etc., Nikita les había contestado en seco: puesto que tanto lo querréis, se
lo regalo, con todo, incluido en ataúd... llevádselo ya...
Todo un éxito
para Nixón y Ceauşescu, sellado con una escapada a Brasov y, desde allí a Bran,
donde Richard Nixón ha podido admirar el Castillo de Drácula,
aprendiendo algo de nuestra historia y de las hazañas del voivoda Vlad Ţepeş.
Ocurre que a
veces, con sus recovecos y espirales, la historia se pone irónica si no, simplemente,
cínica: George H Bush había llegado a las orillas chinas por el puente de
Ceauşescu. El mismo Bush que, en diciembre de 1989, con Gorbachov y Mitterrand,
habían decidido la caída de Ceauşescu. Una Trinidad pasajera que ha dejado a
los acólitos rumanos la libertad de elegir la fecha y el lugar de su ejecución:
el 22 de diciembre, en un destartalado cuartel militar sin nombre de
Târgoviste. Ciudad capital del voivoda Vlad Ţepeş-Empalador. Muchos de
sus empalados han agonizado, lentamente, en Târgoviste, mirando como bajaba la
luz del sol sobre Turnul Chindiei. La Torre del Crepúsculo, reconstruida
por orden del mismo Ceausescu.
El
voivoda Vlad Ţepeş ha dejado la historia para
entrar en la leyenda con el nombre de Drácula, lo ha hecho porque no había
tenido otro camino para su gloria. Pero, por imposible que parezca, desandar
este camino y hacerle regresar, es un deber nuestro, puesto que, como dice un
gran filosofo, sin Ţepeş, la historia de Rumanía es una
pradera con corderos... Es lo que nos proponemos lograr en algunos
próximos días.
Madrid, 5
de mayo de 2012
© Darie
Novãceanu. Reservados todos los derechos.