Hasta que amanezca
El conocimiento – poco y equivocado – que se tiene de los rumanos en el
mundo, incluso ahora, cuando están por doquier,
explica el escaso interés por sus valores espirituales, de modo
especial, los de su literatura.
En España, excepto los escritores
exiliados de entre las dos guerras,
que han adoptado el idioma del país de acogida, se conocen muy pocos nombres.
De la misma generación, los exiliados dentro del país cuyas obras – no muchas –
han sido vertidas bastante tarde en idiomas de circulación, no han beneficiado
de crítica pertinente y no han abierto
caminos para otros más, sino más bien los han cerrado. Como también,
involuntariamente, lo han hecho los primeros.
Luego,
un restringido contingente de nuevos exiliados, más exactamente fugados, huidos
del desierto rojo que asolaba el país, no han alcanzado la consagración
deseada, topándose, como todos, con varias barreras, algunas debidas a ellos
mismos.
Por
fin, una vez vuelto el país a lo que suele llamarse estado de derecho,
democracia y libertad, se da por supuesto que no hay más telones, muros y
barreras, para una comunicación fluida y, por ende, ni para nuestros valores
del espíritu. Que tendrían que circular como cualquier producto, ya que los
medios editoriales se han diversificado y la globalización les facilita más
posibilidades. Y no es así. Este milagro no se haya dado y no hay señales - yo
no las tengo - de que se produzca.
Existen,
claro que sí, explicaciones. Incluso razones. Pero no me tientan ni las unas ni
las otras. Porque nada cambiaría. Y quisiera que cambiase, pienso que es
posible y lo puedo probar con lo que, modestamente, he hecho yo mismo, de toda
mi vida.
Importa,
para entendernos mejor, un alto para una mirada crítica retrospectiva.
Empezando con los primeros exiliados: Panait Istrati, Tristan Tzara, Eugen
Ionescu, Mircea Eliade, Emil Cioran, Vintilă Horia, Constantin Virgil
Gheorghiu, Peter Neagoe.
El orden, aunque
se insinúa el valor, es cronológico y no menciona todos los nombres. De algún modo, el desgraciado más feliz,
Panait Istrati, que encabeza la nómina, irrumpe en la arena (1925) con obras
como El tío Anghel, Chira Chiralina o
Los cardos de Bărăgan, y más allá del
valor intrínseco – universo, contenido, estilo – su éxito se debe a varias
circunstancias y amistades. Romain Rolland, que le considera un Gorky rumano,
le corrige con mucho respeto su idioma francés - hay más correctores –, salvando las
construcciones de fuentes rumanas, de muchas, claras y frescas aguas.
Nikos
Kazantzakis, el glorioso autor de Alexis Zorba, es el que le anima y le guía
mucho. Viajan junto a Moscú, para conocer las conquistas socialistas de Stalin
– engaño y desengaño, un libro que aborrecerá – y entrevistarse con Gorky – mal
pero útil recibimiento, que acaba en un frugal almuerzo en dos, con pan, olivas
negras y vino a la entrada del despacho lujoso del autor de obras como El asilo de noche y La madre.
En
España, Panait Istrati ha tenido la suerte de buenos traductores y de un
prologuista ideal, Vicente Blasco Ibáñez, cuya fama será un aval para otros
editores, hasta en Hispanoamérica, leído y admirado por muchos escritores –
Sábato, Carpentier, Márquez, Mutis – en las obras de últimos dos dejando algún
que otro rastro confesado.
El
segundo, Tristan Tzara, se reserva la gloria por ser el creador del dadaísmo,
cuando el dadaísmo – en otra hipóstasis – ya existía en la vanguardia rumana.
Me ahorro más consideraciones, que los interesados las encontrarán en mi libro,
Tristan Tzara – Los primeros poemas –
Prensas Universitarias de Zaragoza, 2002.
No
me es difícil ir comentando los demás nombres, pero no quiero hacer de
diccionario enciclopédico. Quiero sí resaltar que todos ellos deben mucho a la
literatura rumana que, a su vez, está endeudada con cada uno. Porque, aunque
indirectamente, la han dado a conocer. Una reciprocidad tácita, que viene desde
lejos, desde Martha Bibescu, Elena Văcărescu o Iulia Hasdeu, escritoras francesas
de origen rumano, como dicen las placas
conmemorativas,. Y podríamos volver más atrás, hasta Nicolae Milescu o Dimitrie
Cantemir, con obras leídas y releídas por Voltaire o Montesquieu.
Los
exiliados dentro del país – al menos del mismo valor que sus colegas que no han
regresado a casa – han cumplido sus obras con resignación creadora, arrimados
al hombro de los de edades cercanas – Arghezi, Bacovia, Barbu, Voiculescu,
Rebreanu, Galaction, Sebastián, Camil Petrescu, etc.- que han conseguido llevar
una vida con libertad y sin vejaciones de toda clase. Me refiero a Lucian
Blaga, perseguido por los ideólogos marxistas hasta muy tarde, y a Constantin
Noica, perseguido hasta su muerte, en 1987. Un libro mío, Lucian Blaga – Antología general, publicado en 2006, por la misma
editorial, Prensas Universitarias de
Zaragoza, que, en 2008, editará Mircea Eliade – Bajo el signo de Zalmoxis – obra rescatada por mí.
Volviendo
al principio, nos quedamos con los prófugos, temerarios en sus idas sin vueltas.
Nombres que, por ser enrolados políticamente entre los adversarios del
totalitarismo – y lo han sido –, han
beneficiado de bastante apoyo y popularidad.
No
quiero hacer de juez, pero me asumo el
derecho de observar que solamente
en Rumania ha sido posible la creación de una institución con un objetivo,
públicamente declarado – divulgación de
la cultura rumana en el mundo – y, de hecho, disponer de todos los medios económicos
para hacer todo lo contrario: bloquear, obstaculizar e impedir por todos los
caminos la difusión de los valores auténticos de esta cultura para abrir paso a
los aspirantes a esta gloria.